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Nicanor

Alfonso Villalva P.

Nicanor

Alfonso Villalva P.

Nicanor soy, así me llamo y no soy un delincuente, no. No soy un criminal como afirman algunos reporteros que solamente me quieren utilizar para llenar sus espacios de nota roja y alimentar el morbo de la gente mientras, de manera subliminal, les administran masivamente dosis de publicidad que condicionan la sangre callejera con el consumismo y el derecho a votar.

No soy un lastre social ni un barbaján, como afirman esos puritanos que, guarecidos tras los faldones de las falsas apariencias contemplativas, me condenan con base en los preceptos arcaicos de tradiciones morales y estereotipos manipulados durante miles de años, con fundamento en el canon generado artificialmente por políticos farisaicos que en la edad media, el Siglo de Oro, las temporadas independentistas y revolucionarias, la industrialización, y hasta en la actual era de la información, amasaron fortunas y poder incalculables merced al pánico que engendraron en los fieles, los gobernados –la masa, pues- bajo el índice incendiario y amenazante de la ira de dios, la desaparición forzada, la incineración en un basurero guerrerense.

Piedad, bondad, gente bien –nice, les dicen ahora-, buenas conciencias, ni que leches. Qué diablos van a saber ellos. Porque una cosa sí les digo, yo no compro lecciones de moral acuñadas en la comodidad de un sillón de cuero, con una chimenea encendida, una bandeja de quesos importados y una copa de cognac en la mano. La teoría es falsa cuando nunca se ha padecido, o vivido de cerca, el fenómeno real. No, no lo acepto de ninguna forma, porque en la calle es en donde uno sí que aprende que nuestra naturaleza es animal, porque natural e inadvertidamente, el instinto de supervivencia es precisamente la única herramienta –aquí en la calle, insisto-, que nos permite seguir respirando, al menos un día más.

Piedad y compasión, eso es precisamente lo que faltó aquella maldita tarde de febrero en la que el lenón que ya llevaba tres o cuatro meses explotando a mi madre, la abofeteó delante de mí con tal furia, que después de provocarle el vómito de una bocanada negra de sangre, la dejó fría y tiesa en el suelo de nuestra inmunda vivienda.

Dicen que fue una discusión de dinero, un faltante que el padrote no acostumbraba perdonar. Una falta de respeto de mi madre al cretino que la controlaba pavlovianamente con pequeñas descargas de heroína, crack, y quién sabe cuantas cochinadas más. Da igual… De allí para adelante, mi vida fue una carrera interminable por esconderme aquí, allá, por evadirme de la lacerante realidad con pegamento amarillo, con solventes industriales, por tratar de sobrevivir en el infierno flotando en el “activo”. Sí, tengo siete aretes en la oreja, el mismo número de años que he sobrevivido desde que murió mamá.

Los quisiera ver a ellos en las infinitas madrugadas de duermevela, en las que no se pueden pegar los ojos porque de la oscuridad puede surgir la navaja brillante de acero que se le calve a uno en el riñón derecho, solamente para apoderarse de un par de zapatos completos, un puñado de monedas, un suéter sin agujeros. Los quisiera ver cuando los demonios de la noche llegan para recrear las imágenes de aquella tarde de febrero o de tantas otras tragedias que como testigo anónimo he presenciado y se revuelven en mi cotidiana existencia, en la boca de mi estómago. O cuando se apodera de mí la ira contra la naturaleza porque ahora sé que tuve una infancia perdida, porque la inocencia me la arrebataron sin mi consentimiento, porque nunca tuve un refugio tibio en el regazo de una madre, porque se me desdibujó para siempre la sonrisa de los labios. No. Yo no elegí nacer para vivir así.

No soy un monstruo ni un maldito drogadicto apestoso, como les dicen a sus hijos e hijas esas madres exquisitas y ostensiblemente ignorantes cuando se cruzan nuestros caminos por las calles de la ciudad. Yo arrebato porque nadie me da, porque nunca tuve canciones de cuna que domaran mis instintos, porque en las coladeras de la ciudad, el que no toma con decisión y firmeza lo que requiere para pasar el día, simple y sencillamente, muere de inanición. Porque si no se hace uno fuerte, y duro, se convierte uno en la presa del depredador.

No. No soy un delincuente. Yo soy algo diferente, verán. Soy Nicanor. Un sobreviviente. Porque nunca he matado a nadie, ni he abusado de un menor. Porque yo he robado por hambre y no por ambición. Porque las golpizas brutales que le he dado a más de uno han sido, simplemente, la adquisición de una póliza de seguro que me garantice respeto de los otros que, como yo, son niños de la calle que viven al acecho de la debilidad de otros.

Si se fijan bien, la diferencia está precisamente allí, porque esos otros que se hacen pasar por civilizados y moralmente vacunados, particularmente los que se regodean en la retorica que les lanza a vivir del erario, acaban consumando atrocidades mucho peores a las que me critican, pero sin necesidad, con la panza llena, muy bañaditos, muy perfumaditos, y solamente por ambición, placer o diversión.

De verdad. Soy Nicanor. Solamente un superviviente. Hasta hoy, hasta ahora, porque esta noche puedo terminar como muchos otros compañeros, enloqueciendo por la falta de sentido en mi vida, incorporándome a una banda criminal, matando como autómata para algún cacique, un narco o quien sea; aprovechando convenientemente mi minoría de edad, o, sencillamente, puedo acabar inerte en un basurero municipal, despanzurrado, listo para ser sepultado en una fosa común, sin nadie que me vaya a llorar, nadie que me vaya a echar de menos. Como un trozo de mierda que se degrada indefectiblemente en los llanos suburbanos sin que nadie, pero nadie, siquiera se vaya a enterar que me llamo Nicanor, vivo en la calle y hace siete años asesinaron a mi mamá.

Twitter: @avillalva_

Facebook: Alfonso Villalva P.

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