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La conspiración

Diana Miriam Alcántara Meléndez
Diana Miriam Alcántara Meléndez

En política a veces se trata más de manipulación y estrategia que de principios, honestidad y verdad. Cómo conseguir y retener el poder, antes de qué hacer con él una vez que se obtiene. Según Platón, la política es el arte de gobernar o conducir los asuntos públicos, buscar el bien colectivo para llevar esplendor a la sociedad; pero con el tiempo, dentro del sistema democrático al menos, la política parece haberse reducido a una contienda entre partidos, en un asunto simplemente electoral en busca de cargos y representación, con resultados en votaciones donde el plan de acción menos tiene que ver con el ejercicio de gobernar y más con el cómo influir en los electores para ganar simpatías y, por tanto, el voto. Gustar y emocionar en lugar de razonar y convencer, lo que resulta en líderes formales incapaces de sentir empatía con sus representados y resolver problemas sociales. Las elecciones de todo tipo terminan así en meros espectáculos para las masas y en maniobras para asegurar el respaldo de los grupos de poder e interés que realmente deciden.

Ambientada en la política estadounidense, donde existen dos partidos bien marcados, el Republicano y el Demócrata, se desarrolla la película La conspiración (EUA-Reino Unido, 2000), una historia que, independientemente de las ideologías de estos partidos, habla con su historia sobre el juego de persuasión y manipulación, la percepción social, la imagen pública, las alianzas y los favores como medio para ganar mejores posiciones dentro del gobierno, así como la ética, a veces utilizada como tarjeta comodín para usar según convenga, no según los valores y principios morales. Escrita y dirigida por Rod Laurie, la cinta está protagonizada por Joan Allen, Gary Oldman, Jeff Bridges, Christian Slater, Sam Elliott y William Petersen. Obtuvo además dos nominaciones al Oscar, mejor actriz para Allen y mejor actor de reparto para Bridges.

La trama se centra en Laine Hanson, una Senadora demócrata que el Presidente de Estados Unidos, Jackson Evans, quiere nombrar como su vicepresidente, eligiéndola por encima del candidato más probable, el Gobernador Jack Hathaway, quien cuenta no sólo con el apoyo de su partido, sino incluso del representante republicano Sheldon Runyon, Presidente del Comité Judicial de la Cámara de Representantes, encargados de validar, o no, la nominación para el nombramiento.

Laine es una figura importante por varias razones; primera, su juicio apegado siempre a lo que cree correcto, lo que la hace confiable y no manipulable, porque se mueve no en función de la opinión de otros, o de la indicación de su partido o de sus superiores, sino de sus convicciones. Dos, su propia posición política actual. Hija de un gobernador republicano y ella misma ex miembro de este partido; su afiliación demócrata pero con un pasado en el partido contrario dan la idea de que su postura no puede estar situada ni muy a la derecha ni muy a la izquierda, o lo que es lo mismo, nunca inclinada incondicionalmente a favor de ninguno, lo que crea la ilusión de objetividad y prudencia.

Hathaway entonces se ve implicado en una noticia controversial, al ser testigo de un accidente donde intenta salvar a la mujer que chocó y cayó a un río, no obstante su esfuerzo ella muere en el percance. La percepción social favorable hacia él por el supuesto acto heroico se vuelve uno de los puntos importantes a considerar, lo que el Presidente Evans sabe, pues Hathaway es la figura popular, el candidato ‘obvio’, a quien todos apuestan porque se trata de una figura representativa, simbólica en el cargo, más que alguien que realmente tome las riendas de lo que ser vicepresidente representa, pero el reciente incidente es demasiado conveniente, y si algo es ‘demasiado perfecto’, también levanta sospechas. Como la misma esposa de Hathaway le dice al Gobernador, no importan los logros que haya tenido, las propuestas de iniciativa que haya apoyado o las decisiones acertadas o equivocadas que haya tomado con el paso de los años, su vida personal y profesional ahora será reducida al incidente que resultó en una muerte y esto es lo que verá y pensará el mundo, el colectivo, cuando piense en él.

Una vez que Hathaway es ‘invitado’, entiéndase obligado, a renunciar a la candidatura, el plan de acción de sus seguidores es irse en contra de Laine, a quien Evans la elige oficialmente para el puesto de vicepresidente, una decisión también teñida por los propios intereses políticos, personales y de percepción social del propio Presidente, que decide motivado en parte por lo que pretende sea su ‘legado político’, específicamente hablando, colocar a una mujer en el puesto, algo hasta entonces sin precedentes.

Laine parece tener las mejores credenciales como candidata, así que la estrategia de sus detractores no es juzgarla ni por su capacidad de mando ni por su trayectoria política, sino por el hecho de ser mujer. Discriminándola por su género, Runyon, que apuesta más por Hathaway porque lo conoce, desde su postura hasta sus vicios, ambiciones y el perfil de sus decisiones, inicia una campaña de difamación contra Laine, todo con tal de desacreditarla y así frenar su nominación, para lo que opta por alianzas estratégicas, favores bien calculados y un plan para implantar la duda con acusaciones inventadas.

En lugar de atacar directamente, Runyon opta por hacerlo indirecto, para lavarse las manos, plantando la idea de un escándalo sexual que no trae él a la luz, sino que se “filtra” a los medios de comunicación, en donde los rumores, interpretaciones y silencios en la historia dan forma para que las acusaciones públicas crezcan solas, como bolas de nieve. Después, en lugar de traer el tema él mismo a la mesa, durante las audiencias de investigación para la nominación, planta la inquietud en el resto de los jurados, para que sean ellos quienes cuestionen a Laine al respecto, de modo que, frente a todos, parezca que Runyon es imparcial; cuando en realidad tras bambalinas es él quien maneja los hilos de la manipulación política.

El escándalo sexual para atacar a Laine es además cuidadosamente pensado, precisamente para aprovechar la postura sexista y conservadora que permea en la política, el gobierno, el ojo público y la cultura social en general. Con testimonios que acusan en base al rumor y no en hechos verificados o comprobables, Laine es señalada de haber participado en actos sexuales ilícitos durante sus años universitarios. El sólo hecho de haber estado presente en una fiesta, calificada como libertina, ya le gana miradas juiciosas y severas de parte de los más conservadores y puritanos, pero lanzar la pregunta de si Laine realizó favores sexuales a cambio de dinero, plantea de paso la imagen de una violación a la ley, lo que tacha su hasta ahora ‘impecable historial’, dejando un antecedente de ‘delito’, o al menos, la idea de él.

Laine sabe que todo por lo que se le acusa es fabricado y que la gente que asegura ser testigo en realidad es porque en su momento creyó los rumores que circularon en el campus universitario, lo que ya dice mucho no sólo del rumor como práctica social nociva, sino de la forma como la sociedad elige creer lo que se repite, tenga o no fundamento, por el mero morbo escandaloso de lo que se dice, o porque es más fácil repetir que cuestionar lo que la mayoría acepta como verdadero. Sin embargo, en lugar de negarlo, como su esposo, consejeros y hasta el Presidente le insisten, Laine opta por no prestar más atención a las acusaciones, no responder, bajo la lógica de que, al hacerlo, dará más importancia a las falsas acusaciones, es validar al que acusa, aceptarlo como interlocutor. En su forma de ver, tan sólo negarlo es justificar que está bien preguntar, que es legítimo, cuando no es así, porque su vida privada nada tiene que ver con su papel como política y posible futura vicepresidente. En esencia ella reivindica el derecho a la privacidad, a su intimidad en asuntos de preferencia y gusto sexual, a tener una vida personal más allá de su actividad política. Ese es el verdadero debate. Entrar en aclaraciones innecesarias es caer en el juego del golpe bajo y la política denigrante del ser humano.

La estrategia de Runyon es clara y destructiva: no importa si Laine hizo algo o no, lo que importa es que la gente ‘piense’ que hizo algo ‘malo’, o cuestionable, para que comience a poner en duda todo sobre su persona, incluyendo su labor política. Laine intenta no caer en la trampa de negar el supuesto delito, pues de hacerlo, parecerá entonces que el rumor de la fiesta es verdad; pero por más que evita reaccionar directamente a las palabras que se avientan como lanzas, no contestar también hace que muchos la asuman culpable, desafiando de paso ese criterio que dicta que ‘toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario’, especialmente cuando, como en este caso, no hay evidencia real que indique culpabilidad.

Runyon repudia en parte a Laine porque considera que ha cometido una deslealtad: abandonar el partido que la formó para elegir acoger las ideas de la oposición (política), pero además, el republicano ve en esto un ejemplo de ‘liberalismo’ que desaprueba. Su razonamiento tiene lógica, conforme a sus propios principios, pero es atacar deslealmente lo que hace que se contradiga a sí mismo, demostrando que más que valores y principios, lo que lo mueve es el impulso temperamental, la venganza y el deseo de control.

Más importante aún es que, en más de una ocasión, parece que Runyon rechaza a Laine sólo porque ella es mujer, y busca cómo provocar para avergonzarla, utilizando la discriminación de género para lograrlo. Por ejemplo, además del escándalo falso en que la envuelve, Runyon cuestiona la posición de Laine respecto a temas como el aborto, un tópico siempre controversial por su propia naturaleza; o su voto a favor por la impugnación al Presidente Clinton (en 1998 el Presidente de Estados Unidos Bill Clinton se vio envuelto en un escándalo sexual, de abuso de poder, que el personaje de Laine condena, señalando que aunque se trate del Presidente, debe asumir su responsabilidad y consecuencias de sus acciones).

Eventualmente Runyon presiona yendo incluso más lejos y pone en duda la capacidad de Laine para mantener su responsabilidad en las labores de vicepresidente, si fuera electa para el cargo, en el supuesto de tener un hijo durante ese periodo. La pregunta es un mero acto para provocar, para cuestionar no a Laine como intelectual, política, Senadora o estratega, sino a Laine como mujer, y en extensión a todas las mujeres, develando el trasfondo misógino y sexista, nunca abierto realmente al debate: acusa pues por el mero hecho de querer hacerlo, discriminando.

En más de una ocasión Laine hace evidente la doble moral con que se le trata, revelando la desigualdad que se usa como arma. Ella acertadamente señala que si fuera hombre nadie cuestionaría o indagaría sobre su pasado, ni su vida sexual, ni tampoco nadie haría preguntas como esa, sobre tener o no tener hijos, sobre ser padre, o sobre practicar con su pareja el control natal. El absurdo en juego, que de momento nadie se atreve a cuestionar, es el acto de criticar a Laine por algo que no ha hecho, pero que al mismo tiempo revela la diferenciación que se hace del hombre y la mujer, en este caso en la política, terreno donde es evidente la inequidad y desigualdad, el juego sucio, las complicidades, pero que es ejemplo de una realidad de vida en otras áreas dentro del espectro social, donde la discriminación se hace cotidiana. ¿Se le pregunta a un candidato varón qué haría y cómo cumpliría con su cargo, en caso de convertirse en padre durante su periodo en un puesto público? Y la cuestión finalmente no es que deba preguntársele, ‘para ser equitativos’ (malentendiendo el principio), sino que la pregunta en sí, para cualquiera, hombre o mujer, está fuera de lugar.

Al final, ninguno de estos políticos es mejor o peor que el otro, todos se mueven por la cruel realidad de competencia, deslealtad, manipulación y conveniencia dentro del mundo en que se desenvuelven. La política se expresa no como una virtud pública para conducir por el mejor camino los asuntos sociales, sino como una red de intereses individuales guiados por la acumulación de poder y de dinero, entramado social caracterizado por manipulación, apariencias, engaños, traición y doble discurso. Hathaway, por ejemplo, fingió el accidente automovilístico para ganar popularidad, pero no planeaba que la mujer que contrató falleciera encerrada en su vehículo; Runyon por su parte se mueve con implacable estrategia de manipulación, sustentada en la difamación, velando por sus propios intereses de poder, creyendo que hace lo correcto, según las reglas (conservadoras) en las que fue educado; Evans elige y se mueve en favor de un cambio trascendental, que en parte decide más por la imagen pública que por la convicción de creer en la huella histórica que deja, pero incluso actúa desde la pirámide del poder presidencial amenazando en forma velada, ocultando intenciones, engañando con falsas promesas; y Laine misma se apega a sus principios, esperando que la verdad encuentre el camino, pero dejando a su paso varios terceros afectados por la propia posición que asume, mantenerse siempre al centro, sin inclinarse hacia uno u otro lado de la balanza.

La idea de todo esto, eje central de la historia, es que en política todas estas dinámicas, estrategias, movimientos y decisiones son parte de la realidad de cada día, donde el proceso entre partes, el proceso político, no tiene ya casi nada que ver con gobernar según los intereses de la comunidad, sino con artimañas como los escándalos, los juicios, prejuicios, rumores y difamaciones, la presión entre fuerzas de poder, las alianzas pasajeras según conveniencias y la realidad de que, atenerse a la verdad y a la justicia, a veces es peor que no hacerlo, como modo cotidiano y natural de vida. Como siempre, la realidad supera a la ficción, pero la ficción se basa siempre en una o muchas realidades.

Ficha técnica: La conspiración - The Contender

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