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New Yorkers

Alfonso Villalva P.

New Yorkers

 Alfonso Villalva P.

 

Javier me llamo, señor –a secas, sin apellidos-, y soy de México, de la Ciudad. Con tranquilidad, sonrisa ostentosa y orgullo manifiesto, me preguntó en qué colonia vivía. Yo soy de la Portales, se anticipó. En realidad –deduje- muy poco le importaba mi respuesta, más bien tenía la necesidad de hablar, de compartir algo de su historia. Éste -señaló al otro ayudante de mesero o garrotero que estaba junto a él-, es de Venezuela, que está peor que nosotros, digo, más jodido, con perdón.

Exageró los acomodos en esa mesa del fondo del restaurante de comida fusión asiática en la calle 59 –esa zona que constituye la frontera norte no escrita del Midtown de Manhattan-. Un sitio muy de moda, muy especializado en carne Kobe, legítima pues, que mezclan en el menú con platillos chinos, filipinos y tailandeses. Atestado ese sábado por la noche, de neoyorkinos auténticos, esos que huelen a fragancias recién confeccionadas, y que ahora viven la vida con menos preconcepciones mientras abandonan la corbata, la pose triunfalista, y beben gintonics multicolores, aderezados con hierbas aromáticas que cumplen también funciones de ornato en los estrambóticos vasos.

 

Hacía esfuerzos Javier por pasar unos minutos más allí, conversando, reacomodando la sal y la pimienta para que el excéntrico mesero -su jefe inmediato- no le llamara la atención –el intercambio verbal con los clientes estaba reservado para los meseros, esos que se balanceaban como bailarinas de mesa en mesa para recitar de memoria las sugerencias del menú-. Vienen como diez familias mexicanas a la semana, explicó Javier, aunque, claro, no todos platican, a pocos les parece adecuado, un poco molesto, quizá.

 

De Michoacán salió primero Javier, a perseguir el sueño de abandonar la pobreza de su pueblo en la urbe de los chilangos, pero encontró lo mismo: el precio del pellejo solamente lo paga el dinero. Moreno, chaparro e ignorante, según el estereotipo que él mismo describió, fracasado por vocación. Las oportunidades nunca aparecieron. Luego se cansó de intentar, y sus oídos no escaparon a los deliquios de una sociedad con oportunidad para todos por igual, fuera de una tortería, del volante de un microbús o de los trabajos de limpieza en una sala de masajes.

 

Nueva York no pareció lejos para un destino que en la vida cotidiana le ubicaba en la misma ambigüedad, en la falta de pertenencia, salvo a la hora de la salida, en la que disfrutaba transporte público con clima artificial y una casa repleta de electrodomésticos que debía para siempre, bajo su palabra que le dio crédito a veinte y treinta años.

 

Así era pues. Y a pesar de los discursos incendiarios de Trump contra los mexicanos y su prueba cotidiana irrefutable de estulticia, allí todos se volvieron New Yorkers, hasta los indocumentados, verá, hasta Javier mismo. Según Javier, como que ahora le daba más gusto trabajar allí, decirle a todos que es mexicano –o New Yorker mexicano- y encontrar compatriotas, estrechar su mano, decir con alegría, “cámara carnal, que tengas buena suerte”. Como que el odio discursivo a su raza del aspirante republicano le incentivaba más a enorgullecerse de su orígen. Una forma distinta, particular, de reaccionar al insulto político de aquél individuo.

 

No negaba Javier que de pronto se presentaban clientes al restaurante y le hacían comentarios ofensivos, implicando su culpa, al ser mexicano, de las diversas desgracias americanas. Pero le tenía sin cuidado, pues a pesar de que él seguía siendo oficial de limpieza de las sobras de los comensales, sentía –y lo declaraba sonriente-, que por más que lo denostaran, poseía algo más: era heredero de las glorias milenarias de Purépechas, Toltecas, Mayas y Aztecas. El poseía la dosis necesaria de picardía para reirse de sus circunstancias y tomar los males con sentido del humor y buena cara. Así es que hijo de su patria ¡qué pues! Porque la seguía queriendo como el que más, sin rencores estúpidos, a fin de cuentas, aún cuando había tenido que abandonarla, así eran las cosas, y él -reflejaba en sus ojos prietos-, no tenía intenciones de cambiarlas.

 

Le interrumpió el mesero –su jefe- con un gesto definitivamente exagerado, tan soez, que Javier tuvo que contener la risa, mientras contemplaba su mano a reventar de anillos, y me guiñaba un ojo. No le volví a ver hasta la salida, después de pagar la cuenta. Él se acercó, chocó su mano con la mía –primero la palma, luego el puño cerrado-, y me refrendó lo de hermano y tal, deseó en voz alta que viva México por siempre, y se volvió, para perderse entre ese mundo de gente aturdida por la brutalidad del choque cultural y la falta de pertenencia, pero sobrecogida por un inexplicable sentimiento de calidez y solidaridad con los suyos.

 

La misma gente que sigue haciendo un esfuerzo por recomponer su vida después de haber tenido que abandonar su tierra expulsados por la pobreza, la violencia. La gente que se empeña por convencer al resto del mundo que eso que sienten no es pánico a estar solos en un entorno extraño, sino desolación por no ser de aquí, ni de allá. La que constituye una nueva naciòn dentro de otra, engrosando las filas de mexicanos de primera, segunda y tercera generación que por millones viven, trabajan, cantan y lloran desde Nueva York hasta Los Ángeles. Esa gente que después de trabajar sonríe a Javier en el metro, de regreso a casa, y que hace patente que sin importar la causa de la migración siempre existe una posibilidad de recrear la patria en uno mismo.

 

Twitter: @avillalva_

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