Siglo Nuevo

La vena simbolista de Saturnino Herrán

Sincretismo y mestizaje en la pintura

La cosecha, 1909.

La cosecha, 1909.

Jesús González Encina

Poderoso creador de símbolos nacionales, fue el primer pintor que, deshaciéndose de la mirada europeizante de la academia, volteó con franqueza y sinceridad al pueblo mexicano, creando pinturas que precedieron al muralismo. Sin embargo, su prematura muerte a los 31 años de edad, privaría a nuestro país de uno de sus más grandes artistas plásticos.

Saturnino Herrán nació en Aguascalientes en 1887, y desde niño dio muestra de talento para las artes. Fue hijo de don José Herrán y Bolado, escritor y dramaturgo, y de doña Josefa Guinchard. En 1903, moriría su padre, quien tenía una librería en esta ciudad, dejando a su familia desprotegida económicamente, por lo cual, madre e hijo se trasladaron a la Ciudad de México, con la esperanza de tener mejores oportunidades.

En 1904, Saturnino se inscribió en los cursos nocturnos de la Academia de San Carlos, ya que durante el día tenía que trabajar para poder sostenerse a él y a su madre, consiguiendo un empleo en las oficinas de Telégrafos Nacionales.

LA ACADEMIA

La Academia de San Carlos, máxima casa de estudios artísticos, estaba pasando por cambios profundos. De tradición neoclásica, Rivas Mercado, su director, había querido introducir técnicas más contemporáneas de enseñanza en la pintura. Sin embargo, para la cátedra de esta materia, se contrató a Antonio Fabrés, un catalán que, aprovechando el desarrollo de la fotografía, disfrazaba a sus modelos con trajes a la usanza antigua: mosqueteros, caballeros españoles, etcétera, para poder retratarlos en posiciones afectadas. Después, entregaba estas imágenes a los alumnos para que ellos las reprodujeran exactamente a dibujo y si no lo lograban, tenían que volver a comenzar. La rigidez de este método provocó el descontento de los estudiantes, por lo que Fabrés no pudo permanecer más de tres años.

Más tarde, la dirección de pintura fue tomada por Leandro Izaguirre, de formación académica con un gusto por los temas indigenistas, y, posteriormente, por German Gedovius, pintor que en obras como Tehuana ya anunciaba el interés franco y abierto por temas mexicanos. Después, el artista viajó a Europa en busca de salud, y ahí encontró las nuevas tendencias artísticas que tanto influyeron en sus obras y en las de sus alumnos, en las cuales refleja un incipiente impresionismo. Tales fueron los maestros que nutrieron la obra de Saturnino.

LA OBRA

El talento de Saturnino Herrán será reconocido al ser premiado por la Inspección de Bellas Artes y Artes Industriales, lo que, en 1907, le permitirá colocarse como dibujante del Museo Nacional y en 1909, como profesor de dibujo en la Academia de Bellas Artes. Precisamente en este año, Saturnino pinta obras como La cosecha, donde se aprecia un gusto por los temas populares, un extraordinario colorido y la riqueza de su materia pictórica; además del magnífico tríptico La leyenda de los volcanes, donde -con audacia- pinta un desnudo total, de tintes simbolistas.

En 1912, crea Vendedor de plátanos, obra que refleja -a través de un gran colorido- el cansancio de un cargador de plátanos envejecido y encorvado por el peso de su carga, reflejo conmovedor de la gente de trabajo de México. A ésta, le seguirá una verdadera obra maestra, La ofrenda, que presenta una familia cuya canoa, cargada de flores de zempoalxóchitl, se dirige al cementerio a honrar a sus muertos. Se trata de una obra magnífica, que nos presenta por primera un retrato veraz de nuestros indígenas, con dignidad y sinceridad, adelantándose a los muralistas en la exaltación de nuestro pueblo. Además, la obra tiene una fuerte carga simbolista al hablar de la vida y la muerte, reflejada en las edades de los hombres que aparecen: la niñez, la madurez y la vejez.

En 1914, Herrán se casa con la señorita Rosario Arellano, con quien tendrá a su único hijo, José Francisco. Este mismo año pintará a su mujer vestida de tehuana, en un cuadro espléndido, majestuoso, donde el traje pintado -por primera vez a modo de gran arte- se aleja de los folclorismos para hacer un homenaje a la belleza y gallardía de las mujeres del Istmo. En El gallero, también de 1914, pondrá de manifiesto la identificación del animal con su amo, de ojos inquisitivos y fuertes, mientras que en Mujer con calabaza de 1917, resaltará el encanto e inocencia de la jovencita mestiza representada al lado de un cactus.

Influenciado por la pintura costumbrista del pintor español Ignacio Zuloaga, Saturnino se aleja de los temas mexicanos y comienza a elaborar cuadros con reminiscencias españolas, como El rebozo, La criolla del mango, o La criolla de la mantilla, donde sus pinceladas ganan en soltura y seguridad, aunque sus temas se antojen afectados y fingidos. No obstante, su pintura también explotará la vena simbolista, que estaba en boga en Europa, realizando magníficas obras como Las tres edades, Los ciegos y Viejecita.

NUESTROS DIOSES

Saturnino Herrán estaba destinado a ser uno de los más grandes artistas de México, pero la vida no le alcanzó para ver finalizado su proyecto más ambicioso, el mural Nuestros Dioses, que decoraría el Teatro Nacional, hoy Palacio de Bellas Artes. El pintor trabajaría en esta obra de 1914 a 1918, año de su muerte.

De este grandioso proyecto, quedaron sin terminar unos magníficos bocetos acuarelados y el tablero izquierdo, los cuales son muestra elocuente de la genial concepción de esta magna obra. Por un lado, se representaría a los indígenas postrados en actitud de adoración, representados con poses afectadas, atemporales e idealizados, entregados a su culto; del otro lado, están los españoles, los conquistadores: autoridades, frailes y nobles, en igual actitud de sumisión y respeto. Cargada en andas, también hay una imagen de bulto de la virgen de Los Remedios, que acompañó a Cortés en su aventura.

Pero, ¿qué es lo que ven los indígenas y los españoles?, ¿cuál es el objeto de su veneración? Esto se encuentra plasmado en el panel central, el Cristo-Coatlicue. Y es en este boceto, que no llegó a plasmarse de manera definitiva, donde el arte de Saturnino Herrán se vuelve grandioso, una síntesis genial.

De Coatlicue, la diosa madre de la tierra, la de la falda de serpientes, la del collar de corazones humanos, emerge Cristo, como si Coatlicue lo estuviera pariendo, lo acunara, lo sostuviera, y es que en este abrazo terrible, vemos reflejado lo que somos: un sincretismo de religiones, un mestizaje de culturas. Nuestro pasado indígena y español unidos, fusionados en una obra poderosa en su concepción, plena de símbolos que reflejan nuestra nacionalidad.

Saturnino Herrán no pudo terminar esta obra, ya que murió el ocho de octubre de 1918, a la edad de 31 años, a causa de un mal gástrico, dejando trunca una brillante carrera que prometía obras extraordinarias. La pintura de Saturnino es extraordinaria a pesar de lo corto de su carrera, y está influida por pintores españoles como Zuloaga o Sorolla. Además, está influenciada por el modernismo europeo y el simbolismo.

Hay quienes han calificado su obra como modernista-costumbrista. Sin embargo, el gran logro de Herrán es presentarnos por primera vez las costumbres cotidianas del pueblo mexicano de manera franca, ahondando en el alma de la gente representada, visualizando los valores plásticos de estos temas, que luego serán tan explotados por los muralistas mexicanos, sus compañeros de estudio, de los cuales también es precursor.

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La leyenda de los volcanes 1, 1909.
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Los ciegos, 1914.
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Las tres edades, 1916.
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El cofrade de San Miguel, 1917.
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