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Lo Que Contiene Mi Corazón

Alfonso Villalva P.

Lo Que Contiene Mi Corazón

Alfonso Villalva P.

He llegado temprano otra vez. El camino estaba libre, verás, y las manzanas que debía recoger estaban dispuestas ya en la tienda, en una pequeña caja de madera. No tuve que esperar, como suele ocurrir, lo cual me brinda un poco más de tiempo para preparar tu terapia que, aunque los dos sepamos inútil, nos mantiene en el dulce engaño de que siempre hay otra oportunidad.  Mientras me agacho con dificultades para cambiarte los calcetines de lana, percibo tu mirada elocuente que tiembla llorosa fija en mí.

¿Acaso te preguntas? Que contiene un corazón que late por costumbre en una cavidad banal, repleta de huesos y tejidos podridos por la edad. Qué mantiene el ritmo mecánico sin mengua del dolor, la conformidad o el ocio de la maldita jubilación. ¿Qué no se entera que han pasado setenta años al menos, desde la mañana o la noche en que, sin requisición previa, me sostuvo por el mundo en mi inacabable andar?

Y acaso también me miras con esos ojos tan tuyos que todavía brillan cuando recuerdas –aunque cada día sea más difícil recordar- que son, siempre fueron, esa ventana por la que asomé de vez en vez dentro de tu alma. Y mientras me miras, corazón, te preguntas qué llevo dentro, mientras a tus labios marchitos y mudos acerco una taza de infusión buena para la digestión, la reuma y la circulación; y acomodo impecablemente en tu regazo un cobertor de franela azul que no calienta ya los huesos inertes de tus rodillas, pero quizá arrima el fogón al umbral de tu desolación.

Qué contiene ese maldito corazón que no se permite reproches, que se abstiene en la condena, en la lástima, y otras tantas porquerías. Qué carajos contendrá, pareces preguntarte mientras me miras, el alma que anima ese fiambre rojo que me convence profundamente de mis deberes, que me lleva a la paz interior con mis quehaceres, que, en fin, me mantiene a tu lado noche y día en el silencio irremediable de tu desgracia, en la estática atmósfera que entró a esta casa hace tantos años, y paralizó también nuestra conversación.

Y sigue latiendo a pesar de la resignada tristeza de ya no escucharte nunca más, de haber perdido para siempre tu risa espontánea, tu carcajada contagiosa, tu voz melodiosa que tantas veces se convirtió en mi propia voz, en mi bandera, en mi patria al regresar a casa del trabajo con la única certeza de que allí estaría otra vez, como siempre, esperando para volcarse sobre todos los temas, en torno a un vasto plato de ensaladas de patatas y pepinos, un trozo de cerdo frito hasta la saciedad.

Ese corazón no tiene nada más que vejez, grasa abundante en las periferias y un amor resuelto que lo conquistó para siempre allá en esos años de juventud, de romance, cuando tú podías mover tus hermosas piernas y te ceñías a mi cuerpo en las interminables caminatas de Berlín, París, San Petersburgo. Allá cuando el otoño era la mejor excusa para tomarte de la mano bajo los árboles amarillos, rojos y dorados, y hablarte en secreto de todo eso que sentía por ti.

Eso tiene mi corazón, es decir, un almacén lleno de pasión, de recuerdos, con un inventario de materia prima que debe durar por toda la vida, porque lo que hoy ya no le puedes decir, querida, se lo susurraste desde el día en el que yo te conocí.

Anda, parpadea otra vez por favor, para que se limpie esas lágrimas imperdonables que casi siempre tienden a contagiar, y a mí no me gusta llorar, lo sabes bien. Y vamos, con la terapia mujer. Venga, uno, dos y tres. Luego la crema frotada y la venda ajustada. Y vamos cenando nuestra manzana cocida con canela, acompañados fielmente por mi amigo Wagner, el otro que nunca falló, que él si sabe mantenernos a los dos callados, como solamente él lo ha sabido hacer en todos estos años, mientras tú y yo, tomados de la mano, miramos en el jardín, nuestros años de juventud.

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