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Polvo Estelar

Alfonso Villalva P.

Polvo Estelar

Alfonso Villalva P.

 A Carmita, donde quiera que esté

La verdad, estoy seguro que tú si la puedes ver. Casi todas las noches, al menos cuando te lo propones y cuando los nubarrones cargados de agua así lo permiten, cuando no se encapricha el firmamento, oscureciéndose de tal manera, que pocas cosas se pueden vislumbrar, sin importar el empeño que ponga uno. O cuando la luna enrojece y eclipsa, que es un espectáculo aparte, pero impide ver lo que hay aparente en esa puerta inmensa hacia el infinito.

Sí, la puedes ver, porque para ti, de ser una estrella luminosa que cuando contabas con pocos años te arrullaba, te besaba, te abrazaba; te guisaba y te mimaba, se transformó en polvo estelar que de una manera menos tangible, pero acaso más entrañable, te sigue acompañando muy cerca de tu mano, muy dentro del corazón. Eso es una abuela, colega, polvo estelar que brilla, que guía, que no cesa de generar emoción.

Sí, la puedes ver, pero sobre todo sentir. No solamente en esas mañanas en las que de vez en cuando y sin la frecuencia que mereciera, le visitas en esa última y definitiva morada en la que quedó unida para siempre con su pareja de toda la vida, que también ofició de tu abuelo. En esas mañanas de sol abrasador que, sin importar la época del año, parecen especialmente cálidas al hacer patente, mediante una piedra blanca de granito que arde bajo el sol, ese último adiós que todavía hace dudar al sístole comunicarse con el diástole para permitir que siga fluyendo un torrente de normalidad, sin sobresaltos.

La ves seguramente en tus hijos, y en los hijos de tus hijos que, informados por otras abuelitas –las suyas propias-, asumen frases, dichos alegres y pintorescos, lecciones de vida que muchos años después, vuelven a estar presentes para formar seres humanos de bien, para cohesionar la fibra que liga la solidaridad humana, la consideración hacia los demás, las siguientes familias que, de conformarse, constituirán la red virtuosa que haga de la sociedad un episodio menos trágico para vivir.

La ves en tus hijos que se enorgullecen de su tradición regional vinculándose profundamente con sus primos, sus costumbres familiares. La ves en tus hijos, sí, pero particularmente, la ves en tu madre que con tanto esmero y amor la ha mantenido muy cerca de ti, muy presente en tu vida. La ves en tus hermanos y hermanas que, guiados por su madre -la de ellos-, son mujeres y hombres entrañables que con el corazón puesto en el sitio justo entre pecho y espalda, hacen de este planeta un mejor sitio para vivir.

Pero la ves en tu madre –ella, sí, la que puso la vida en suerte justo cuando descendiste de sus entrañas-, especialmente ahora que los años te hacen comprender que la vida se vive con el corazón por delante, con el cauce de la razón y de una cultura creciente; cuando ves en tu propia persona el desenlace tangible de tantas palabras amorosas, abrazos y besos que surcan generaciones; tantas lágrimas derramadas, tantos desvelos, tantas cavilaciones para elegir bien, tantas cosas que tenían un propósito claro y preciso, prístinamente concebido, para hacer de ti una persona de bien, un hombre de verdad, de esos que saben asumir responsabilidades, batirse con la vida con valentía, pero derramar una lágrima viril a tiempo por los suyos, los que están y los que se fueron.

La ves en esa madre que seguramente inspirada por otra abuela, sacrificó sin egoísmos, sin dudar nunca entre dar primero y recibir después. Esa madre que en el primer gesto doloroso de amor descrito en la plancha de parir, selló su compromiso inquebrantable con su descendencia. La madre que te enseñó –aprendido de su propia madre- a disentir, a cuestionar todo para crecer. La que te enseño a amar la vida, a una mujer, a un destino. La que te enseñó a creer.

La gente pervive en la medida en que puede dejar un legado, una obra o un recuerdo sobresaliente. Es así de claro. Solo alguien que toca el corazón de otro tiene derecho a ser inmortal. Ella fue así, tu abuela que pervive hasta hoy y lo hará por siempre.

Todo eso venía a tu cabeza sin siquiera advertir el delirio que generaban crecientemente las palabras que entonaba Sergio Esquivel en algún puesto de comida de esos que hacían una especie de valla en tu andar por las calles del centro histórico de Mérida capital. Esquivel generaba una conexión insospechada entre guisos yucatecos, trova y poesía peninsular; historias emocionantes, cavilaciones gramaticales y cívicas, fe en un Dios, y ese amor indescriptible que solamente puede provenir de una abuela auténtica, de esas de vocación.

Ese polvo estelar al que puedes asomar todas las noches, te da la certeza de que las abuelas no se van completamente, que no mueren en vano, que siguen presentes precisamente en la forma de ese polvo estelar que cuando se vincula con la luna nueva, te agita la respiración, te endurece el diafragma y te recuerda que, efectivamente, nadie se va del todo… Ya lo viste.

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