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Volar

César Garza

Entonces respiramos y el espejo nos presta una estampa de pájaro y volamos

Benedetti

 

   Lo que el hombre ha denominado horizonte se extiende ante mí, el borde que separa los azules sube y baja de acuerdo a la línea de mi ojos, amo mantener las alas extendidas y suspenderme aprovechando solo la fuerza del viento, digamos que una neuro-computadora se encarga de realizar los ajustes necesarios en mis músculos pectorales y/o ventrales, en mis patas, en mi cabeza y cuello para mantenerme así, cuasi-suspendido, en equilibrio con la energía de la vida, conmigo mismo.

   Me gusta volar, especialmente por la tarde, con el sol detrás de mí, eso me permite aprovechar mejor la maravillosa visión periférica que me brinda la posición de mis ojos a cada lado de mi cabeza; la brisa me acaricia, la sal del ambiente es deliciosa, puedo ver a algunos peces que nadan cerca de la superficie, veo el manto de arena, blanquísima, las palmeras se mecen en un tempo lento, producto de la fuerza que aplica mi amigo el viento a un cuerpo flexible y orgánico que tiene un lado fijo al suelo y que en función de su constante media de elasticidad; logra regresar a su posición inicial, cumpliendo una variante de la Ley de Hooke y así, sin más, entrar en un vaivén acariciante, relajante, delicioso. Veo también a mi amigo el manglar, protector de costas, hogar de múltiples especies y nutriente de ecosistemas vecinos, casi siento como respira.

   Identifico los colores de mi amiga la mar, generadora de vida, viste de azules y verdes que se perciben en diversas tonalidades desde esta altura, imagino que tiene que ver con sus cambiantes profundidades así como con la presencia o no del coral o pasto marino, sobre todo en sus partes más bajas; que es donde hay una mayor variación del color, eso sin considerar la suma de los efectos reflejantes y rafractantes de la luz al pasar del aire al agua y viajar hasta mis ojos, todo un concierto de color en movimiento que de los pintores, solo Monet pudo captar en sus Nenúfares.

   Veo a un hombre sentado en el muelle, a algunas otras personas que también disfrutan de la mar, lo recuerdo como si hubiera sido ayer, se sumergen en el borde, sienten el golpeteo de las olas sobre sus cuerpos y esa sensación embriagadora de entrar en contacto con un mundo inconmensurable, algunos traen esas máscaras que les permiten respirar bajo el agua y vislumbrar la magnificencia del mundo marino, de esa enorme cantidad de seres multicolores que gustan de vivir en estas aguas, sorprendiéndose, con el sentido del oído atenuado al estar bajo el agua y con los del tacto y de la vista en modo primario para moverse en ese lento ambiente que parece desafiar al paso del tiempo, algunos de ellos en verdad aprenderán y lo apreciarán, se habrán de dar cuenta que experiencias como esas son las que definen al verbo vivir.

   Mientras el viento me acaricia, recuerdo mi otra vida y mis sueños recurrentes de niño que soñaba con volar, al principio creí que solo a mi me pasaba, después, me di cuenta que era uno de los sueños más comunes de la raza humana, ello llevó al hombre a inventar máquinas voladoras que se fueron perfeccionando y que se convirtieron en un medio de transporte popular, aunque alejado de mi sueño, volar por medios propios, simplemente vencer la fuerza de gravedad y elevarme sobre el suelo, sentir el viento y desplazarme adonde quisiera, en completa paz y libertad.

   En un tiempo estudié a Maslow, quien planteaba un orden jerárquico en la satisfacción de las necesidades del hombre, habría que satisfacer al principio necesidades fisiológicas, de seguridad, de afiliación, de reconocimiento hasta llegar a la autorrealización donde, teóricamente se encuentra el sentido de la vida al buscar respuestas dentro de nosotros mismos, en mi opinión, el hombre pasa demasiado tiempo buscando satisfacciones en el entorno perdiendo tiempo precioso para el estudio personal, el autoconocimiento nos acerca a resolver las cuestiones importantes de nuestra existencia, creo, una visión que por fortuna para el hombre se cultiva en otros meridianos lejanos al occidental.

   En una ocasión, mientras veía la película “El lado oscuro del corazón “ de Eliseo Subiela, escuché por primera ocasión un poema de Oliverio Girondo, personaje principal de la cinta, que tenía la obsesión de encontrar a una mujer que supiera volar:

Me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible
- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.

   El poeta declaraba lo que para él, era lo único importante, ya que vivimos en un mundo donde hay que interrelacionarse, el encontrar personas con actitudes donde las restricciones propias de la fuerza de gravedad (léase prejuicios, suspicacias, atavismos) se sobrepasan, es una búsqueda obligada.

   Recuerdo mi último día como hombre, estaba ahí, sentado en el muelle, viendo a las aves que volaban sobre mí, aprovechando la brisa marina, imaginando el movimiento que tendrían que aplicar sobre los diversos músculos de sus alas para contrarrestar la fuerza cambiante del viento y permanecer así, casi-suspendidas en equilibrio con la energía de la vida y consigo mismas, era testigo del momento perfecto de un ser privilegiado, fue ahí, en ese instante, cuando mi cuerpo se volvió infinito.

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