“El arte no cambia nada, el arte te cambia a ti.”
David Lynch
Estás en la estación de tren central de Berlín, Alemania, un edificio construido de vidrio y acero en una perfecta sincronía, una mole funcional de cinco niveles que gestiona 1800 trenes cada día y que mueve a 350,000 personas en ese espacio de tiempo. Una eficiente maravilla de la ingeniería alemana, la estación central es un núcleo de conectividad; es como si fuera el corazón de la ciudad, con gente entrando y saliendo de ella en todo momento, como si cada llegada y salida fuera un latido bombeando las historias que nutren a este pueblo.
Estudias la ruta que te llevará a tu hospedaje; las señales son claras, aunque tu alemán sea nulo. Te subes a tu tren y observas a las personas. Te llama la atención la cantidad de personas asexuadas, andróginas, de vestir extravagante, que nadie, excepto tú, parece notar. Muchos jóvenes, chicos en sus treintas; no hay niños ni tampoco viejos, excepto otra vez tú. Todas las personas miran su celular, abstraídas en la realidad que algún productor de contenido les presenta; algunos otros miran un punto en el infinito de sus zapatos, igual, ausentes en imágenes pasadas o futuras. Lejos del ahora, nuestro momento, que debiera ser el más importante. Cuerpos presentes, conciencias ausentes.
Preparas la mochila para caminar, los pueblos se conocen caminando. Berlín es una ciudad que parece vivir en una dualidad estética, que pasa de los parques y edificios perfectos a las calles y muros grafitados, expresiones artísticas que cuentan una historia desde páginas y perspectivas no oficiales. El orden y el desorden, la dualidad coexiste como esa etapa negra de su historia, el este y el oeste.
Pasas del este al oeste y viceversa en repetidas ocasiones. Los semáforos peatonales lo delatan: el Ampelmännchen del Este, con su simpático sombrerito, parece saludarme como un viejo amigo, mientras del otro lado el semáforo carga un diseño occidental, más genérico, más global.
Caminar por Berlín es caminar sobre cicatrices. Las calles no sólo crujen con el peso de la historia, sino que gritan, ríen, sangran y sueñan en murales. La ciudad es un museo al aire libre, donde el arte no espera tu permiso para interrumpirte: aparece en muros partidos, en túneles oscuros, en fachadas olvidadas. Berlín no cubre sus heridas, las colorea.
Caminas por Kreuzberg una mañana nublada y en cada esquina te sorprende una imagen que no se parece a la anterior: un rostro indígena que me mira con tristeza, un astronauta flotando en una pared como si el muro fuera el espacio mismo, un hombre sin boca, dibujado en blanco y negro, como un testigo mudo de todo lo que las sociedades callan y, en su silencio, avalan.
Aquí el arte callejero no es rebeldía vacía ni ornamento turístico; es testimonio. Nació como susurro en los años 70, pero fue en los 80, cuando el Muro aún partía la ciudad, que floreció como protesta. El lado occidental del Muro, el lado que podía ser visto sin morir, se convirtió en lienzo para la ira, la esperanza, la ironía y el duelo. Cuando el Muro cayó en el 89, el arte no cesó. Al contrario: se multiplicó. Como si la ciudad hubiera descubierto que no podía vivir sin hablar.
Hoy, se cuentan más de 10,000 obras de arte callejero en Berlín. La cifra es inexacta, porque cada día nace algo nuevo, y cada noche puede morir una obra tapada por otra, o arrancada por un político que no soporta ser caricatura. Las más famosas se encuentran en la East Side Gallery, el tramo de muro de 1.3 kilómetros que aún permanece en pie como galería a cielo abierto. Allí están los besos que incomodan, como el de Brezhnev y Honecker, los gritos que nadie quiere recordar, los colores que no encajan en ninguna bandera.
Los temas son muchísimos. Se identifica una necesidad social de expresión: hay memoria del holocausto, crítica al capitalismo, amor queer, denuncias raciales, sueños anarquistas, homenajes a Palestina, Ucrania, Kurdistán. También hay humor, ternura, psicodelia. Berlín no tiene una sola voz. Tiene miles, y todas pintan.
En tu caminata encuentras, en muchos lugares, placas metálicas diminutas incrustadas en el piso, con nombres de personas. Representan el lugar donde fueron extraídas; te paras sobre cinco nombres, los lees, una familia. El peso de las placas lo sientes bajo tus pies, es un vector de fuerza que desafía al de la gravedad y que te empuja reclamando tu atención consciente, te pide que imagines lo que vivieron, que lo recuerdes como si te hubiera pasado a ti, y sobre todo, que no lo olvides.
Tus pasos te llevan al monumento del Holocausto. No hay puertas, no hay placas explicativas, no hay guía. Sólo bloques de concreto, grises y mudos, 2,711 en total. Todos iguales, pero diferentes. Como tumbas sin nombre, o como pensamientos que se alzan sobre la horizontal, que se repiten, hasta que desorientan.
Al principio, los bloques son bajos, apenas te llegan a la rodilla. Pero conforme avanzas, el suelo se hunde y los monolitos te rodean. Uno a uno se alzan por encima de ti, hasta que solo ves concreto. Frío. Sombra. Te conviertes en algo pequeño, que camina entre la geometría propuesta.
La estética es brutal precisamente por su peso y sobriedad. No hay una imagen, no hay una cruz, no hay una estrella. Solo bloques, como pensamientos que se niegan a desaparecer. Este lugar susurra quedo. Pero sin duda lo escuchas.
Caminé entre ellos como quien camina dentro de un pensamiento oscuro. Un pensamiento que no te pertenece, pero del cual no puedes salir. Porque el Holocausto no es una tragedia de judíos, es una tragedia de la humanidad.
Cuando salí de entre los bloques, respiré. No sé si con alivio o con vergüenza. Porque entre los pasillos de concreto sentí que, de algún modo, todos llevamos dentro la capacidad de ser víctimas o verdugos. Y que recordarlo, caminarlo, nombrarlo… es quizá lo único que puede impedir que vuelva a suceder.
La historia de vergüenza no se borra con las mentiras de un discurso presidencial o con una campaña mediática de “Dont Look Up”. Los pueblos inteligentes la reconocen, hacen monumentos, cargan con ella como se carga una mochila vieja, ya rota, pero necesaria. La aceptan con todas sus consecuencias y trabajan para escribir otros capítulos más luminosos de los cuales habrán de enorgullecerse algún día.