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Una Bocanada de Realidad

Alfonso Villalva P.

Una Bocanada de Realidad

Alfonso Villalva P.

Cierra los ojos con suavidad. Ya lo ves, ahora lo puedes distinguir bien. Sí, es una especie de cuarto oscuro: cuatro, quizá cinco simples, aburridas y ordinarias paredes de hormigón armado, bien pulido, pero hormigón gris, húmedo y frío, a fin de cuentas. No guardan simetría alguna, y su formación geométrica respecto de una y otra parece, por momentos, engañar a los sentidos; parece cambiar, parece estar en constante evolución. Técnicamente no existe techo, es decir, no es, ni por asomo, un cuarto cerrado, no.

Quizá a cuatro, cinco o más metros de altura, existe una especie de rendija horizontal, de ángulo sin acabar, sin cubrir; una especie de isósceles moldeado por un reflejo apenas luminoso; una suerte de respiradero que toma bocanadas de la realidad, de allá afuera, ya sabes; una garganta de concreto que le asegura a uno la dicha de escuchar que el mundo, en el exterior, distante, sigue su marcha; una especie de ventana sensorial que garantiza que, bajo ninguna circunstancia, perdamos la certeza de que allá afuera, por remoto que a veces parezca, existen luz y sombra, trajín y actividades rutinarias, y todo.

Así es, lo tienes ya. Sin necesidad de haber estado allí, en Berlín, sin siquiera estar al tanto de las razones históricas, sentimentales, étnicas ni artísticas que llevaron a Daniel Libeskind a diseñar, trabajar y proponer una experiencia sensorial escalofriante. No necesitas saber que quizá él mismo, quizá alguien más, dijo de este sitio designado como la Torre del Holocausto del Jewish Museum, que el ruido de la calle es claramente audible pero el mundo exterior está fuera de alcance. Que es un área de la memoria en la que la desnudez y el vacío representan a las víctimas del genocidio masivo alemán.

Es quizá una manera postmoderna de hacer tangible el mito de la caverna, la eterna discusión filosófica que nos cuestiona el ser, que nos hace dudar, que nos eriza la espina dorsal con la incertidumbre que deriva de la cuestión: ¿somos algo, en verdad? o tan sólo el reflejo de las imágenes y las realidades que nos rodean. Sí, ya lo tienes, y lo vives en esta era de la posverdad y la sana distancia que poco se diferencia de aquel espacio alemán.

No tienes porqué conocer la desolación ni el horror de la condena a muerte –menos la que es gratuita-. No. Tampoco de la rabia de saberte objeto de las intenciones de exterminio a tu raza, tus ilusiones, tus proyectos por realizar, tus ganas de vivir. No, no tienes por qué hacerlo, porque el virus, al menos en su versión de existencia contaminante, no circula por el mundo con ideologías ni confesiones religiosas, no enarbola ninguna bandera dogmática.

Sería deseable que lo comprendieras, claro, pero no resulta, aquí, en este ejercicio, necesario. Porque la propuesta de Libeskind es mucho más que eso. Porque una vez cumplido su cometido vinculado con la infamia humana y la peor representación de la escoria del hombre, el artista genera una nueva propuesta, acaso más vigente, más contemporánea, de nuestras miserias, dichas y desdichas cotidianas. Del insospechado caso del confinamiento del mundo occidental, por ejemplo.

Cierra los ojos otra vez, y date cuenta. Sí. Fracasas, y lo sabes bien. Fracasas en cada una de esas oportunidades en las que te empeñas en dotar de representaciones científicas todo aquello que te hace miserable, que te hace feliz, o que simplemente genera esa sensación de incertidumbre, de desasosiego; ese sentimiento acogotante que se genera ante la inminencia de la zozobra, del viraje inesperado que varía la derrota de tu embarcación con absoluta indiferencia al intento de participación activa de tu voluntad.

No hay fórmulas matemáticas para sentir, lo sabes bien, y quizá eso es lo que más sobresaltos te provoca, lo que ahora en un encierro tipo Libeskind te impide dormir en paz. No hay fórmulas matemáticas para lidiar con la melancolía, y el llanto, y la rabia y la desesperación. No se puede dividir la felicidad ni la existencia misma, en las columnas de activo y pasivo en una hoja de balance ni en la añoranza de una vulgar cotidianidad que ahora parece tan apetecible.

No es que sea nuevo para ti, seguramente. Y hay situaciones y sensaciones que resultan muy ambiguas, quizá la descripción justa implica una idea de polivalencia. Lo sabes desde siempre. Lo sabes desde que en tu infancia te sorprendía el repentino final de las experiencias y las dichas, precisamente en el momento en el que apenas comprendías o disfrutabas de la felicidad y comenzabas a echarlas de menos. Hay cuestiones que presentan un lindero vacilante entre el gozo y la melancolía, entre la plenitud y la tragedia.

Quizá, nunca vayas a saber con precisión, si son cuatro o cinco las paredes que te rodean. Quizá nunca te des cuenta de que tus vivencias son la representación en negativo de lo que sucede allá afuera. Quizá nunca vayas a descifrar tu propia Torre del Holocausto, ni alguna explicación más tangible de la pandemia, ni vayas a tener entre el puñado de activos que vale la pena tener, un rincón del mundo de esos en los que, cualquier día, te puedes encontrar cuestionando la legitimidad de la historia, la veracidad de tu realidad.

Quizá, lo único para lo que te pudiera servir una Torre del Holocausto personalizada es para saber que aquí no hay mañana ni salvación, al menos no sin vivir lo que te corresponde ahora mismo, porque el futuro no puede ser más que la síntesis de la historia que hoy, aquí, en este minuto, decides construir, o abandonar en un lance vergonzante empolvado por la traición a tu autenticidad, la incapacidad para decidir; un lance enlodado por los atavismos que se esmeran en apuntalar algunos curas o pastores o rabinos farisaicos y oscurantistas, la modernidad trivializante, la frivolidad del Siglo XXI, y algunos padres abnegados y devotos que vengan la inutilidad de su existencia y la estéril normalidad de sus vidas, cauterizando las terminales nerviosas de la pasión por vivir de sus vástagos.

Pero quizá si logres construirte tu propia Torre, seguir la idea de Libeskind, y poseas uno de esos rincones del mundo en los que lo único que te queda por hacer es cerrar los ojos, tomar una bocanada de aire asfixiante, y tratar de salvarte, de percibir los olores y los sonidos de esa certeza que solamente puede provenir de la intensidad de tomar el riesgo de vivir de verdad, en busca de una felicidad que solamente, también, puedes dilucidar al través de una rendija, irregular, muy pequeña, que por instantes parece ser tan tangible como si no fuese una simple bocanada, igual, del reflejo de la realidad, en este encierro exasperante.

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