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Un México-Minatitlán

Alfonso Villalva P.

Un México-Minatitlán

 Alfonso Villalva P.

 

Te veo aparecer, poco a poco, milímetro a milímetro, en el horizonte que delimita la entrada a la cabina de pilotos y la salida de emergencia montada en el fuselaje interior de uno de los modernos Embraer que están en operación. Te veo como una proyección en cámara lenta que inicia con unos mechones bien teñidos de rojo, y rizados artificialmente, erizados por el efecto anti-estético –y estático- que genera el fijador de cabello en aerosol y, sobre todo, el patrón exagerado de un peinado estrambótico con influencias insospechadas en el rococo tardío.

Tu andar es pausado y legítimamente intencionado hacia la sensualidad, aún cuando mecánicamente tus piernas y tus caderas respondan a un ritmo poco cadencioso, mecánico y estrangulado por el instinto de equilibrio desarrollado en tantos vuelos de turbulencia, por tantas bolsas de aire experimentadas a treinta mil pies de altitud. Un andar firme y, desde luego, asegurado también por las medias elásticas que, cuando rebasaste los cuarenta, pasaron de ser un accesorio de tu atuendo llamativo, a un artilugio de  soporte contra las várices grotescas.

Con tu uniforme impecablemente planchado, te veo esbozar la sonrisa cortés, tan tuya, ensayada durante miles de horas de vuelo; aprendida en las primeras incursiones de asistente en esos México-Guaymas-México de antes, y perfeccionada ya cuando el escalafón y tu obstinación de permanecer en el cuerpo de sobrecargos, te llevó a los destinos internacionales con una noche de pernocta en hotel de medio pelo, pero con tiempo para atiborrar la petaca de fayuca barata, muy apreciada y envidiada por todas las amigas de mamá, y por las jóvenes del vecindario que no pudieron aspirar a destinos exuberantes, sino a máquina de escribir, horario fijo y dictado de diez a una.

Tu sonrisa exacta que contrasta con una ausencia escandalosa de brillo en tus ojos color miel, ahora circundados por arrugas que se multiplican y el vello capilar involuntario que comienza a plagar tu piel blanca y transparente. Una sonrisa que no desaparece mientras demuestras a todos los pasajeros de primera clase, tu dominio a la hora de ofrecer whisky con soda o ginebra con un twist de limón, bajo la supervisión orgullosa de un galón tipo militar que en la esquina superior de tu abultado seno izquierdo, te identifica como “Gladis Martínez, Jefa de Cabina, bilingüe en español e inglés, para servirle a usted”.

Pero tus ojos sin brillo alarman a cualquiera y permiten especular respecto de la verdadera causa de esa opacidad, de la maduración de un color marchito que ya no puede refractar la luz del alma, la chispa del corazón. Y permite especular mientras, involuntariamente, tu sonrisa te traiciona y dejas ver ese rictus de amargura que solamente puede provenir de la reiteración, añejada por los años, de tus propios reproches por haberte equivocado, por haber tomado la decisión incorrecta en el tránsito entre la preparatoria y la vida real, o no clavarte en la grilla del sindicato como otras, como la Barrales, que de allí se impulsaron a la legislatura, a la política nacional.

La amargura que proviene de un resultado inesperado, totalmente insospechado, cuando tus propias aserciones desinformadas y la frivolidad de mamá, te llevaron a la escuela de sobrecargos de la compañía de aviación, con la vista fija en la presunción que te daría volar más veces por semana que cualquier magnate, divisar horizontes prohibidos para todas las chicas de la colonia, sentirte sexy, importante, autoritaria, y muy buscada por hombres que a puños te perseguirían para ofrecerte algo más que una vulgar borrachera en el salón de salsa local, y un motel con jabón sin reciclar.

Tus ojos te delatan, y se puede ver a través de ellos que, a pesar de haber permanecido por voluntad propia marginada de la cultura y la educación, a pesar de haber mantenido una cabeza tan dura que ni viajando pudo asumir algún valor estético, superior al delineador de cejas de moda, o el carmín enfermizamente intenso en tus labios, a pesar de todas las vejaciones que tuviste que sufrir para merecer destinos transatlánticos, muy a pesar de la rabia que te seguían provocando los pasajeros que sí llevan boleto pagado, con esposa pletórica de ajuar y llena de bolsas de comprar, o con amante platinada, forrada con abrigos de pieles destellantes.

A pesar de la envidia y el resentimiento, a pesar de todos los sacrificios en pos del falso destino del viaje recurrente como escapatoria de tu realidad vecinal, a pesar de todo ello, seguías sola, absolutamente sola, explicando siete veces al día la forma correcta de utilizar una mascarilla en caso de una descompresión inesperada, muerta del coraje al ver a tu hermana Merced que sin haber ido, jamás, más allá de Cuautitlán, tenía marido que le atendía manías, la tienda y otras muchas cosas más. Rabiosa, pues tu realidad se ceñía a los días intocables que dedicabas al barrio viejo, a la caminata nocturna para comprar pan y leche, bajo los ojos lujuriosos de Juan o de Nicanor, que siendo los mismos fracasados de toda la vida, seguían bebiendo su caguama en la puerta del taller de Roberto, tu novio formal que no pudo soportar tus presunciones a la hora de traer perfume francés hasta en las axilas, producto de sabe dios que amoríos con algún piloto maduro, con el gerente regional de tráfico.

Y quizá, la peor ironía, era saber que esos ojos lujuriosos que se clavaban en tu trasero cuando caminabas frente al taller de Roberto, eran los mismos de los pasajeros que se sentaban en el pasillo de clase turista, y se emborrachaban como carniceros con el bar de cortesía, clavando su mirada vidriosa en tu espalda, pero desdeñándote, sin considerarte una opción seria, una mujer de mundo viajera y fugaz –como a ti te gustaba autodefinirte-, sino como una mesera glorificada que, a cambio del placer de volar, había entregado irremediablemente su aspiración a la felicidad, su lozanía y su piel tersa y elástica, en la quietud de un Mazatlán-Guadalajara-México-Minatitlán.

 Twitter: @avillalva_

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