
“Las cosas no cambian; cambiamos nosotros”, señala una frase del escritor, poeta y filósofo Henry David Thoreau (1817-1862). Sus palabras hablan de un mundo en movimiento, de la importancia y necesidad de adaptarse, evolucionar e incluso de que progreso y crecimiento no se miden en función de los demás, sino de uno mismo, de tal forma que si las cosas no cambian como esperamos es porque no nos esforzamos lo suficiente, ni en la línea correcta, o bien, porque no comprendemos las circunstancias cambiantes a nuestro alrededor.
Estas son algunas de las ideas que plantea la película La última gran actuación, o The Last Showgirl (EUA, 2024), dirigida por Gia Coppola, escrita por Kate Gersten y protagonizada por Pamela Anderson, Jamie Lee Curtis, Billie Lourd, Dave Bautista, Kiernan Shipka, Brenda Song y Jason Schwartzman. La historia sigue a Shelly, una mujer de 57 años que lleva los últimos 38 trabajando como bailarina en un espectáculo llamado ‘Le Razzle Dazzle’ en un casino de Las Vegas. Su vida entera gira en torno a esto, a ser tiempo completo una ‘showgirl’, que es como se les denomina a las bailarinas de un show teatral donde el énfasis recae en mostrar los atributos físicos de las intérpretes, a menudo vestidas con poca ropa o atuendos que explícitamente acentúen su desnudez.
Debido a que Shelly lo ha dado todo por Le Razzle Dazzle por más de la mitad de su vida, dejó atrás toda oportunidad de crecimiento, sea personal, profesional, social y hasta familiar, todo con tal de ser parte de un espectáculo que la hace sentir bien consigo misma y aparentemente feliz. Todo cambia cuando se ve obligada a replantear sus decisiones, esas que moldearon su pasado y todavía dan forma a su futuro, una vez que se le informa que el casino cancelará definitivamente el show en el que participa, para ser sustituido por un circo burlesque que ha demostrado tener mayor éxito, apoderándose del escenario, hasta ahora alternando ambos espectáculos.
El desplazamiento, simbólico y literal, lanza a Shelly a una crisis, ya que el hecho de ser sustituida por una presencia más novedosa y moderna la hace sentir fracasada. Lo que no quiere ver es que si las cosas no cambian el individuo se estanca. Shelly insiste que el show es un clásico, como si eso significara tener un valor histórico único insubstituible; sin embargo, aunque sea cierto en parte, otros asumen el calificativo como sinónimo de anticuado, antiguo u obsoleto; por tanto, para mantenerse relevante, necesita ser renovado y actualizado.
El espectador quiere nuevas ideas, nuevas propuestas, también intérpretes más jóvenes y conceptos más osados, que se adecúen a la forma de pensar actual, no a la de hace 30 años o más. Proceso de reajuste y reinvención que es normal y necesario, que sucede en todo aspecto de la vida: en las personas, las ideas, los empleos, la cultura, las leyes, la tecnología, los procesos y mecanismos de producción, en la sociedad misma. “Renovarse o morir”, dice una frase popular que señala que los pilares de supervivencia, evolución y progreso son la adaptación y la reinvención.
Para Shelly este reajuste significa un reto, pero uno que se niega a enfrentar porque no está segura de ser capaz de superarlo. Desde su perspectiva, al dar por concluida una puesta en escena como Le Razzle Dazzle, es como darla por terminada también a ella; así que calificar el espectáculo como ‘viejo’, es como si a ella también se le viera así, alguien del pasado, a quien es momento de olvidar y reemplazar. La triste realidad no sólo recae en la imposibilidad de Shelly de aceptarse y abrazar el punto de vida en el que se encuentra, es también reconocer que en el mundo artístico en el que se desenvuelve las cosas son de esta manera, medios en los que la obsesión con la juventud y la belleza es tan grande que se vuelve insana, en que se castiga y repele el envejecimiento, como si no fuera algo natural, bello y humano, sino maligno, trágico y reprobable.
Shelly es, en este contexto, una veterana, que puede ser celebrada por su experiencia y conocimiento, pero también rechazada por las mismas razones. Lo preocupante es que es así para todas las personas, sujetas a una sociedad que determina función y funcionalidad, productividad y progreso a partir de un número: la edad, y que por ende trata, rechaza, discrimina, excluye o incluye, a partir de variables banales, sin tomar en cuenta qué puede hacer o qué tanto conoce y es capaz una persona, para, en cambio, juzgarla a partir de cómo luce y se ve físicamente, para explotarla por su belleza y juventud, ignorando experiencia y saberes.
Productividad, ganancia, explotación. Los dueños de los casinos en Las Vegas, así como los dueños de empresas, espectáculos de entretenimiento y productos vendibles de cualquier tipo, quieren éxitos, atractivo y fascinación, porque finalmente se mueven en función de la fama, el renombre y el dinero. Si los espectáculos que ofrecen se estancan, si ya no destacan o si son percibidos como algo del pasado, el público deja de interesarse en ellos y la ganancia disminuye. Es cuando es momento de desechar e intentar algo nuevo.
En forma de analogía, para Shelly es lo mismo; si es ella quien se estanca al no poder adaptarse a los cambios, tampoco puede avanzar e inevitablemente es olvidada. Le sucede a su mejor amiga, Annette, antes una bailarina aclamada, ahora una servidora de cocteles, atrapada en una rutina sin futuro, sin espacio para ser algo más, ganar más dinero o mejorar en cualquier sentido, constantemente relegada en favor de jovencitas más capaces y dispuestas. Lo curioso es que, ¿no es ésta la historia de la humanidad? Adaptación y cambio, sí, pero también un ciclo de vida que implica primero transformación, después reemplazo y eventualmente olvido. También una incorrecta falta de valoración del pasado, la historia, la experiencia y la vejez.
El verdadero problema para Shelly es negarse a cambiar. Lleva 30 años haciendo lo mismo, por lo que, cuando se modifican circunstancias y la dinámica a su alrededor, entra en conflicto y no sabe qué hacer. ¿Qué tiene que ofrecerle al mundo después de estar tantos años en el mismo lugar, bajo la misma esfera cíclica y sin intención, ambición, interés o necesidad de ser diferente? Tal vez una pregunta más importante es por qué Shelly no quiere cambiar; a qué le teme o qué tan insegura está de sí misma como para preferir ser siempre la misma en lugar de arriesgarse por algo más.
Sus amigas y compañeras de elenco, Jodie y Mary-Anne, ambas mucho más jóvenes que ella, la miran como la experimentada, aunque como una variable fija y estática, de la que hay mucho que aprender pero que es incapaz de hacer algo más para sí misma; de manera que tener experiencia puede ser visto como sabiduría y crecimiento, pero también como un camino terminado, cerrado, que ya no puede aportar nada nuevo.
Es lo que pasa con Shelly, se deja llevar por la inercia, no se renueva ni busca oportunidades porque se siente cómoda donde está, porque sabe que esas cuatro paredes en las que vive se han convertido en su burbuja de bienestar, en donde no hay más esfuerzo porque no lo requiere, aunque al mismo tiempo eso significa que tampoco hay más crecimiento personal, ni social, ni laboral ni de ningún tipo.
Hasta ahora su limitada realidad había funcionado, cubriendo necesidades básicas, aunque sacrificando aquello que demandaba cambio, uno en especial que decidió no asumir, o que asumió delegando responsabilidades: su hija Hannah, a quien negligentemente atendió, hasta que la llevó a vivir con otros familiares, asegurando que era lo mejor para ambas, pero más bien anteponiendo sus intereses personales a su rol como madre y lo que formar una familia significaba, incluyendo sacrificios, restructuración de prioridades y compromiso.
Al reencontrarse ahora con Hannah y sabiendo que el empleo que antepuso sobre su hija está a punto de darle una conclusión forzada a esta etapa de su vida, Shelly no tiene otra que enfrentar esas decisiones pasadas, marcadamente en su relación con Hannah, quien ve a su madre como una extraña, distante, porque su relación nunca ha sido estrecha, ni constante, ni significativa.
Hannah está a punto de graduarse, en busca de definir su propio camino, presionada por inclinarse por una profesión que pueda potencialmente asegurarle un futuro laboral estable. El problema es que nadie puede realmente garantizarle esto, porque variables como preparación, oportunidades, desempeño y contexto entran en juego; pero además, el detalle está en que Hannah misma no está interesada en lo que le sugieren ‘debe’ estudiar, prefiriendo en su lugar un área más artística como la fotografía, que sí le apasiona pero que es, quizá erróneamente, calificada como ‘fácil’, poco importante y poco redituable. Hacer lo que quiere frente a lo que debe se vuelven dos opuestos que aparentemente no tienen conciliación, pues se perciben antagónicos no como complementarios.
Ambas perspectivas no obstante tienen su grado de verdad; por un lado, sopesar posibilidades con viabilidad, que es lo que se le sugiere a Hannah, es encontrar algo que le interese pero que también tenga un campo laboral abierto al crecimiento, en especial el económico. Por otra parte, el argumento de Shelly también es muy válido: “Cuando tu vocación está ahí, esperándote, el dinero no mejora un trabajo aburrido”, dice, hablando de que encontrar aquello que nos apasiona es parte importante para encontrar plenitud y satisfacción, porque de lo contrario no hay realización personal.
Sin más experiencia que su propia historia como bailarina, considerándose a sí misma ejemplo de éxito dentro de un contexto que califica como creativo y artístico, comparando con lo que le interesa a Hannah, la fotografía, Shelly invita a su hija a ver por primera vez el espectáculo del casino, guiándose por la idea de que, como ella, hacer algo que le gusta y la hace sentir bien es lo más importa en la vida. “Hacer un trabajo que no amas, eso es lo difícil”, insiste Shelly.
Lo que Hannah eventualmente entiende es que a pesar de sus buenas intenciones, Shelly nunca ha sido realista, tampoco objetiva. Soñar no está mal, pero aterrizar los sueños también es importante. Lo dimensiona mejor luego de aceptar la invitación de su madre para ver el espectáculo Le Razzle Dazzle.
Al percibir que la coreografía es sólo un pretexto y el espectáculo una excusa para su madre por verse día a día bajo los reflectores, Hannah inevitablemente le reclama a Shelly las decisiones que tomó en el pasado y cuyo efecto todavía arrastra en el presente, preguntándose y preguntándole por qué habría elegido una vida así, exponiendo su cuerpo ante los ojos de gente que no conoce, a cambio de admiración momentánea, en lugar de elegirla a ella y la posibilidad de una vida en familia, con una relación madre e hija verdaderamente afectiva.
Evidentemente, Hannah y Shelly no ven las cosas desde la misma perspectiva. La primera resiente a la mujer que considera la abandonó en favor de aplausos que no son más que instantes banales que glorifican el físico de la mujer, dentro de las paredes de la superficialidad, la cosificación y la fama efímera, nunca celebrando el arte, la danza o a la mujer misma, sino convirtiéndola en un fetiche morboso, casi denigrante.
Para Shelly es lo contrario, Le Razzle Dazzle es un camino hacia el aprecio y el reconocimiento que, no obstante, concibe con base en, precisamente, lo que Hannah señala, es decir, recibir atención a cualquier precio, vendiendo su cuerpo y, de alguna forma, vendiéndose ella. “Me encanta el show, lo amo. Ahí me siento bien conmigo misma […] Los trajes, los escenarios, estar bajo las luces noche tras noche. Sentirme bien, sentirme hermosa. Eso es poderoso. Y no me imagino mi vida sin ello”, explica Shelly y su opinión es válida; su error, si lo hay, es convertir eso en la única medida para su autovaloración.
No está ‘mal’ que busque atención, no está ‘mal’ que se sienta bella y apreciada cuando alguien la ve, literal y simbólicamente hablando, ni siquiera está ‘mal’ que se dedique a lo que se dedica, que baile como baila y que lo haga con la cantidad de ropa y tipo de vestuario que elija, mientras esto la haga feliz; lo equivocado consiste en que se valore siempre en función de otros, a partir de aspectos superficiales, insulsos, no con factores que expresen su esencia como ser humano. Shelly siente un vacío y lo llena a partir de lo que cree es la aprobación de otros.
En el fondo no se traza metas porque no tiene aspiraciones ni sabe lo que quiere, no tiene parámetros de auto-realización, felicidad o plenitud porque se ha conformado con vivir del aplauso que considera validación, cuando en realidad no es más que una reacción social dirigida al espectáculo o a la puesta en escena, no a ella. Shelly no tiene los pies en la tierra, más bien sueña despierta, sin descifrar que el mundo a su alrededor y la gente en él cambian constantemente; ella tendría que hacer lo mismo pero no lo sabe. Su felicidad está ligada a la nostalgia y es incapaz de existir fuera de esa realidad; incapaz sobre todo de darse cuenta que ella misma ya no es lo que era y, por lo tanto, no puede seguir pretendiendo que es así.
Tampoco acepta que es reemplazable, que si una bailarina deja el espectáculo o si una joven deja la ciudad, alguien más llegará a tomar su lugar, alguien más joven, talentosa, entusiasta y motivada; una realidad cruel pero constante. Mary-Anne se queja de que una vez que tiene que salir a buscar otro empleo, los productores le dicen que ya es demasiado ‘grande’, aunque apenas tenga 30 años de edad. Esa es la lamentable realidad del mundo del espectáculo, nuevo y novedoso, lo que significa que o se adapta uno al cambio o se es reemplazado. Lo que no se añade es que, eventualmente, todo y todos seremos desplazados.
“Soy mayor que tú. No vieja”, se queja Shelly al hablar con Jodie, aunque el relevo generacional sea inevitable y probablemente marcado por la discriminación. Shelly no es vieja, sólo es mayor que las demás; desgraciadamente este es un mundo donde las oportunidades suelen estar ligadas a la juventud y la belleza, juzgando, particularmente a las mujeres, a partir de esos parámetros.
¿Qué pasa cuando juventud y belleza se acaban? El resultado son personas e historias como la de Shelly, existiendo de percepciones, espejismos, autoengaño, mentiras, autoexplotación y el sacrificio en todo sentido, convenciéndose de que es lo necesario, lo correcto, lo normal para ser feliz o para triunfar.
Para las otras bailarinas Le Razzle Dazzle es un trabajo, para Shelly es su identidad. Cuando la cortina se cierra y el show acaba, no puede sino preguntarse si valió la pena y, más que nada, preguntarse quién es ella más allá de ese molde autoimpuesto. Shelly se quiebra cuando enfrenta la realidad, la burbuja se rompe y le hacen ver que su vida fue producto de las vicisitudes, pues su belleza y juventud era lo que la gente quería ver y aplaudir hace 30 años. Reclama saberse y sentirse todavía bella, pero el mundo a su alrededor, que se guía bajo parámetros banales de apreciación, ya no lo ve así.
En retrospectiva, Shelly sacrificó todo por perseguir sus sueños, convencida de que eso era más importante que cualquier otra cosa, y lo era, simplemente no supo cómo balancear esto con los otros aspectos de su vida, roles como el de madre, novia, esposa, pareja, amiga, mentora y bailarina. Al final parece que Shelly sacrificó todo por nada y eso es lo que le queda. Este es un temor que experimenta cualquier persona, sobre todo mujeres: con el tiempo y a pesar de los sacrificios, terminar sintiéndose irrelevante.
Ficha técnica: La última gran actuación - The Last Showgirl