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Flechados

Alfonso Villalva P.

Flechados

 Alfonso Villalva P.

Es probable que después de mi lectura del libro Proof of Heaven escrito por el neurocirujano de la Universidad de Harvard, Eben Alexander, haya desarrollado una especie resilencia metafísica cuya manifestación pudiera ser impredecible y lista para surgir ante los impulsos menos sospechados. La vida después de la vida, en términos físicos, médicos, pues, con independencia de las consideraciones particulares que pudiéramos imprimirle a la discusión con el tamiz de la muy particular visión espiritual de cada quien.

Con esas cavilaciones subyacentes abordamos la semana en la que, en términos náuticos, nos encontramos al pairo y sin derrotero tangible entre vaivenes de una mar de dudas ante la transformación aparente de un candidato sempiterno a un hombre de Estado, incluyente y con mensajes de inclusión y reconciliación que circulan furiosamente por las redes sociales, algunos con glamour y otros francamente grotescos.

Ya un poco curados de la vorágine informativa en torno del mundial, las elecciones y de los groseros desatinos de Donald Trump contra todo el mundo, regresamos a la serie de Netflix, a la película en la sala VIP, a las historias audiovisuales que bien contadas dan mucho y quitan también, pero siempre tiene una referencia primigenia a la forma artística de enredarse con la vida diaria, a la realidad instantánea de cada uno de los mortales a la salida de la sala de exhibición, entre el reto de digerir las palomitas de maíz (ya no hay muéganos en los cines) y un refresco gaseoso de tamaño familiar. O sea, nuestra vida real, cotidiana, tangible…

En ese retorno a la brutal realidad nos confrontamos con los temas que centralizan nuestras manías, preocupaciones, miedos y ambiciones. Quizá con referencias histriónicas de la pantalla grande, quizá tocados profundamente por alguna línea argumentativa o flechada en el corazón por alguna actuación legendaria que nos hace vernos a nosotros mismos en ese formato audio visual de gran escala o en la comodidad de nuestro teléfono inteligente.

Flechados en el corazón, exactamente en ese musculo hueco donde todo comienza y todo termina. El corazón que, sin lugar a dudas, es el símbolo universal que sintetiza nuestras capacidades emocionales y nuestro fundamento de animación. Corazón. Quizá la palabra más repetida en textos, películas, conversaciones. Quizá el símbolo universalmente aceptado que comunica lo mismo en todas las latitudes: vida, amor, emoción, miedo, ternura, admiración, soledad, desprecio. Pero también es el indicador clave al que está atada la vida, la duración de la misma. Solo hay que echar una mirada a cualquier certificado de defunción. La vida termina cuando el corazón deja de funcionar. Sin lugar a dudas allí radica la versión fisiológica de la vida.

Pero con esa referencia cinematográfica, de serie televisiva, de realidad mundana, hilando en las inquietantes cavilaciones de madrugadas y cafés generadas por el Doctor Alexander, y ya un poco puestos a abordar el tema de la vida después de la vida con un ángulo mucho más existencialista, qué decir de la posibilidad de la vida ajena a partir precisamente del corazón propio, así como lo plantean algunos directores de cine como Alejandro González Iñárritu -21 Grams -, Andy Work -A Strangers heart- y el siempre fascinante Pedro Almodóvar -Todo sobre mi madre-.

Si nuestra existencia de terrícolas está condicionada por el funcionamiento del corazón, cómo asimilar la posibilidad de que cuando ya nada más funcione en nuestro organismo y nos encontremos ante ese momento chocarrero donde hay que tomar la decisión escalofriante de desconectarse de los medios que dan vida artificial, entreguemos a un absoluto desconocido nuestra fuente de animación privada para que ella, o él, puedan continuar con su camino precisamente en el espacio terrenal que nosotros abandonamos. Vaya, un acto de generosidad extrema.

La pregunta puede transcurrir por la vertiente del natural egoísmo de los seres humanos, pero, ¿hasta qué punto la supervivencia de nuestro corazón implantado en otro ser, una vez que nosotros ya formamos parte del polvo en el que dicen nos hemos de convertir –ya sea por medios artificiales en un horno crematorio o por el simple efecto de la biodegradación en un hoyo de tres por uno y medio-, es un acto de vida?

Hasta qué punto la preservación de vida –ajena- genera un vínculo indisoluble, como continuidad por el regalo de la joya más preciada para cualquier mortal –su corazón-, para proveer precisamente vida después de la vida, y lograr que nuestro corazón, flechado, siga latiendo, pero en el cuerpo de otro.

Twitter: @avillalva_

Facebook: Alfonso Villalva P.

 

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