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Tipo Huxley

Alfonso Villalva P.

Hay ciertas cosas en la vida que uno debiera vivir con intensidad para exprimirles toda la riqueza que ellas son capaces de proporcionarnos. Usted podrá tener en mente cualquiera de ellas, según sea su condición de padre, madre, hijo, soltero, divorciado, viudo, amasio, en fin.

 

Según su confesión religiosa, sus creencias agnósticas, su práctica de la hechicería, sus preferencias sexuales, o el simple trotar por el mundo no creyendo en nada más que la televisión por cable, la conexión inalámbrica del ordenador, el Wifi gratuito, los reality shows, las cremas embellecedoras y los productos eficientes que ha desarrollado la industria de la comida rápida.

 

Usted puede ser una de esas personas que basan su vida en la modificación sucesiva de regímenes alimenticios o dietas, inoperantes siempre para perder peso, pero muy generosas a la hora de dar temas de conversación en cafés matutinos, en sobremesas sociales; o resulta que no, que simplemente Usted es adicto a su trabajo, a su actividad, a sus ocupaciones y le importa muy poco todo lo demás.

 

De cualquier forma, Usted, yo, estamos atados a un destino común que sin importar nada, nos lleva, con mayor o menor frecuencia, a una de esas situaciones que se viven, lo queramos o no, con mucha intensidad, a uno de esos sillones cóncavo-convexos en los que ciertos individuos, protegidos por unos lentes tipo motociclista, escondiendo su verdadera identidad tras un tapabocas, esos individuos, decía, dan rienda suelta a ese lado oscuro que todos tenemos del sadismo, del regodeo ante el sufrimiento ajeno, sea actual, o anticipado por todo eso que la pobre víctima que se encuentra tendida en el sillón cóncavo-convexo, imagina será, o sucederá, durante los minutos siguientes.

 

Aquíno hay diferencias, señores, a la fresa nadie escapa. Efectivamente, los hombres de la máscara, guantes de latex y mangas cortas le llaman fresa. ¡Pero que fresa puede ser! Con ese sonido irritante que taladra más el tímpano que a la propia caries que es menester erradicar. Como le pueden llamar fresa a esa herramienta diabólica que, ante la imposibilidad de verla trabajar dentro de nuestras fauces, adivinamos siempre a punto de llevarse una buena parte de nuestro paladar, de nuestra encía inferior. A ver si se enteran en la siguiente exposición museística de elementos de tortura medievales…

 

-No le va a doler, joven/señorita, usted verá, si esto es puritita rutina. Solamente tenga cuidado porque si se me mueve…, entonces si, solamente Dios dirá. Escupa para que se sienta cómodo –como si el acto de escupir sangre y trozos de diente, encía y placa dentobacteriana fuese algo que dentro de nuestra vida normal implique comodidad-.

 

Inermes, completamente indefensos. Con ese sentido del peligro si es que movemos un pie tan solo, abrimos la boca y le ofrecemos al técnico, especialista odontólogo, una buena parte de lo mejor que tenemos, confiando a ciegas que una vez terminado el trance, todo será igual, pero con la sonrisa más blanca.

 

En sí misma, la sala en la que ofician los dentistas, tiene un dejo escalofriante, muy parecido a esas películas de ciencia ficción basadas en ideas tipo Huxley, en que a un individuo le trepanan el cerebro para observar su funcionamiento, o para condicionar su conducta, o para hacer implantes de elementos insospechados. Algo tiene de laboratorio de Lex Luthor, de sala de pruebas de alguna fechoría del Pingüino, del Guazón.

 

El final. El final es probablemente una de las mejores paradojas que acreditan esa vocación sádica de quienes toman por oficio la saliva, los molares y los colmillos de los demás. Una vez saldada la cuenta –bajo el principio de chivo brincado, chivo pagado-, y que Usted inconscientemente asimila que con lo que ha costado media hora de sufrimiento probablemente se pudo haber inmolado en algún exótico santuario espiritual con VTP incluído; una vez liquidado todo, decía, pues nada, una atractiva enfermera con bata de mangas cortas y sonrisa blanca nacarada, le ofrece una bombonera repleta de caramelos, como un signo de humor negro, de burla sardónica, como si a alguien, en su sano juicio, le apeteciera triturar una onza de caramelo macizo con las muelas recién taladradas.

 

Sin embargo, debiera creerme, la próxima cita que tenga en la oficina del dentista, saque jugo de la experiencia, mida, por ejemplo, sus niveles de tolerancia a lo desconocido, su capacidad para resistir los decibeles de la mentada fresa; juegue a que era un soldado capturado y le estaban torturando para sacarle la verdad o, si lo prefiere, incursione en un estado de introspección y evalúe la perversidad de su lado masoquista para encontrar, quizá, en que punto hace un click con el sadismo de su ejecutor, y generan juntos una nueva y memorable experiencia. Piense, mientras reposa en el sillón cóncavo-convexo que, si necesariamente todos habremos de pasar por allí, es mejor hacerlo con agrado, con gusto, es decir, disfrutarlo flojitos…, y cooperando.

 

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