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La muerte le sienta bien

Diana Miriam Alcántara Meléndez
Diana Miriam Alcántara Meléndez

Las películas de ‘comedia negra’ deben idealmente balancear con tono crítico y humorístico los temas sociales que abordan. Se trata de ahondar con reflexión la opinión a veces satírica, otras sarcástica, pero siempre ácida en la exageración y la burla, de la propuesta audaz a temas como la vida, la muerte, la naturaleza humana o la trascendencia del ser.

Envidia, rivalidad, vanidad, venganza, odio, éxito, fama, avaricia, competitividad o cambio, son sólo algunos de los muchos temas que aborda la película La muerte le sienta bien (EUA, 1992), una historia de comedia negra sobre la obsesión con la juventud y la inmortalidad, y/o las consecuencias de querer quebrantar ‘la ley de la naturaleza’, o ‘el curso natural de la vida’. Escrita por Martin Donovan y David Koepp, y dirigida por Robert Zemeckis, la cinta está protagonizada por Meryl Streep, Goldie Hawn, Bruce Willis e Isabella Rossellini. Trata de dos mujeres que compiten para alcanzar lo que a sus ojos significa éxito y realización; metas que se trazan a partir de la banalidad del ser, la satisfacción inmediata y a corto plazo y la alabanza de la superficialidad como sinónimo de logro; así que compiten, más que entre ellas, contra el mundo y hasta contra sí mismas.

Madeline es una actriz narcisista interesada sólo en la belleza física, el dinero y los lujos, en la auto-celebración y el ‘yo’ por encima de todo; Helen a su vez, una aspirante a escritora, se obsesiona con la idea de que su felicidad sólo llegará si es capaz de pasar por encima de su amiga-enemiga, pues esto significaría que es mejor en todo aquello que la otra valora, especialmente una vez que su prometido, el cirujano plástico Ernest, la abandona para casarse con Madeline.

En el fondo, todos operan en el mundo de las apariencias, según lo plantea significativa y simbólicamente la película. Ernest como cirujano, trabaja profesionalmente en cambiar el físico de la gente, pero mientras que puede otorgar ayuda a aquellos que, por ejemplo, sufren alguna desgracia y necesitan asistencia médica para mejorar su calidad de vida, la imagen del cirujano plástico también puede ser vista como aquella que modifica el físico exterior de alguien cuando está inconforme con su imagen, por mera vanidad. La tragedia aquí es que Ernest inicia como lo primero (ayudar al necesitado) y termina como el segundo (complacer al cliente), por razones de interés, conveniencia, beneficios personales, estatus y dinero, lo que, por razón de un remordimiento de conciencia tardío, eventualmente termina odiando.

Desde que se casó con Madeline, Ernest trabaja como agente ‘resuelve problemas’ dentro del medio del espectáculo, contratado para cubrir las apariencias y esconder la realidad detrás de escándalos, donde su labor es la de ‘preparador de cadáveres’, es decir, se encarga de orquestar cualquier escena trágica para que devele algo ‘aceptable’, que empate con la noción que tienen sus seguidores con la figura pública en cuestión, ocultando la realidad de vida de quien se trate.

La idea de esta ilusión de falsas expectativas es también un tópico constante a lo largo del relato, presente a través de Ernest, pero también de Madeline y Helen. La actriz, presionada por mantener una perfección irreal que además se le exige, específicamente en el terreno físico, según los estándares de belleza del colectivo, siente el peso de la crítica taladrante, ante una necesidad de relevancia y prestigio. Ansiosa por no perder notoriedad, en el colectivo mediático y de imagen pública, y por continuar cosechando halagos pero también oportunidades, ya que se encuentra en un medio que muchas veces sólo acepta un parámetro específico de juventud y belleza, Madeline, movida por ese mundo de banalidades y superficialidad, termina siendo así en su vida cotidiana; casada, por ejemplo, no por amor, sino por cumplir expectativas, con la idea de alcanzar una meta celebrada por los estándares sociales predominantes: el matrimonio ‘feliz’ y ‘perfecto’. Así mismo, añora juventud, belleza, dinero, lujos y bienes materiales, porque eso es lo que el mundo a su alrededor le reconoce y valora, no sus triunfos o capacidades artísticas o intelectuales, sino lo que tiene o no tiene, algo que se extiende más allá del medio del espectáculo.

La historia misma se burla de esto cuando, tras no cumplir con sus planes de matrimonio, Helen termina en un hospital psiquiátrico, incapaz de superar su odio y envidia hacia Madeline, que la ha llevado a auto-devaluarse. Una situación que la película ridiculiza visual y narrativamente al presentar en este punto a una Helen perdida en sus obsesiones, al grado que ha olvidado cuidar de sí misma, con tal de enfocarse en todo lo que está mal a su alrededor. Helen culpa a Madeline de todos sus males, porque es más fácil hacer responsable al otro de errores o caídas, que tomar responsabilidad de sus decisiones y actos. Una actitud simplista e indiferente que representa a aquellas personas que adoptan la desgana y desidia como forma de vida, esperando que el mundo se resuelva solo, antes que esforzarse porque cambie; pero además, emulando a aquellos más preocupados por la desdicha del prójimo que por su propia felicidad, porque se miden en función no de sus propios éxitos, sino de los fracasos de los demás. La meta al parecer no es tener logros, sino que el otro tenga menos que uno. La película plantea así una crítica ácida a la sociedad, pues las protagonistas anhelan lo que el mundo les ha dicho que deben desear; algo así como necesidades inventadas, que responden a intereses económicos, políticos, mercantiles e ideológicos.

Helen logra salir de ese estancamiento cuando se plantea una meta clara que la motiva: vengarse de Madeline. La idea, le dicen sus médicos, es eliminar a Madeline de su vida, pero mientras los profesionistas plantean la propuesta en sentido metafórico, es decir, olvidar, dejar atrás aquello que la estanca, Helen lo toma literal. Su plan es pisotear a la otra, personal y profesionalmente, despertando una envidia que finalmente la deje por encima de su rival y, en su caso, terminar literalmente con su vida. Para ello pretende hacer cómplice a Ernest en la muerte de Madeline, a quien convence fácilmente presionando en sus propias debilidades, entiéndase el resentimiento de él hacia su esposa, a quien asocia con su existencia monótona y vacía, producto de la superficialidad misma del estilo de vida que le rodea, pues Madeline trata a Ernest más como un trofeo que como una persona, o como un empleado no como a un ser amado.

Pero si Ernest está en desdicha, por mucho que la actitud de Madeline sea absorbente e hiriente, su realidad no es sino resultado de su propia vanidad y personalidad superflua, de sus errores de juicio, de su interés convenenciero, de la valoración que en su momento hizo de la imagen apantallante de Madeline, privilegiando dinero, éxito, estatus y demás, por encima de la feliz vida en pareja que tenía con Helen. Su destino profesional y familiar lo definió él con sus decisiones. Culpar a su pareja sólo habla de su propia miseria moral.

Bajo la motivación de las apariencias, no de la sustancia, todos son personajes frívolos, viviendo en el vacío y la superficialidad del mundo trivial que les rodea. El asunto encuentra el punto máximo cuando conocen a Lisle, una misteriosa mujer (para fines narrativos, una bruja) que les ofrece un elixir capaz de otorgar la inmortalidad. La puerta que se les abre genera avaricia y deseo, más que por el hecho de querer una eternidad por delante, para lograr grandes cosas con el tiempo a su favor, por la posibilidad de que esta ‘eterna juventud’ genere la envidia del otro(a) y ‘asegure’ admiración sin fin. La obsesión crece alrededor de la sensación de trascendencia, de la perpetuidad en lugar de la caducidad, de vivir sin morir, de existir por encima del orden establecido, pero además, fundamentada en la vanidad, en la plenitud sólo si es alabado y elogiado, creyendo que se trasciende únicamente si se es famoso y admirado.

La historia misma se ríe de esto cuando propone burlonamente que personalidades históricas del mundo artístico y del espectáculo han tomado el elixir de Lisle, ya sean James Dean, Marilyn Monroe, Elvis Presley o Andy Warhol, por ejemplo, señalando sarcásticamente así la forma como la sociedad se sostiene en una fijación hacia los íconos populares que crea, pues celebra la idea de lo que representaron, no lo que fueron. Y de paso se burla de aquellas leyendas, nacidas de los chismes y los rumores, en el sensacionalismo y la incapacidad de dejar ir el pasado, algo predominante sobre todo en Hollywood, no como ‘meca del cine’ sino como ‘sociedad del espectáculo’, que se rodea de mitos para acrecentar su idealización, aquí apuntando sarcásticamente aquellos nacidos a partir de supuestas muertes fingidas, para alejarse del medio, que es una de las condiciones de Lisle: disfrutar la juventud eterna por 10 años y luego desaparecer del ojo público. ¿Pero de qué les sirve a Madeline y Helen la vida eterna, si sólo podrán ser admiradas por 10 años?, plantea sarcásticamente la película.

La vida eterna no es vida, pero si la mente se centra en la perpetuidad utópica, aleja a su propia consciencia de la realidad presente. La vida son altos y bajos, aciertos pero también desaciertos, caídas y tropiezos, difíciles de superar porque requieren adaptación y capacidad de cambio; y por ello la vida en esfuerzo y compromiso es detestada por el individuo que ansía todo lo bueno, sin el trabajo que hay que realizar para alcanzarlo.

Madeline y Helen asumen, equivocadamente, que el elixir las exime de la responsabilidad de vivir, o la preocupación de sobrevivir. Lisle, que tiene sus propios intereses comerciales en la transacción, convence manipulando astutamente las preocupaciones, debilidades y pasiones del ser, específicamente el aparente control ante la incertidumbre misma (la vida y la muerte en sí). No es que no haya un precio a pagar, aparte del dinero que Lisle pide por compartir la pócima, sino que ese pago simbólico está implícito, pero pasa sin reflexión por la mente en negación: entender que las acciones tienen consecuencias.

Lisle les promete a sus clientes que el elixir es capaz de ralentizar el envejecimiento, pero no les promete una vida eterna sin responsabilidades ni consecuencias, que es algo que Madeline y Helen, envueltas en su propio egocentrismo, no ven. Tan ensimismadas en su propia fantasía ilusoria, terminan matándose mutuamente, incapaces de valorar su propia vida, porque la venganza es más grande, sin reflexionar que cualquier cosa que hagan con su cuerpo, quedará para la eternidad.

Tras la pelea a muerte, con lo que, irónicamente, finalmente se reconcilian, porque para mantener su egoísmo curiosamente se necesitan la una a la otra, el elixir hace lo suyo y reviven, pero su cuerpo ya no es el mismo que antes. Entonces, para ‘arreglar’ un cuello roto, un disparo en el estómago o los golpes y fracturas en todo el cuerpo, necesitan la ayuda de alguien experto en el área: Ernest; primero exigiéndole ayuda, luego negociando y finalmente intentando engañarlo con tomar la pócima, para que continúe restaurándolas en el futuro.

Es Ernest quien finalmente reflexiona respecto a la propuesta que la pócima representa, la vida eterna; una vida sin un fin concreto, sin metas ni objetivo, porque significa una existencia que sin un fin último tampoco tiene un propósito. Ernest se pregunta qué pasará en 5, 10 o 100 años adelante; teme no sólo estar atado a dos mujeres a quienes no les importa, mientras no vean qué sacar a favor de su relación, sino que también calcula las consecuencias que significa un futuro sin sorpresas, compañía o dirección de vida. Ernest se pregunta qué hará si se aburre o se siente solo, si al ver a todos a su alrededor morir, sin poder notar el impacto de su propia vida en ellos, su existencia deja de tener significado. El personaje mira la poción como una maldición, por la soledad y tristeza implícita que significa no tener la opción de dejar una huella relevante en nadie o nada, dado que todo y todos desaparecerán, o morirán, antes que él.

Al final, irónicamente apunta la película, presentando su lección de vida en forma de burla, Ernest rechaza el elixir, se aleja de Madeline y Helen y vive una vida plena; viaja todo lo que puede, ayuda al prójimo a partir de su profesión como siempre quiso, tiene familia, descendencia y envejece en sus propios términos; sigue el curso mismo de la vida: nacer, crecer, reproducirse y morir. Contrario a lo que Madeline y Helen pasan. En esencia, Ernest vive para correr el curso natural de su existencia y trasciende porque su presencia queda implantada en la memoria de aquellos que conoció y con quienes convivió. Por el contrario, Madeline y Helen, que han tenido que cargar con su propio purgatorio, eterno por su propia culpa, se ven obligadas a hacerse compañía a la fuerza, teniendo que reparar su apariencia física solas (una especie de burla a la exageración de las cirugías estéticas), ante la irresponsabilidad de cuidar y vivir para sí, no en función de otros, además de, en este caso tan metafórica como literalmente, dar la vida por sentado. La juventud eterna, la vida sin fin, se expresan así como factores no sólo antinaturales, sino como generadores de efectos nocivos para los mismos seres que la poseen; y de ninguna manera como fuente de felicidad.

Ante la promesa de una vida eterna, ¿qué viene después?, pregunta Ernest. Y aunque la narrativa no ahonda más en ese tema, dado que el desarrollo de personajes e historia quedan en un terreno más bien llano, crítico, pero parco en su narrativa, la lección en sí es concreta: ¿qué hacer con una vida eterna, si el principio mismo elimina la opción de trascendencia? Sin metas que alcanzar, la existencia pierde sentido, y en la inmortalidad, la rutina es un inevitable, al grado que la vida misma deja de sentirse plena.

Ficha técnica: La muerte le sienta bien - Death Becomes Her

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