
Una de las funciones de los medios de comunicación es informar, pero, aunque parezca implícito, debe recalcarse que su obligación es hacerlo con responsabilidad, lo que implica ética, consciencia social, respeto a las normas jurídicas y con entendimiento de las implicaciones directas e indirectas de la información y los involucrados. Es decir, los hechos son datos, pero todo lo que les rodea puede teñirse de interpretación, manipulación o hasta desinformación, por lo cual requieren ser corroborados y cotejados con otra información disponible, según la forma cómo, cuándo y dónde se presente.
El poder detrás del ‘cuarto poder’, que es como se le denomina a la prensa, es relevante dada la influencia que tiene en la opinión pública, pero también respecto a cómo moldea el rumbo de las historias o la noticia misma. Todo en la ecuación tiene mucho que ver con el resultado, tanto para el que escribe como para el que lee; al igual que la intención del escrito, el eco del mensaje, tal vez el propósito o interés de la fuente de información y, finalmente el rumbo, desenvolvimiento, recepción y seguimiento de lo que se comunica.
Respecto a ello reflexiona la película Ausencia de malicia (EUA, 1981), escrita por Kurt Luedtke y David Rayfiel, dirigida por Sydney Pollack y protagonizada por Paul Newman, Sally Field, Bob Balaban, Melinda Dillon, Barry Primus, Don Hood y Wilford Brimley. Estuvo nominada a tres premios Oscar en las categorías de mejor actor (Newman), actriz de reparto (Dillon) y guión original. El título se refiere a un término utilizado como muletilla dentro del periodismo, en relación a una noticia que puede o no ser verdadera y, por ende, dañar a terceros; justificación de que si se informa, se hace sin la intención de dañar o perjudicar.
La narrativa de la película se centra en la periodista Megan Carter, primeriza y ambiciosa profesionista que es manipulada por un abogado de la policía para filtrar información falsa sobre una investigación relacionada con el asesinato de un líder sindical. Sin pistas concretas para avanzar su caso, pero convencido de que Michael Gallagher, hijo de un jefe fallecido de la mafia, tiene algo que ver, el abogado Elliott Rosen avisa indirectamente a Megan que Michael, un comerciante que no tiene ninguna relación conocida con el crimen organizado, está señalado como sospechoso.
Sin verificar la información, corroborar la fuente o confirmar que los datos tengan validez o no, Megan publica la historia en el periódico en que trabaja, editando el contenido de una forma sensacionalista para hacer la noticia atractiva y escandalosa, precisamente aprovechando que nada de lo que tiene a la mano es absolutamente certero. En consecuencia, Michael inmediatamente es señalado por la fiscalía, tal cual era el objetivo de Rosen, quedando también en la mira de los líderes sindicales que, ante el rumor incierto, descaradamente plantado pero que la prensa asegura verdadero, comienzan a desconfiar y, eventualmente, acusar sin argumentos a Gallagher como asesino.
La información falsa que Megan propaga tiene implicaciones todavía más amplias, afectando a terceros que no tienen nada que ver con lo sucedido. Específicamente, el negocio de Gallagher se hunde debido a que sus trabajadores son amenazados para dejar de servirle o serán expulsados de su sindicato; y más relevante aún, el suicidio de Teresa Perone, amiga de Michael, quien en busca de protegerlo, pues aquel calla la verdad que fácilmente lo exoneraría con tal de salvaguardarla a ella, confiesa que Michael es inocente porque el día del asesinato estaba su lado, como apoyo moral, mientras ella se encontraba en una clínica fuera de la ciudad para un aborto.
Por segunda ocasión, Megan se inclina por el amarillismo y la primicia sin considerar las consecuencias de la información y cómo puede ser fácilmente sacada de contexto, malinterpretada o equivocadamente asimilada. Megan publica lo que sabe, sin contrastar los datos y a pesar de que Teresa le había pedido discreción y anonimato dado que, proveniente de una familia devotamente católica, de hacerse público su secreto ella caería en desgracia.
A pesar de las buenas intenciones de Teresa, su objetivo de limpiar el nombre de Michael no se cumple, pues erra en confiar en un periodista que no tiene la mínima lealtad hacia nadie, toda vez que su objetivo primordial es vender alimentando el morbo del lector. Megan quiere escribir todo lo que pulula a su alrededor creyendo que la meta del periodista es esa: cantidad, contenido y palabras vacías, cuando en realidad se trata de investigar, discernir, conocer, sopesar, cuestionar, estructurar, dialogar, contrastar, comunicar y descifrar todo lo que oye, lee, aprende, piensa y considera.
En cambio, Megan decide ignorar las muchas otras caras de la moneda, las otras perspectivas alrededor del hecho, o hechos, que caen sobre su mesa. Primero lo hace con Michael y luego con Teresa; en lugar de adentrarse en la información, profundizar en ella y documentar toda su verdad o su mentira, se limitar a repetir para explotarla a su favor, nunca en nombre de la veracidad, sino del colorido escándalo detrás de una historia de vida que ha sido meticulosamente exagerada y desvirtuada.
“En lo que concierne a la ley la verdad es irrelevante. No sabemos que la historia es falsa, así que no tenemos mala intención [carecemos de malicia, sería la traducción literal, para entender de dónde proviene el concepto]. Ambos hemos sido razonables y prudentes, por lo tanto no somos negligentes. Podemos decir lo que queramos de él. No puede hacernos nada. Así es la democracia”, le explica el abogado del periódico a Megan antes de que ella publique su nota inicial, así que cuando se refiere a ‘él’ está hablando de Gallagher.
Sus palabras ahondan en el concepto ‘ausencia de malicia’, en la maña para librarse del compromiso ético y moral alegando que no importa si la información que el periodista tiene es real o falsa, lo importante es que una vez que se publica algo en nombre de la libertad de información, reproduciendo algo que alguien más alega, la responsabilidad recae en quien lo dijo, dejando al medio de comunicación y a su reportero libres de culpa, dado que lo único que hacen es, supuestamente a favor del público, darlo a conocer.
Esta estrategia de protección legal y administrativa no es en ningún sentido honesta, ni responde a la ética periodística, porque permite excusar al chisme y el rumor, la difamación y la desinformación, queriendo hacerlos pasar por ‘responsabilidad social’, cuando en realidad es amarillismo puro, ideado para, con contenido llamativo, escandaloso o exagerado, atraer lectores, espectadores y usuarios. En corto, bajo esta política, la verdad no importa, sólo la apariencia de ella o la sensación de que está en alguna parte, sin importar realmente qué o cuánto sabe la gente, si se le ofrece la suficiente objetividad como para sopesar y decidir, o si hay compromiso con la información divulgada, como medio de comunicación al alcance del público.
Se trata de una prensa donde no importa la calidad sino la vistosidad, donde información y verdad quedan en segundo plano porque lo más importante es impactar, incomodar o provocar. Es, sin embargo, una realidad constante en la labor informativa actual, convertida más en entretenimiento que en periodismo, pues parece creer que entre más sorprendente y ruidoso es mejor. Así desinforman, manipulan, deshumanizan y enajenan a la sociedad.
Como periodista, una demasiado motivada por la ambición, Megan se equivoca muchas veces; primero al no darse cuenta que la están usando para filtrar información con la meta de provocar a los involucrados; luego dejándose llevar por la noción de que la primicia siempre es prioritaria, cuando lo importante no es ser el primero sino hacerlo bien; también falla en no encontrar el sustento detrás de los hechos, ese eslabón que les de confiabilidad y autenticidad; más tarde también dejándose manipular por el discurso carente de integridad y honestidad, al editar estratégicamente la información para causar un impacto concreto con su artículo; y, finalmente, tropieza faltando el respeto a sus fuentes de información, a las que usa, explota y luego desecha.
La maniobra para cubrir sus huellas es simple, cínica y engañosa, pero también común y todavía usada en la actualidad. Se le explica antes de publicar su primer artículo, cuando le sugieren intentar contactar a Gallagher antes de lanzar la historia al público, no con el fin de nutrirla, hacerla objetiva o permitir contrastarla, sino para tener un respaldo con el que se pueda alegar imparcialidad en caso de tratarse de una noticia falsa. “Si habla, incluiremos sus negativas para dar sensación de justicia. Si se niega a hablar, no podemos hacernos responsables de los errores. Si no es posible, lo habremos intentado”, le dicen.
Esto promueve una ilusión sobre la verdad, justicia o responsabilidad periodística; el problema no es que así sea, sino que en esencia también ‘no lo es’; es decir, todo lo que indican a Megan que haga se practica cotidianamente en el periodismo, pues, para fines prácticos, no es legalmente incorrecto y, en consecuencia, se considera válido. El conflicto surge porque se utiliza para crear desinformación, desacreditar, calumniar, manipular y alienar. En esencia, un manejo tendencioso de los hechos conocidos para emitir noticias falsas sin ninguna restricción, sabiendo que no hay forma de contrarrestarlas. Básicamente lo que afirman es: busca a la fuente para aparentar imparcialidad y luego aprovecha su ambigüedad para decorar la noticia de una forma que los involucrados queden mal, sin responsabilidad para la empresa informativa.
Así que cuando Michael inicialmente se reúne con Megan, en un intento por conocer quién lo acusa o de dónde proviene la información falsa sobre su persona <misma que ha terminado por desprestigiarlo y explícita, pero indirectamente, acusarlo de un crimen que no cometió>, ella se niega a compartir los datos, bajo el pretexto de que protege a su fuente, cuando en realidad se protege a ella misma, porque sabe que la información la obtuvo ilegalmente, tras leer el archivo del fiscal a sus espaldas. Tampoco es casual que el fiscal propicio el ilícito, al dejar a la vista un documento reservado con la intención de alentar la curiosidad de la periodista.
Michael, que no estaba siendo investigado por el asesinato del líder sindical sino hasta que la información falsa aseguró que así era, es puesto en la mira de todos, obligado a defenderse, empujado a hablar, involucrado a la fuerza. Que sea inocente o no ya no importa, en ese momento ya está públicamente señalado, dejando al aire el principio legal que dicta: inocente hasta que se demuestre lo contrario; incluso revirtiéndolo: culpable hasta que se demuestre lo contrario.
“¿De qué escriben cuando se acaba la investigación y el tipo es inocente?”, le pregunta él a Megan, sabiendo que, si habla, sus palabras pueden ser usadas en su contra, si calla, su silencio puede ser malinterpretado. Si se defiende, se le orilla a continuar alimentando el chisme y dando a pie a que se siga escribiendo sobre sus reacciones, ya no importa si a favor o en contra de él, porque lo que interesa es exprimir el tópico hasta la última gota, hasta que ya no haya más que decir o el público deje de interesarse en el tema.
Su pregunta a su vez deja claro que el gran problema ético que la película plantea a través de su protagonista es que muchas veces la prensa no siempre persigue la verdad o la información fidedigna, sobre todo cuando lo que mueve a los medios no es el hecho en sí, sino la reacción de la sociedad, a la que lo que llama más la atención es el contenido provocativo. Si el chisme, la mentira, la especulación o la difamación son de lo único de lo que se habla, ¿dónde queda la verdad? O en todo caso, ¿qué significa verdad en este contexto? ¿Aún importa? ¿Tiene valor?
“Cuando dicen que alguien es culpable todo el mundo lo cree. Si dices que es inocente, no interesa”, expone Michael. “Eso no es culpa del periódico. La gente se cree lo que quiere”, responde Megan, explorando otra verdad preocupante, que a la gente no le interesa lo que sucede, sino la morbosidad que rodea a lo que sucede, de manera que cree lo que quiere creer, elige lo que mejor le acomoda y desecha lo que no entiende o no comparte, llenándose de “verdades” inventadas o ajustadas a su gusto, en lugar de la verdad comprobada.
Ésta es el arma de doble filo detrás de la información, de los medios de comunicación y ahora de las plataformas digitales. Qué es verdad y qué es verdadero si es tan fácil esparcir información poco confiable, hacerla pasar por cierta y convencer al mundo de que la mentira es más creíble que lo certero.
Por mucho que las fallas de Megan como periodista parezcan evidentes, propiamente expuestas para los fines narrativos de la película, lo más relevante del relato es reflexionar cómo sus tropiezos profesionales evidencian el problema de fondo: una estructura o sistema organizacional (jurídico, de gobierno y social) que lo hace posible. “Usted sabe y yo sé que no podemos decirle qué publicar o qué no publicar. Esperamos que la prensa actúe de manera responsable. Pero cuando no lo hacen, lo cierto es que no hay mucho que podamos hacer al respecto”, concluye el asistente del procurador general al dirigirse a Megan.
Así que si bien la libertad de prensa es importante, lo mismo que la libertad de expresión, la ética debe estar presente y considerar implicaciones, repercusiones y eco de aquello que se dice, reporta o comparte. Libertad no significa irresponsabilidad. La conclusión no es ni que todo periodista miente, ni que todo periodismo está manchado por la ambición comercial, sino que hay muchos huecos dentro del sistema que facilitan que suceda y que poco se hace al respecto. Lavarse las manos y pedir responsabilidad al usuario es insuficiente, más ahora en donde el cuarto poder cede terreno ante la avalancha de información disponible en internet, sobresaturado por millones de usuarios que dicen cualquier cosa que se les ocurre sin ningún fundamento.
Ficha técnica: Ausencia de malicia - Absence of Malice