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Elefantes y jaibas

Alfonso Villalva P.

Elefantes y jaibas

 

Alfonso Villalva P.

 

La vida de los elefantes es desgraciada, y parece serlo solo por ese hecho, el de ser elefantes. No tendría por qué serlo, a menos que a algún infeliz no se le hubiese ocurrido hace muchos años, que el marfil que imponentemente portan y con el que la naturaleza les dotó, es fuente de riqueza, con muy bajo costo y fácilmente extirpable, una vez que yacen muertos con una o varias ojivas calibre 3006 clavadas en el cerebro. La riqueza que proviene de la muerte de inocentes es, simplemente, aberrante.

 

Así es la vida de los elefantes. Desgraciada. Y todo pareciera indicar en los papeles que su destino es inapelable, al tiempo que inalterable. Así las cosas cuando surge un intento, aparentemente aislado, errático y descocado que retoma la idea de Uhuru Kenyatta, con la quema de 105 toneladas de colmillos de marfil en Nairobi.

 

Así observaba una fotografía testigo del hecho -compartida por mi colega Huitrón-, en la que decenas de colmillos eran dispuestos a manera de pira -como una remembranza de las prácticas del Santo Oficio medieval, y quizá con el mismo peregrino e infundado propósito de extraer los malos espíritus del objeto de la quema-, en un último y desesperado intento por ponerle fin a un exterminio sin razón, basado en la avaricia y la corrupción.

 

Por alguna razón más bien nostálgica, venía a mi mente con un paralelismo también inexplicable, el capricho geográfico que describe a nuestro Tamaulipas en una figura imponente de elefante que nos comunica con Tejas, encaja en Nuevo León, acaricia a San Luis Potosí y corona a Veracruz.

 

Con un escalofrío en la espina dorsal me caía el veinte de la correlación metafórica de un elefante geográfico mexicano que tiene la misma suerte que la especie milenaria: explotado y vejado por la codicia, la impunidad, la corrupción y la soez indiferencia.

 

Quizá la vinculación mental que hacía tenía que ver con la inesperada recepción de un “post” escrito por el arriba firmante hace exactamente dos años, y que ahora las redes sociales reenvían bajo el mote de “memorias”. Un mensaje que llegó a mi “timeline” en el segundo aniversario de haberlo enviado, durante la mañana en que se difundía la noticia de que la Jaiba Brava, uno de los equipos de fútbol con mayor afición, se revitalizaba con la valentía de quienes desean que México prospere. ¡Sí, ahora en Tamaulipas se requiere ser valiente para emprender y trabajar!

 

Y recordaba la trillada frase de que el fútbol es solamente lo más importante de lo menos importante, pero pensaba en las caras y las expresiones de abandono y felicidad de los aficionados de la Jaiba en la tribuna cada domingo celebrando algo que se nos olvida constantemente: la oportunidad de dedicar nuestro tiempo a ser felices en paz, a entregarnos a nuestras pasiones sin miedo, sin la incertidumbre de regresar a casa.

 

¡Para eso sirve el Estado de Derecho, la estabilidad económica y la paz! ¡Por Belcebú! Para dedicar nuestras existencias a disfrutar pasatiempos, familias, carnes asadas, visitas al motel los catorces de febrero, o lo que sea. Para cantar con la redoba, y corear el gol emocionante. Pues ya ni eso, pues la crispación social florece en el anonimato de la masa, en la golpiza artera en la tribuna. Un reflejo, si, de lo que somos; en lo que nos hemos convertido.

Los recordé a ellos. Ellos, los aficionados, los hombres y mujeres que son una muestra representativa de ti, de mi; las caras visibles de nuestro elefante abatido por la violencia, que nos avergüenza y nos compele a abatir la indiferencia en la que inexplicablemente hemos caído los ciudadanos de Tamaulipas, de Querétaro, Veracruz, Guerrero, en fin, toda la Nación. Los de las ciudades gigantes que parecen tragarse día a día nuestra dignidad.

 

La memoria en la red social latía frente a mis ojos: “Dueles #Tamaulipas, y dueles hace muchos años. Con que desvergüenza te hemos abandonado; con que descaro te ignoramos escudados cobardemente tras las enaguas de la retórica.”

 

Así lo escribí hace dos años, y lamento confesar que lo escribiría nuevamente hoy. Solo que con la agravante de que, igual que el caso de los elefantes, dos años después ya se habrán muerto muchos individuos más..., ya no están con nosotros para leerlo, compartirlo. !Qué vergüenza!

 

Gente sencilla y grandota del norte..., gustaban repetir en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Gente alegre de Mante, Victoria, en fin. Graciosa y trabajadora. Cantadora como el epítome tamaulipeco acuñado por un regiomontano que se dejó seducir por esa tierra mientras brillaba bajo el apodo de "Piporro".

 

De allí, de Laredo. La porción más septentrional de la figura de nuestro elefante que sigue postrado ante la ineptitud y mezquindad de sus gobernantes, la voracidad de la corrupción y del crimen que se apodera de sus riquezas.

Elefante postrado, lamentando y expeliendo lagrimas saladas por sus familias desintegradas, por sus jóvenes que toman por oficio la criminalidad ante la desesperación y la degradación de los valores ciudadanos, sus mujeres explotadas, sus migrantes violentados, por sus niños que, inocentes, ahora mantienen el duelo por padres, madres y hermanos cuya única culpa habrá sido estar en el camino de quienes del lado oficial y del oscuro -o sea, el mismo-, con su muerte se habrán enriquecido aún más.

Elefantes con colmillos; jaibas que flotan sobre gas natural y petróleo; piras gigantescas que lloran la pérdida ante la incapacidad de intervenir el destino. Ciudadanos que de pronto sienten entre pecho y espalda el pundonor de la pertenencia, el poder adormecido de sus corazones e inteligencia. Seres que gravitan en una coyuntura histórica que nos puede devolver lo perdido o llevarnos, con nuestra incapacidad y tibieza, a lo que sea que exista al otro lado de la frontera del peligro de extinción.

 

Twitter: @avillalva_

 

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