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Rodando hacia la dignidad

Alfonso Villalva P.

Rodando hacia la dignidad

 Alfonso Villalva P.

Desde aquí abajo, el mundo es muy distinto. Para clavar mi mirada en los ojos de cualquier mortal, debo erguir el cuello, levantar la quijada. Si me encuentro solo, y sin mis ruedas, tengo que arrastrarme como un gusano, como si lo fuera, como si no tuviese la misma materia, la misma naturaleza que los miserables que me discriminan. No que lo haya elegido, pero al no tener más opción, me he acostumbrado a la perspectiva, a rodar, es más, hace muchos años olvidé como se ven las cosas de pie. Mis padres tampoco lo quisieron para mí –ellos no lo merecían-, quizá sufren más que yo, pues, a fin de cuentas, no viven dentro de este cuerpo inválido; no miran a través de las ventanas de la desgracia, no se conforman con la intimidad del soliloquio que consuela más en la tranquilidad de conciencia.

Lo del comandante de la judicial que perdió el control de su auto negro –porque al cerdo se le pasaron los Bacardi con cola-, ya no tiene importancia, pues mirar al pasado no remedia nada. Tampoco me preocupa que le hayan dejado libre sin averiguaciones y que hasta amenazara a papá de que, si se le ocurriese intentar algo, le dejaría aún peor que a mí. Finalmente, yo no tenía remedio, me enteré por el primer doctor que me echó una ojeada. Mamá pensó que yo dormía, pero lo escuché todo, y aunque tenía solamente once años, comprendí mi desgracia con rabia y dolor.

Pasaron muchos años para que yo pudiera superar el odio y el rencor que en primer término se apoderó de mí; al fin y al cabo, yo mantenía el recuerdo fresco de esas carreras magníficas tras las liebres y los gansos en el jardín de mi abuelo. Al principio, vertí mi amargura sobre mis parientes más cercanos, sin darme cuenta que ellos no tenían culpa, también eran víctimas del mismo naufragio. Después me sentí violento, y extrañé la posibilidad de usar mis piernas cuando más de uno abusó de mí, me despreció, me vilipendió, o me negó con sorna algo a lo que tenía derecho, simplemente por estar lisiado.

La escuela fue un fracaso rotundo, porque no existía en toda la maldita ciudad, o en el insalubre inmueble, una rampa que permitiera moverme, y entonces era el maestro quien me cargada de un lado a otro, repitiéndose entre dientes –con rabia- qué a ver qué día me largaba, que para él daba igual. Nunca olvidaré el día que el maestro Auldárico se quejó en el sindicado, rehusándose a trabajar hasta que no me echaran del colegio, pues él estaba bueno para enseñar –según presumía-, para ligar con las maestras y hacer perversidades en la bodeguita oscura del patio, para llegar a medio morir después de las soeces parrandas que se corría, para decir ordinarieces y estupideces en clase, para sacarle dinero a los padres de familia, y solo para eso, nunca para cargar paralíticos al mingitorio y ayudarles a liberarse de sus necesidades.

Por mucho tiempo rogué –supliqué- que mis padres me sacaran de la escuela, no imaginaban ellos el daño que me hacía, lo profundo que me hería sentirme inútil, estorboso, ver con lágrimas en los ojos como corrían mis compañeros tras la pelota, sin que yo pudiese moverme. Después, vino la secundaria, y todo fue peor, porque las mofas se agudizaron, se tornaron más crueles, mis apodos proliferaron –herían profundamente-, y me convertí en el objeto denostado que se utilizaba por las chamacas “altruistas” que participaban simultáneamente en las burlas de los felones que me bajaban de la silla y la arrojaban al terreno baldío contiguo.  Sucedió tantas veces que perdí la cuenta.

Por fin, me libré de la escuela cuando terminé la secundaria –nunca regresé- y aprendí que era bueno para los idiomas, ¡vaya! tenía habilidades. Fue entonces cuando, junto con mi prima Lucía, monté un negocio de traducción de folletos. Ahora con eso sobrevivo. Soy independiente, alquilo mi propio apartamento, y recibo la despensa a domicilio. En privado, ejerzo –como los demás- mi derecho a ver las estrellas, a sentirme romántico, a navegar por las aguas mansas de la estética y la pasión al lado de Mozart y Bruckner. Sin embargo, sigo sin encajar en el mundo de los parados, los que caminan, porque nadie voltea hacia abajo, nadie construye una maldita rampa, una puerta ancha, un sanitario digno y adecuado, un transporte funcional, que me permita trotar por su mundo con independencia. Si no fuera por ese puñado de gentes que no les interesa la popularidad, y desde el anonimato del heroísmo social nos ayudan a todos los que hemos sido desfavorecidos por la vida, a los que tuvimos menos suerte que los demás.

A pesar de todo, ya me acostumbré a no caminar, y siento a mis ruedas como si fuesen mis propias piernas, aunque sigo sin poder usarlas con libertad, para dirigirlas con rumbo fijo a la dignidad, a la loma alta desde la que se aprecia todo el valle, toda mi ciudad, y gritar a todos: ¡si no empiezan a respetarnos, malditos discriminadores, pues váyanse a la mierda!

Twitter: @avillalva_

Facebook: Alfonso Villalva P.

 

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