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Consumir contenido audiovisual en esta actualidad

Diana Miriam Alcántara Meléndez

Vivimos en una época (si bien no es algo nuevo, sólo diferente que antes) en la que ver, hacer, planear, pensar, proyectar y trazar una película es un proceso creativo en todas direcciones. Consumir es extinguir, o agotar, que ese algo (que se consume) satisfaga necesidades. En el caso del cine, esto arroja dos preguntas vitales; uno, ¿el cine alguna vez se agotará?, y dos, ¿hasta cuándo o en qué punto deja de satisfacer una necesidad? O lo que es lo mismo, ¿por qué elegimos ver películas o no hacerlo y cuándo determinamos que ya no cubren una necesidad?

Lo importante a recordar es que las películas pueden ser tanto un medio de comunicación como uno artístico, informativo, de entretenimiento, de distracción y demás. Quien lo hace tiene una intención, quien lo mira también. Quien lo produce tiene un objetivo, el que lo consume, también. En suma, como arte y como industria el cine está destinado a satisfacer necesidades tanto de creadores, distribuidores como de consumidores, finales o intermedios, y, en este sentido se enfoca en atender tanto los cambios conductuales de los consumidores como las variantes que se generan en el mercado.

“El cine de hoy es una mezcla de arte y tecnología”, dice el cinematógrafo Vittorio Storaro en la cinta Side by side, documental de 2012 que explora la evolución del cine en paralelo con la tecnología y la forma como una se adapta a la otra. Esto es, el cine no es una cosa homogénea, insensible a las variantes del desarrollo social, por el contrario, cambia y avanza conforme la sociedad también lo hace; en tanto arte es sujeto de la imaginación, curiosidad, audacia y sensibilidad de los creadores, y en tanto industria se ve fuertemente influenciado, incluso condicionado, por el acelerado desarrollo de la ciencia y la tecnología, a un ritmo tal en cuestión de imagen, sonido y efectos especiales que hacen ver a millones de años luz el incipiente paso del cine mudo al cine sonoro. La influencia va más allá de las cuestiones técnicas,  por ejemplo, el cómo utilizar cámaras análogas frente a las digitales, o la forma como las computadoras abrieron paso hacia un uso de efectos digitales cada vez más especializados y detallados. Ir de la mano de la tecnología en la evolución cinematográfica también influye en la forma como se oferta una película y hasta en el cómo se acerca la gente a verla, mediante cuáles medios de proyección se consume, y/o las circunstancias en que se observa la película.

Los servicios streaming (de retransmisión), como Netflix, Hulu o Amazon, no sólo están llegando a cambiar la forma como se hace cine, sino también como se mira, reacomodando el proceso como la industria se organiza a sí misma. No se trata sólo de una sana competitividad, sino del control que se le da a la audiencia, que puede ver ahora lo que quiera, cuando quiera y como quiera, en un celular, en una computadora, en la televisión y hasta en las salas de proyección, en su cama, en la sala de su casa, en el metro y hasta a mitad de algún otro evento; así como el sistema, o aquellos que tienen los medios de producción a su alcance, intentan controlar esta aparente nueva libertad.

Y es por ello que la cinematografía también cambia, por dentro y por fuera. El cómo se cuenta una película y qué aspecto visual tiene son dos aspectos que se ven a la par del cómo comercializar y vender el producto. Pensemos tan sólo en el motivo detrás por el que Disney haya decidido comprar Marvel, LucasFilm y después la productora de Fox, haciéndose dueños de todo un conglomerado de producciones en miras a dar fuerza a su propio servicio, exclusivo, streaming (Disney Plus). Eso nos deja, dentro de Hollywood, con técnicamente sólo un puñado de grandes productoras (entre ellas Sony, Paramount, Universal o Warner Bros) trabajando con sus propias distribuidoras, con criterios determinados por ellos en cuanto a negociaciones, acuerdos de proyección, distribución, comercialización, publicidad, etcétera. Es el fenómeno comercial predominante en el mundo capitalista globalizado caracterizado por oligarquías monopólicas en casi todas, sino es que en la totalidad, las ramas de producción. Son pues estas grandes empresas cinematográficas las que determinan el rumbo, contenido y orientación de la actividad cinematográfica, siempre bajo la perspectiva de la búsqueda de la máxima ganancia posible.

Es casi como si el cine se volviera más bien un concepto mercantil, una actividad fetichizada atenta a los estudios de mercadotecnia y cada vez más limitada en su creatividad experimental. La muerte del cine como séptimo arte y su relanzamiento como parte integrante fundamental de la industria del espectáculo.

¿Cuáles son las películas que quiere ver la gente? ¿Cuáles son los contenidos que quiere que se le ofrezcan? ¿Cambiarán el entretenimiento del cine por el entretenimiento más inmediato y pasajero, entiéndanse los videos compartidos y publicados en redes sociales? ¿Es que las productoras están pensando en ello y por eso crean fuerzas que las refuercen, como Disney hace con sus recientes adquisiciones y su siguiente gran paso con Disney Plus? ¿Es por eso que los grandes estudios programan lanzamientos de superproducciones uno tras otro a lo largo del año, por muy imposible y poco eficiente que esto a la larga pueda resultar (porque cuántas superproducciones puede una casa productora sostener realmente sin eventualmente reciclarse o flaquear)?

En 2017 Samsung lanzó una película conceptual llamada Washing Machine: The Feature Film, cinta que básicamente consiste en 70 minutos, a una sola toma, de un ciclo de lavado. Una idea mitad campaña publicitaria mitad llamada de atención a la sociedad, y es que la propia empresa aseguró que en sus investigaciones descubrió que las personas, específicamente la gente británica, donde realizaron su estudio, pasa al menos 1,481 horas de su vida mirando cómo se lava la ropa.

Paint Drying es una película de 2016, de 10 horas de duración, dirigida y creada por Charlie Lyne, la cual consiste en ver cómo se seca la pintura en una pared (si bien Lyne la realizó como protesta por las prácticas de censura de la Junta Británica de Clasificación de Películas). Más interesante, el proyecto consiguió el dinero para su realización a través de una campaña en Kickstarter, una página web en donde diversos proyectos buscan financiamiento a través de donaciones. Ya en 2004 por cierto existió un reality que se veía a través de internet, por el canal satelital UKTV, en el que la cámara se colocaba frente a diferentes paredes acabadas de pintar, y la gente votaba por la que creían ‘había quedado mejor’.

Estos diversos ejemplos son sólo una mirada a la rutina de consumo de una sociedad en cuanto a material audiovisual en la modernidad se refiere y la forma como esto sigue cambiando por motivos variados, desde publicidad hasta creatividad, enfoque artístico, creación de polémica o simple experimentación. ¿Pero qué tan alejados están estos ejemplos de los miles de clips virales que se comparten en redes diariamente? ¿Qué tanto de corrupción, morbosidad y perversidad se encuentra presente en estas conductas de consumo social?

Gogglebox es un programa reality documental de la cadena británica Channel 4, que se transmite desde 2013, y que consiste en ver a gente viendo televisión. La idea, según los realizadores, es entender el impacto (emocional, social y cultural, por ejemplo) del contenido televisivo en la vida de las personas y el cómo estas reaccionan a lo que se les presenta. Ver a personas viendo gente es casi como una paradoja que llega a tildar en lo ilógico, absurdo o inconsistente, pero, ¿qué opinaríamos respecto a un programa en el que la gente comenta lo que ve, que es lo que hace por ejemplo Talking Dead, un show televisivo en el que los invitados discuten lo que acaba de suceder en el último capítulo de la serie de zombis, The Walking Dead? Y entonces, ¿cómo se distancia esto de los diversos programas reality que existen actualmente en la televisión, o de los documentales y programas de debate?

La línea es delgada, porque ‘ver a gente hablando de las cotidianeidades y sus impresiones sobre algún tema en especial’, ¿no es acaso la idea básica detrás de los videos compartidos en plataformas como Instagram o YouTube?

Aquella historias personales y de contenido inmediato casi con seguridad no es cine, pero eso no significa que el cine no esté pensando cómo incluir estas ideas en su contenido, como séptimo arte, y en su acercamiento hacia el público, es decir, en la comercialización de su industria.

En el documental Side by side, Keanu Reeves, quien conduce las entrevistas, le pregunta al director James Cameron si el uso de tecnología digital no cambia o distorsiona la forma como se percibe la ‘realidad’. “Estás presentando una irrealidad completa y haciéndoles sentir que es real, mientras que, antes, era capturado en la realidad”, dice el actor. A lo que Cameron contesta: “¿Cuándo fue real?”. Respecto al mismo tema del uso de imágenes generadas por computadora, el director Martin Scorsese plantea una idea también reflexiva: “No sé si las generaciones más jóvenes sigan creyendo en todo lo que ven en pantalla. No es real”.

La sobresaturación está en todas partes, en el cómo se hacen películas (edición de imagen exagerada y no siempre justificada, efectos especiales eclipsando la historia o conceptos temáticos lanzados al aire aunque no siempre aterrizados), pero también en el cómo compiten con el resto del contenido audiovisual que se comparte en los ‘nuevos’ medios, específicamente las redes sociales. ¿Cómo competir?, se preguntan algunos, aunque a lo mejor más importante es plantearse ¿cómo dejar de hacerlo?, o sencillamente ¿por qué no mejor dejar de hacerlo?

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