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Comandante

César Garza

   Mis tiempos de preparatoria fueron hermosos, digamos que marcaron mi consciencia sociopolítica, cada dos de octubre participaba de una u otra forma en las diversas manifestaciones que nos invitaban a no olvidar, en ese tiempo entendí que el olvido es lo que permite que las historias se repitan. 

   Todos teníamos la imagen del Ché que captó Korda en 1960 grabada en una playera, ya fuera en la espalda, en el pecho, y algunos, la tenían tatuada en el corazón. En esos años, junto con amigos, que a golpe de bohemiadas se convirtieron en hermanos, me enamoré de la trova Cubana, de Silvio, de Pablo, de Amauri, de Noel y de su inolvidable “Para una imaginaria María del Carmen”.

   El Che y la trova me acompañaron esos años, los nombres de mis hijos Pablo y Ernesto atestiguan esa reverencia de juventud.

   Cuando cumplí 40 visité Cuba acompañado de un grupo de entrañables camaradas, fue un viaje que había soñado desde los tiempos de la universidad, cuando los sueños tempranos siempre son contraculturales, críticos e ingenuos, hermosos.

   Cuba, la que construyo Fidel nos esperaba, detenida en el tiempo, la brisa con sal de su malecón, las olas enormes que se estrellan en el Morro, los otrora cañones que adornan las calles, el capitolio y su ironía viviente; el Granma, los mojitos, el Capri y sus mujeres, el Partagras, el Gato Tuerto y sus boleros, el café, la Casa de la Música y sus ritmos, la Casa de las Américas y sus letras, las cervezas Cristal y Bucanero, el Cohiba, las santeras de blanco, el Tropicana y sus bailes, el Habana libre y la historia en sus muros, la guagua, la gasolina rica en plomo, los museos y sus restauraciones, la casa Guayasamín y sus Fideles, las callejuelas y sus miradas furtivas, sus olores, el tiempo detenido, la mirada de su gente.

   Gente hermosa, anhelante, mira tus pertenencias, apreciando las cosas que para ti dejan de ser importantes en su cotidianeidad, el jabón, el dentífrico, la mochila, la playera, los tenis, el short, la cámara fotográfica, todo.

   El cubano habla fuerte, aunque en algunas charlas baja la voz, temeroso de ser escuchado y tal vez denunciado, el temor a una denuncia por plantear una crítica o una idea que se considere contra revolucionaria puede significar la cárcel, si, como en los tiempos de Batista.

   El comandante ha muerto, el último vestigio de la revolución cubana ha muerto, muchos lo niegan y argumentan que vive en sus ideas; me gusta pensar que finalmente se habrá de encontrar con Camilo Cienfuegos, con Ernesto Guevara y porque no en la intemporalidad del Mictlán con José Martí. Quien sabe, tal vez puedan charlar un poco, fumarse un habano, tomarse un roncito; recordar sus lecturas, sus sueños, los que tuvieron a los diecisiete (volver a los diecisiete, después de vivir un siglo)  y en una segunda oportunidad llevarlos a cabo de nueva cuenta, alcanzar los logros en artes, salud y educación, derrotar de nueva cuenta a la pobreza extrema, lograr un equilibrio político que permita que las diversas ideas sean las que fluyan y convenzan, entregar el poder a otros para que consoliden sus sueños, que inspiren a generaciones enteras en el mundo, bajo circunstancias diferentes, sin guerra fría, sin alienamiento prosoviético, sin crisis de misiles, sin bloqueos económicos, sin conspiraciones, sin injerencias, sin enemigos que busquen joderlos, a manera que puedan brindar a su pueblo las libertades necesarias que toda persona sueña, la libertad de hacer lo que quieras, como quieras y donde quieras, mientras no afectes los derechos de los demás; una circunstancia donde todos los países respeten el principio de no intervención y donde cada país en contraparte respete a aquellos que tengan ideas diferentes y que permita el debate abierto y respetuoso para la construcción de un mejor futuro.

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