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Su salud a cambio

Alfonso Villalva P.

Su salud a cambio

Alfonso Villalva P.

A Ricardo no le dolía nada. Su corazón latía como el de un muchacho de dieciocho años de edad. Su espalda jamás se había quejado por los cincuenta y tantos años que traían encima. Comía cualquier cosa, de manera desordenada y con un especial énfasis en la manteca de cerdo. No obstante, su tracto digestivo no se atrevía a emitir la menor queja imaginable.  Su vista veinte veinte parecía imbatible aún, no por nada era la envidia de los compañeros de trabajo. Fumaba dos cajetillas de cigarros al día, y uno que otro puro un par de veces a la semana, pero nunca lo despertó la tos.

Sus funciones de conductor de autobús, le obligaban a transformar los horarios comunes para las personas promedio, dormía durante el día, trabajaba de noche. La vieja leyenda de consumir chile verde para evadir el sueño, le había creado una especie de adicción, una manía de tener siempre chiles en el bolsillo, y mascarlos rítmicamente.

En sus días de descanso, repetía sus costumbres dañinas de abstenerse del desayuno, pero las compensaba al medio día con un buen menudo, tacos de cuajo y un par de botellas de tequila. Todo lo vertía entre pecho y espalda al compás que marcaba Agustín Lara y Javier Solís, sus filósofos de cabecera.

A Ricardo no le dolía nada, en efecto. Chupaíllo, casi esquelético, pero sólido como un tronco. A Ricardo lo que le pasaba era que el tequila le recordaba la noche en que Estela lo abandonó con todo y su hija de tres años. A Ricardo, lo que le aniquilaba, era llegar como siempre a su casa sin tener con quién hablar, sin tener a quién decirle buenas noches, sin poder recibir una palmada en la espalda, un gesto de aprobación por su esfuerzo, una caricia de cariño. A Ricardo, lo que le desgarraba el alma era haber perdido la oportunidad de oler el perfume de Estela, de sentir su cabello abundante escurrir entre los dedos como en aquellas noches en las que se escapaban al techo del edificio para contemplar las luces de la ciudad.

Ricardo sabía que Estela había tenido poco que ver con las causas de la separación. Quizá era lo que más le dolía, por que él solito fue labrando su destino en cada borrachera, en cada burdel, en cada noche en que llegó ahogado y acalló los reclamos de su esposa con dos bofetadas. Y eso era verdad, porque después se volvió un sistema, una especie de manía -así como el chile verde mascado-, pues no pasaban tres días, y sentía la necesidad de dar una o dos bofetadas, para reafirmar su autoridad, para sentirse mandón, para tener que presumir con sus compañeros de trabajo.

Hasta que vino el hermano de Estela –esa misma noche del abandono- y las bofetadas se las dio a él, pero con tanta decisión, que recibió incapacidad para no manejar durante un mes después del lance. Cuando al fin se restableció, ya no había rastro de nadie, ni de Estela, ni de su hija, y entonces lo comprendió todo, entonces supo del abandono en carne propia y tomó por amante exclusiva a su soledad. Cortó a sus amigos del trabajo, nunca más saludo a algún vecino, evitó cualquier conversación en la que tuviera que esbozar más de diez palabras. Selló su boca como penitencia. Su vida se centró en manejar, de un lado a otro de la República, y en los días de descanso, abrir la botella, poner el disco del compañero Agustín, y consumir el contenido con la mirada fija en un punto perdido, quizá en un horizonte en el que, dentro de su imaginación, se encontraba con su hija Inés, la tomaba de las manos y la llevaba a un parque a jugar, le compraba globos y helados, mientras Inés, Inesita, le daba un beso en la mejilla y le decía tiernamente papito.

Por eso a Ricardo, aunque no le dolía nada, le reventaba una idea desquiciante en el cerebro, que le sugería cambiar su salud,  su vista veinte veinte y su corazón de muchacho, por una tarde con algo de compañía, de preferencia con Inés, para poder decirle a alguien que lo había entendido, que por fin comprendió,  que su envidiable condición física era lo de menos, que daría lo que fuera por una familia que le aguardase, le apoyase, que conversase con él al regreso de las rutas interminables que le llevaban en una misma semana lo mismo a Mazatlán que a Tapachula.

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