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Club 27

Alfonso Villalva P.

 

Dicen que cada uno de ellos representaba una de las mentes más brillantes de su época. Dicen, también, que su potencial inspirador fue tan electrizante que, no importa cuantas generaciones pasen después, y cuan incomprendidos en su momento, ellos seguirán siendo un punto de referencia, un objeto de culto, un grupo de verdaderos santos laicos de cualquier generación.

Hendrix, Morrison, Joplin, Jones, Cobain, Winehouse, entre otros. Vivieron todos hasta los veinte siete años. Vivieron a tope, a toda intensidad y murieron de manera intempestiva, escandalosa y por demás trágica, dejando al mundo un sentimiento angustioso de deuda por lo que pudo haber sido su aportación durante un mayor número de años. Iluminados de arte, de letras; abandonados en soledades incomprensibles, atormentados por demonios inenarrables, suicidas pasionales convertidos en rehenes de las adicciones más destructivas que conocemos…, drogas exterminadoras suministradas progresivamente en un horroroso laberinto sin salida. 

Y es cierto porque ya bien muertos y enterrados, o cremados irremediablemente, en cualquier época del año, el Club de los Veintisiete no es excepción para recibir visitas lacrimógenas que aspiran a un misticismo normalmente ausente de la vida cotidiana y, aunque la peregrinación a sus moradas definitivas no necesariamente coincide con las fechas tradicionales de exaltación de los muertos, ellos son materia de atención especial.

Desde luego que el día de los fieles difuntos implica el peregrinaje generalizado más copioso, doloroso y lamentable hacia el domicilio permanente de quienes han dejado los papeles listos en esta vida terrenal para migrar hacia los destinos que cada quien pueda, razonablemente, creer o anticipar. A la mayoría se les visita, con total independencia de contar con el dudoso privilegio de la membresía a uno de los clubes mas chocarreros y famosos de nuestros tiempos a la hora de correlacionar circunstancias, tragedias y leyendas.

Muchas veces me he preguntado si a los sepulcros acudimos como una manera de guardar las apariencias, generando la percepción en nuestro entorno de que fuimos buenos hijos, hermanos, cónyuges, amantes, fans o amigos durante el trozo de vida que al muertito le tocó disfrutar -o sufrir, porque esa es otra-. O como un acto ostentoso haciendo parecer que el difunto objeto de nuestra visita era un ser respetable para generar leyendas a modo; o lo hacemos, al final, por exculpar las culpas propias derivadas de causas que poco tienen que ver con el difunto de marras y encontrar espacios que nos sirvan de tabla de salvación al contrastar el silencio de la muerte que nos espera, con el ruido de nuestra rutina más carnal. 

Quizá sea simplemente un acto irreflexivo que, cada vez más, parece generarse en la ansiedad producida por circunstancias de la frivolidad post moderna que nos abre ciertos vacíos que apetecen ser compensados, o al menos mitigados, por la ensoñación de lo que pudo haber sido y nunca fue. Te extraño, te quise, perdóname, de digo lo que debí decir, hubiese sido lindo… 

Aún cuando en muchos casos de sobra se sabe que los fieles difuntos en cuestión nunca fueron fieles a nada, quizá con la salvedad de las libaciones recurrentes, sus adicciones a sustancias destructivas o a hábitos enervantes -incluyendo el fracaso y las debilidades de la carne-; quizá ante el hecho ineludible de que en vida del muerto en cuestión, los que ahora veneran y lloran pasaban más tiempo deseando que llegase a ocupar un sitio bajo un pequeño talud de tierra, y ahora lo nieguen, se arrepientan. En el día de la visita, todos esos muertos adquieren una calidad de santos laicos, así como los del Club de los Veintisiete, que merecen idolatría. A nadie se le escatima una buena elegía. 

Ya puestos a oficiar de guardianes devotos de la tradición de honrar fiambres, nos movemos por sitios insospechados para incluir en el panteón familiar de nuestras advocaciones, a personajes ajenos a nuestra propia existencia pero que de venerarlos tanto ya los sentimos como parte de nuestra familia. Así, el insustituible Pedro Infante, el Santo Enmascarado de Plata, Tintán, Selena, Elvis Presley, en fin, todos reciben flores y ofrendas masivas impregnadas en alcohol laureando su recuerdo indeleble.

Allí es donde la circunstancia comienza a ser más especial con el Club de los Veintisiete. Manadas y manadas llegan a en estos días o en otros como onomásticos o aniversarios de la tragedia, a Père-Lachaise en París, por ejemplo, para celebrar ritos que la leyenda urbana califica de inenarrables, en honor del gran Jim Morrison; o se asoman contemplativos al horizonte del Pacífico en Stinson Beach imaginando a Janis Joplin oficiar con su voz inolvidable; o abrevando el poder imaginario de la memoria de Jimmi Hendrix en Greenwod Memorial Park, en Seattle, donde hay quien dice que si se pone mucha atención, se puede escuchar al amanecer una guitarra eléctrica distante que nos hace imaginar ante un sepulcro natural e impresionante, todo lo que nunca fue, pero pudo haber sido.

Twitter: @avillalva_ 

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