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Adiós a San Luis del Cordero

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ALFREDO CORCHADO

Alfredo Corchado, corresponsal del Dallas Morning News, es uno de los reporteros estadounidenses más veteranos en México. Pero es el único cuyas raíces son mexicanas, y laguneras para ser exactos. Nacido en San Luis del Cordero, Durango, Corchado emigró a los seis años a California para seguir a su padre que era bracero. Años después regresó a México para cubrir lo que él mismo llama "el descenso de un país en la oscuridad". Su cobertura del narcotráfico le ha valido reconocimiento internacional, y también amenazas del crimen organizado. En su libro "Medianoche en México", a punto de ser publicado en México, Corchado narra el viaje de su vida en dos países. En este capítulo, que reproducimos con autorización del autor y de la editorial Random House, cuenta su salida de la Comarca Lagunera de Durango hacia el "sueño americano".

Nací en San Luis del Cordero, Durango, un estado con forma de corazón humano, en la casa de mi abuela, a la sombra del campanario de la iglesia y a las manos de una partera. Toda la familia ayudó con mi nacimiento. Mi abuela paterna, mamá Rosa, fue la primera que me cargó. Mi madre me tomó, a su primogénito, en brazos, mientras que mi abuela materna, Nina, agarró la placenta y le enredó alrededor mi cordón umbilical. Mi tío Delfino, un hombre bajito y correoso, cavó un hoyo en el patio de atrás. Enterró mi ombligo bajo los cactus y las matas de ocotillo, junto a las secundinas de mis tíos, tías, primos y mi padre. La abuela Nina cubrió el hoyo de tierra con una pala.

El crecimiento económico estaba estancado en los pueblos como San Luis del Cordero. La población del país se había duplicado en las últimas dos décadas, pero había poco trabajo. Más y más gente se iba a Estados Unidos. La población de San Luis del Cordero en realidad nunca fluctuaba mucho de unos dos mil habitantes porque los hombres que se iban regresaban apenas el tiempo suficiente para embarazar a sus esposas. La mayoría de los niños crecían con el sueño de irse para el norte, encontrarse con sus padres y comprar camionetas para presumir cuando volvieran a casa, sabiendo unas cuantas palabras de inglés.

No me podía imaginar una mañana en la que no me hubiera despertado con mi madre, Herlinda, cantando con José Alfredo Jiménez o Javier Solís en el radio. La música -"La media vuelta"- entraba flotando suavemente por la ventana abierta de mi cuarto. Aún la puedo ver afuera, su sombra cuando le echaba agua a sus flores y sus plantas, cantando.

Yo pasé mi primera infancia entre mujeres: Mi madre, mis tías y primas que cortaban maíz en las mañanas para hacer el nixtamal para las tortillas con las que limpiábamos los platos de arroz y frijoles, siempre esperando pacientemente el regreso de sus padres, maridos, hijos y hermanos de sus trabajos "en el norte".

En primavera, mi padre nunca estaba en casa. Estaba a más de tres mil kilómetros en el valle de San Joaquín en California, preparando los campos para sembrar algodón y tomate. Lo veía tan poco que le decía "Señor" en vez de "Papá". Pero la casa cobraba vida cuando venía. Jóvenes venían a verlo a preguntarle cómo conseguir trabajo en Estados Unidos. ¿Cuánto pagaban? ¿Había mucho trabajo? ¿Cómo era Estados Unidos? Hablaban de una manera que parecía que iban a ir a la luna. A mi padre le gustaba Estados Unidos y tener dólares en el bolsillo, pero no se imaginaba vivir allá permanentemente. Estados Unidos era simplemente una solución temporal.

Nuestra vida era sencilla, pero yo no sabía lo que era la pobreza. Con los dólares que mandaba mi papá, mi mamá puso una tiendita en nuestra casa, para la gente de la cuadra, con los estantes repletos de fruta, como mangos y guayabas, verdura, galletas, jabón, refrescos, cigarros y juguetes. En las noches, cuando se suponía que tenía que estar dormido, me metía a escondidas a la tienda -el cuarto de al lado- y abría las cajas llenas de carritos de juguete, camiones, animales de peluche y soldados que mi mamá traía del mercado en Gómez Palacio o del Soriana en la cercana ciudad de Torreón para revenderlos.

***

Un fresco día de mayo de 1964, mi hermana Lupita se ahogó, y nuestro mundo se vino abajo. Semanas después de su entierro, estaba sentado en la sala de casa de mi abuela, jugando con mis carritos en el piso de tierra, cuando oí otra vez a mi madre sollozando y murmurando. En su mente, la vida en México se había acabado. Había un mal en México. Un mal, una maldición. Parecía que estábamos malditos. Cuando mi madre veía a sus cuatro niños -Juan, Mario, Francisco y yo-, nos veía creciendo en un país con un futuro funesto. Temía que nos aguardaran tragedias.

-Aquí no hay nada para nosotros… nada -me decía cuando me ponía a protestar y lloriquear que yo no me quería ir a Estados Unidos como todos los niños del pueblo. Éste era mi hogar.

San Luis del Cordero aún no tenía caminos pavimentados. No había escuelas que pasaran de primaria y no había electricidad. Muchos pueblitos por todo el país estaban en las mismas. De haber vivido Lupita, le preguntó mi madre a su propia madre, ¿qué oportunidades habría tenido en San Luis del Cordero? Tanta de la energía de México era extraída al norte. Mi madre nos daría algo mejor, sacrificando su amor por su familia y su patria. Volveríamos a empezar. No nos quedaba de otra, dijo, más que seguir a su marido al norte. Ya lo había decidido.

-México necesita tiempo -le decía el tío Antonio-. Tú no puedes abandonar lo que queda de esta familia.

-Ya verás si no -le respondía mi mamá.

Esperamos afuera en la plaza frente a la imponente iglesia blanca. Habíamos ido a que nos echaran la última bendición, antes de irnos para el norte. El camino nos llevaría hasta Ciudad Juárez, una comunidad fronteriza llena de oportunidades. O al menos eso decía la gente del pueblo que había ido para allá.

Yo no me sentía muy suertudo. ¿Quién iba a cuidar a mis gallinas, a mi gallo y al perro callejero que creía que yo era su amo? ¿Y qué iba a pasar con mis juguetes? Los amigos de mi mamá la abrazaron junto al camión que habría de llevarnos muy lejos de nuestra tierra.

El tío Delfino se arrodilló y me dio un abrazo largo, largo, olvidando secarse las lágrimas.

-Acá lo espero, m'ijo. Siempre lo estaré esperando aquí.

Cada vez que se me humedecían los ojos, mi tío Delfino me recordaba dónde estaba enterrado mi ombligo, a media cuadra de donde partiría hacia el nuevo mundo, a sólo unas cuadras de donde mi hermana Lupita yacía tres metros bajo tierra.

-M'ijo, aquí está su ombligo -me decía-. Algún día va a regresar.

***

Mi padre trabajaba en California y estaba haciendo el papeleo para pasarnos legalmente por el puente. Nos alcanzó en Juárez y ese invierno trabajó ahí en El Paso, esperando a que acabaran las lluvias en California para poder regresar. Yo me la pasé deseando que nunca se acabaran las lluvias para que nos pudiéramos regresar a Durango.

En menos de un año, llegaron los papeles. Recuerdo a mi madre, orgullosa, levantando la mano derecha en el consulado de Estados Unidos en Ciudad Juárez. Juró firmemente ser una buena residente de los Estados Unidos. Desconcertados, nosotros también levantamos la mano, mis tres hermanos y yo, paraditos en fila.

-Bienvenidos a Estados Unidos -dijo la mujer y sonrió, y nos dio a cada uno una paleta roja. Todos le devolvimos la sonrisa, sin saber muy bien por qué.

Ya con los papeles, regresamos a casa de mi tía en Ciudad Juárez, donde nos estábamos quedando, a recoger nuestras cosas para irnos a alcanzar a mi papá a California. Ese año, fuimos de los aproximadamente 38,000 mexicanos que se calcula que ingresaron a Estados Unidos legalmente.

Mientras hacíamos las maletas, mi tía fue a tocarle a la curandera del barrio, que vivía en la casa de al lado. Nos iba a hacer una limpia antes de que nos fuéramos. Mi madre nos miró en silencio. Sentía que necesitábamos una limpia para empezar nuestra nueva vida en Estados Unidos limpios y puros, y dejar atrás la maldición de la familia.

El sueño americano parecía más sencillo, más noble. Estaba a unos metros.

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Escrito en: Alfredo corchado Medianoche en Mexico

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