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Su Rodilla con la Tuya

Alfonso Villalva P.

Su Rodilla con la Tuya

Alfonso Villalva P.

Negaste nuevamente con la cabeza, calladita, mientras los veías a todos terminar de empacar provisiones y avituallamientos y realizar el acomodo improbable de todo lo necesario en la camioneta de Nicolás, tu hermano. Oficialmente, había quedado claro que tu reprobabas todo: la organización del evento de los “valentines” -el día del amor o cómo diablos se llamara el frívolo y ridículo festejo este-, los integrantes de la expedición, la metodología para aprovechar todos los espacios imaginables dentro de la camioneta para acomodar a tantos seres humanos como fuera posible.

La expectativa de un trayecto empaquetada en un vehículo, sudando junto a los demás, soportando los humores varios provenientes de entrepiernas, sobacos y otras coyunturas junto con el roce indeseable del costado de un fulano libidinoso a tu flanco derecho –así lo calificarías, a priori-, generaba una imagen francamente insoportable.

La repugnancia…, de pensar que, por la acción de la camioneta sobre un tope, sobre un bache tan frecuente, tu trasero podría acabar aterrizando sobre las rodillas y las palmas de las manos de una amiga de Nicolás, una de esas mujeres a las que tú tanto criticabas por usar piercing en las orejas, la lengua y, según tu hermano Nicolás, en otros lugares absolutamente inenarrables.

Terminaron de empacar, y arrancó estridente el motor de la camioneta. Tú, con un gesto de desdén, diste la vuelta sobre tus talones y entraste de nueva cuenta a la casa, proyectando tu imagen favorita de mujer desinteresada, de personaje indolente hacia las actividades y diversiones frívolas de los demás. Ya habías confirmado siete veces que no estaba dentro de tu lista de intereses partir hacia un festejo de los enamorados, o amigos, o cómo diablos se llamara. Tenías que ponerte al corriente con algunos documentos de trabajo, algunas lecturas, y además aprovecharías el tiempo para tantos pendientes que demandaba la casa. Estarías ocupadísima…

La verdad es que, en cuanto se azotó la puerta detrás de ti, subiste corriendo las escaleras hacia tu habitación, para apostarte detrás de las cortinas de gasa, y de manera imperceptible al resto del mundo, espiarlos a ellos –los de la camioneta- y mirarlos como se alejaban entre gritos, risotadas y aspavientos.

Sentiste ese hervidero de sentimientos en la boca del estómago que siempre experimentabas –al menos durante los años más recientes, los únicos que tu memoria parecía rescatar- cuando contemplabas la felicidad ajena, cuando te invadía la rabia de la envidia, el resentimiento, el rencor. Era algo inevitable, un acto reflejo ante el que habías caído de rodillas, derrotada, mucho tiempo atrás.

Mientras contemplabas como desaparecía calle abajo la camioneta ruidosa, sentiste recorrer en tu mejilla una lágrima salada, salitrosa, quizá. Tu memoria no podía rescatar nada antes de aquella maldita tarde en la que Ernesto te dejó, en la que, con voz pausada, melosa, pero contundente, te dijo que no le servías ni a él ni a nadie; que ni para hacer el desayuno, ni para conversar de cosas medianamente complejas, ni para cohabitar -ni siquiera en las noches de borrachera-.

Ese bastardo que recortaba sus bigotes con los dientes mientras adoptaba esa actitud contemplativa ante el televisor todos los sábados y domingos; el desgraciado burócrata a quien subsidiabas a la hora de mantener el ritmo en el consumo de cerveza y rones con coca, y cuyo tratamiento hacia ti te fue generando, poco a poco y con el correr de los años, esa falsa certeza de que tu valor solamente era comparable con un trozo de mierda.

Inconscientemente, la palma de tu mano derecha comenzó a hacer un reconocimiento tópico que partió de tu cuello y que siguió, imbatible, recorriendo con suavidad todos los accidentes –valles y depresiones- que tu pequeño cuerpo aún acusaba con gallardía. Fue entonces cuando la ira se apoderó de ti. Sabías que eras bella, atractiva para cualquier ser humano medianamente aceptable, interesante por tus ideas, generosa con tus sentimientos, valiosa por tu trabajo. Sin requerir la validación de nadie para ser espectacular.

Sabías que tu inteligencia tenía el potencial de seducir, de sumar, de construir. Pero sabías también que tantos años de maltrato y vejación, habían roto algo en tu fuerza de voluntad, en tu sentido de dignidad, en tu capacidad de recuperación. Sabías que caíste con él por lo mismo, por subvaluarte, por auto convencerte de que eras un simple premio de consolación, y no una robusta recompensa para un alma trovadora como la tuya.

Y no es que Ernesto te hubiese puesto un dedo encima, faltaba más, pero es que la reiteración del insulto; la descalificación, la burla y la ridiculización en público y en privado… La repetición inacabable de que no servías para nada, los momentos íntimos en seco que solamente respondían a un instinto brutal de Ernesto, exacerbado por el exceso de alcohol.

Todo eso lo sabías, y comenzaste a llorar, sabiendo que te morías de ganas de montar en la camioneta de tu hermano Nicolás, y viajar hasta el fin del mundo si fuese necesario, y percibir el roce de la pierna de un fulano apestoso con barbas de dos semanas sin aliñar, pero que quizá en el fondo tuviese la entereza emocional, la calidad humana y la sensibilidad de respetarte, de hacerte sentir mujer, de verdad, aun cuando fuera solamente con una caricia, con el choque accidental de su rodilla con la tuya.

Twitter: @avillalva_

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