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Moonrise Kingdom - Un reino bajo la luna

Diana Miriam Alcántara Meléndez
Diana Miriam Alcántara Meléndez

En cualquier relato cinematográfico importa tanto la historia como el tratamiento que se elige para contarla; es la estructura, el tono, el color de la imagen, la escenografía, los planos y las texturas, por mencionar algunos aspectos, lo que conforma el todo de la película una vez que brinca del papel al formato audiovisual. La idea general es que la historia, ya como filme, ‘viva y respire’ por sí misma, se nutra de cada uno de sus elementos y encuentre una identidad propia; que lo que se cuenta evoque emociones, que lo que se presenta tenga un impacto en el espectador y que las reflexiones que se plantean no pasen desapercibidas.

Wes Anderson es un director que ha sabido darle un sello distintivo a todos sus trabajos, con atmósferas nostálgicas, llenas de una sensibilidad artística que impregnan de un dinamismo casi melódico, sobre conversaciones trascendentales, presentadas a través de metáforas, y en donde los personajes buscan su lugar en el mundo. Moonrise Kingdom o Un reino bajo la luna (EUA, 2012), coescrita por Anderson junto con Roman Coppola, es una historia sobre maduración y crecimiento, en la que los niños de pronto parecen actuar más como adultos que los propios adultos, presentados como seres imperfectos, confundidos a pesar de su experiencia, e incapaces de ser realmente ejemplo a seguir de un grupo de mentes ávidas por la libertad, determinadas a evolucionar, a pesar de los obstáculos de su círculo disfuncional.

Protagonizada por Jared Gilman, Kara Hayward, Edward Norton, Bruce Willis, Bill Murray, Frances McDormand, Tilda Swinton, Jason Schwartzman, Bob Balaban y Harvey Keitel, entre otros, la cinta estuvo nominada al Oscar en la categoría de mejor guión original. La historia se ambienta en 1965 y se centra en la amistad convertida en relación afectuosa entre Sam y Suzy, ambos de 12 años; él, un niño huérfano, ella, la hija mayor dentro de una familia distante, con hermanos menores envueltos en su propio mundo y unos padres sin tacto para relacionarse afectivamente con sus hijos, ni tampoco entre ellos mismos.

A la primera oportunidad, Suzy y Sam huyen juntos, camino hacia un ansiado aislamiento social, producto de un mundo al que no comprenden y con el que no se relacionan, lo que crea una frustración por una falta de contacto humano, lo que sólo encuentran en el otro. Una vez que Randy, el líder del grupo de exploradores al que pertenece Sam, se percata de su desaparición, inicia la búsqueda alrededor de la isla de Nueva Inglaterra donde Suzy vive y los exploradores acampan, ayudado por el capitán de policía local, Sharp, y los padres de Suzy: Laura y Walt.

El escenario puede resultar una peculiar exageración de pronto absurda, pues el viaje de los niños realmente no puede durar sino sólo unos días, pero es una convincente narrativa y, además, la seriedad de sus temas, los conflictos personales y sociales que enuncia, los diálogos que se escuchan, lo que hace que aunque Anderson crea un mundo casi de fantasía (mágico o de cuento), con sus propias reglas, lo que suceda a sus personajes tiene una resonancia trascendente en un espectador que puede identificarse con los sentimientos que llaman a revivir esas experiencias que marcan a las personas: el anhelo por las vivencias, las vicisitudes de la vida que inesperadamente llevan al cambio o la presión hacia el joven al que se le empuja a ‘encajar’, igual que hacia el adulto del que se espera tenga todas las respuestas, pero que en realidad duda y teme tanto o más que esas mentes jóvenes a las que tiene que fungir como mentor, pues sabe bien que las decisiones tienen consecuencias y los desenlaces no siempre son como se espera.

Sam y Suzy, sin embargo, pese a ser rechazados por sus excentricidades, están decididos a asumir con toda seguridad que aquellas ‘rarezas’ que los caracterizan los hacen únicos, en la mejor manera posible, y que su carácter antisocial no es sino una oportunidad de encontrar personas afines con las que se identifiquen. Si hay algo que caracteriza a Suzy es la observación, como capacidad para analizar y reconocer, algo que parece sencillo, pero no lo es, porque no todas las personas tienen la capacidad y la sensibilidad de fijar su atención en los detalles y de ahí deducir explicaciones o formular hipótesis. Esto es especialmente difícil cuando se habla no tanto de identificar detalles en las cosas y los alrededores, sino en las personas y las situaciones. Sus característicos binoculares son una extensión de su ser, ávida por conocer y al tanto de más información y conocimiento del que la gente asume que sabe. Nada hace a alguien más perceptivo del mundo en el que vive, que la habilidad de criticar constructivamente su alrededor. Ella, y en cierta manera Sam, son críticos de la inconformidad que permea, con la que precisamente no se quieren conformar; así pues, juzgan y examinan como forma de rechazar la pasividad, soledad y tristeza rutinaria de los círculos sociales en que se desenvuelven.

Suzy normalmente reacciona más visceral, soñadora, pero ese coraje no es sino su forma de afrontar, o contrarrestar, la vida inmóvil, de una quietud estacionaria, que vive en casa. Sus ideas empatan o se hayan más abiertas a la iniciativa de Sam para descubrir caminos y buscar experiencias nuevas, actitud con la que busca independencia y, al mismo tiempo, configurar una solución posible y viable para un mundo que él mismo se tiene que construir, a raíz del vaivén de casas hogar en las que ha estado, y en las que un casi indiferente sistema y sociedad lo han colocado.

En términos visuales y narrativos el estilizado estilo característico del director le añade a la historia su atinado tono de comedia, y al drama, su necesario contenido analítico. Que Sam huya de su casa de campaña a través de un hoyo que ha tapado ‘para no ser descubierto’, por ejemplo, es de esas rarezas en pantalla que permiten, más allá de la risa, impregnar a los personajes de su característica distintiva, de manera que la acción misma aporta algo a la historia. Si Suzy y Sam quieren casarse (otro ejemplo), la historia no habla tanto del acto como contrato legal [en pantalla eso es lo gracioso de la escena, niños emulando a su manera el mundo adulto que conocen, bajo parámetros de valoración propios de su edad], sino que es una expresión estética de la necesidad de apoyo mutuo, a partir del marcado desencanto que hay con el resto de las personas a su alrededor.

El relato funciona porque cada peculiaridad elegida tiene su función; la música, el color, el ritmo de la edición o los planos simétricos tan característicos de Anderson, todo unido por un halo melancólico que habla de personas que crean un mundo propio para refugiarse del exterior; algo tan literal como alegórico que hacen los personajes principales. El principio parece destinado a la tragedia, tras la crisis existencial de sus protagonistas que los lleva a sentirse rechazados e incomprendidos del todo y por todos, hasta que las variables adyacentes de la vida convergen en un punto de ebullición; aquí, un diluvio por un huracán que obliga a todos a coincidir en la iglesia del pueblo, truncando así los planes de escape de Suzy y Sam, pero abriendo también a raíz de esto una posibilidad de resolución y cambio: Sharp se ofrece para convertirse en tutor legal de Sam, lo que brinda la oportunidad de darle tanto un hogar como la posibilidad de mantenerse cerca de Suzy, en la isla.

La idea en el fondo habla de dar a los niños (adolescentes) el respeto que se merecen, en especial porque, independientemente de su poca experiencia de vida, su visión del mundo tiene su grado de madurez. Cuando Sharp ofrece a Sam una bebida alcohólica, por ejemplo, no es tanto el acto de ofrecer licor a un menor, como sí el hecho de que ésta es la primera vez que un adulto muestra respeto hacia Sam, alguien con sus propia historia, tragedias y cicatrices, que ha sido víctima de un sistema que lo ha tratado más como un objeto que como una persona. Sam, como niño, tiene aún mucho que aprender, y lo hará, si el adulto que lo acoge acepta tomar su papel como educador y guía, para enseñar, pero también para escuchar, que es lo que finalmente Sharp asume con responsabilidad, a diferencia de los padres adoptivos de Sam, e incluso el gobierno encarnado en Servicios Sociales (representado como persona, personaje y organización burocrática).

La cinta bien pudo tratarse de un romance entre adolescentes, que intenta ser impedido por personas que no aceptan la unión o felicidad de sus familiares, conocidos o enemigos, pero es protagonizada por niños, y así, más allá de lo gracioso que pueda desprenderse de la yuxtaposición, la narrativa se permite ahondar en temas como la inocencia y el despertar sexual, la búsqueda por la independencia, la individualidad, la identidad o el deseo de pertenencia.

El viaje para los jóvenes protagonistas es simbólico, el ‘último verano’ antes de tener que dejar atrás esa inocencia infantil para dar paso a la madurez juvenil: las dudas, confusiones, preocupaciones y sinsabores, que de momento no tienen un eco sustancial, porque la vida para Sam y Suzy, desde esa perspectiva llena de posibilidades que les permite su corta edad, les permite también imaginar y soñar; tal vez no medir consecuencias con suficiente madurez, pero por ello también, acertadamente, no limitarse por la imposibilidad o por miedo al fracaso. Hay que apreciar aquello que mueve al joven, adolescente o niño; ese estado natural intrépido que lo anima a seguir porque elige ver el mar de posibilidades, no el mar de derrotas; la aventura como hazaña desde la que se desprenden y crean historias propias, no como un camino que puede o no terminar en decepción. Su huida además realza la propia infelicidad de los adultos a su alrededor, que miran en el hecho la obligación de examinar también su propia vida, en muchos marcada por la soledad.

Tal vez los niños sólo quieren ser adultos, y los adultos desearían poder ser niños otra vez; tal vez la madurez o inmadurez no la marca un número como la edad; y es posible que en toda historia pasada o rememoración de un ayer, la añoranza cree una sombra de melancolía, en cuya emotividad no forzosamente debe haber una pena, pero sí una sensibilidad por el sentir humano, que es justo lo que Anderson logra con su característico sello como director, que planea con detenimiento cada corte, actuación, plano, atmósfera, escenografía, música y trazo, para recordar al espectador que las historias cinematográficas sin relatos ‘de fantasía’, ficticios e imaginados y, en este caso contados desde la perspectiva de unos niños, no por eso son menos reflexivos y resonantes sobre la naturaleza humana. En esta narrativa se explora incluso que los adultos tienen mucho que aprender de los más jóvenes, pues en la cotidianeidad de su existencia olvidan lo que es amar, honrar al otro, sacrificarse, perseguir sueños e incluso luchar por lo que valoran.

Ficha técnica: Moonrise Kingdom - Un reino bajo la luna

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