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Muy fashion

Alfonso Villalva P.

Muy fashion

 

Alfonso Villalva P.

 

Es ya cosa natural que la televisión, o las revistas de consejos, y los sitios de internet muy especializados, impongan el paradigma actual de la fisonomía humana. Ellos llaman a su manipulación “tips” para un “look” adecuado, aún cuando de “tip” de buena fe tienen muy poco. No sé quién demonios dicta -ni con qué autoridad lo hace- las normas de la moda que se imponen ahora globalmente y sobre cuerpos irreales y francamente raquíticos, alimentados seguramente con toda suerte de cascarillas de trigo, mantequilla que no es mantequilla, carne descarnificada, verduras transgénicas y yogur bajo en calorías.

 

Lo peor es que los colegas comunes como usted y yo, el personal que transita por las calles, adopta como modelo al sueco o al noruego que utilizan en los comerciales y portadas de revistas, o a las señoritas Mata Haris que, después de un servicio de hojalatería, pintura y aplicación de silicona en cualquier sitio en el que el cuerpo tenga más de un centímetro cúbico de espesor, se aparecen con ánimos histriónicos en cualquier culebrón de la pantalla chica.

 

No conformes con arrastrarnos a empobrecer aún más nuestra alimentación, plantando en nuestro cerebro que todo lo que tenga sabor es abominable y, sobre todo deleznable -si es que deseamos estar a la moda-, nos recuerdan que entre más precario nuestro lenguaje, nos acercamos más a ese paradigma subliminalmente impuesto y anhelado, y también se atreven –y eso es lo peor porque atañe al resto del personal que pulula por aquí- a establecer parámetros de vestimenta con base en modelos especialmente entrenados, o fabricados quizá, para el anuncio en cuestión, sin pensar en el ataque que representará al sentido de la estética colectiva cuando las gorditas simpaticonas se enfunden una de esas playeras que denominan ombliguera -con piercing y todo incluído- a plena luz del día, haciendo juego con unas mallas que delatan unas curvas a punto de reventar.

 

Si eso es la moda, confieso mi incompetencia en cuestión de modas. Créame que lo he meditado y no encuentro respuesta. Por más que me esmero en entender formas, tendencias y recurrencia, sigo atónito cada vez que veo una concentración masiva o simplemente me siento a contemplar cómo transitan los demás delante de un restaurante, un café, la barra de un bar o un aeropuerto. Ya no le digo que vaya a un sitio de jóvenes, esos de música electrónica y “DJ”, o que acuda a una boda, bautizo, graduación. Los consejos audaces que se reciben a diestra y siniestra sugieren que la belleza llegará diáfana, como por milagro de la divina providencia, y lo peor es que ellas, y ellos, lo creen, ciegan sus ojos a su particular humanidad, y se lanzan a la calle como suicidas seguros de que la gente los ve como a los modelos de las revistas, utilizando los uniformes modernos muy fashion que a todos nos hacen parecer iguales.

 

Y allí está la cuestión, porque al perder la conciencia propia de la apariencia, se enfundan esos vaqueros embarrados que, sin que lo sepan, los hace ver como pelota de playa, o se calzan unos zapatos de plataforma descomunal, seguros de que su andar les hará elegantes, glamurosos, aunque en realidad parezcan gallinas desahuciadas. Luego vienen las señoras que se amarran trapos al cuello o la cadera, y las que de plano se lanzan al vacío con ese corte de pelo que tan bien le va a Salma Hayek, pero que en ellas luce más como los efectos inmediatos del atropellamiento de un microbús, eso sí, con huaraches muy estilizados en pleno invierno, o botas de peluche hasta la rodilla, con tacón de doce centímetros, en la canícula del verano, combinando rojos carmesí con amarillos yema. ¡Que valor!

 

Por otro lado, usted los ve a ellos, quienes aparentan actuar con normalidad mientras combinan el café tabaco con el verde limón, y los zapatos mocasines azules de los que cuelgan unas pequeñas borlas, o los que de plano se calzan estilizados o con zapatos repletos de agujeros -como huarache post moderno-, mientras arrastran unos pantalones enormes que les heredó el tío Gonzalo, o en algunos casos, la tía Malvina, así, con un par. Eso sí, todos despeinados y con su pequeña barba de candado que ignora la forma de su cara o la triste realidad de ser lampiño.

 

Lamento decirlo así, a quemarropa, pero nos vemos como disfrazados para una de esas fiestas importadas que pretenden sustituir nuestro día de muertos, o en el mejor de los casos, listos para el carnaval. Hasta que no haga clic algo adentro de la cabeza y entendamos que todos esos artilugios de la moda están hechos para el tío, o la tía, que contrataron para el anuncio de la revista, y que en la realidad los simples mortales tenemos panza robusta, pelos en los sobacos o callos en los pies; hasta no comprenderlo,  seguiremos empeñados en hacer el ridículo creyendo ser clones de Brad Pitt, Cindy Crawford o la Beyoncé.

 

Después de mucha observación e interminable análisis, he llegado a la conclusión de que, o soy un animal redomado que no entiende de la moda vanguardista, o la mayoría de los seres que transitamos por aquí somos ciegos, o hermosos como dioses del Olimpo. Que paradoja, todos queremos ser distintos, y vestimos estándar para que no haya nadie desigual. Muy fashion.

 

Twitter: @avillalva_

 

 

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