Voluntarios pegan líneas amarillas en el suelo frente al Estadio Nacional, más conocido como “Nido de Pájaro” de Beijing, China. (Archivo)
Para los cien mil jóvenes voluntarios, trabajar sin pago durante los Olímpicos es un honor. Y es que, para portar su uniforme azul con los cinco aros les tocó competir con muchos, para ser exactos, un millón. La selección fue dura, había que hablar inglés o algún otro idioma como japonés, francés, español, cualquiera que no fuera mandarín es útil. Tienen horarios de velador mexicano, es decir, trabajan 24 horas y descansan 24. Están por toda la ciudad, en el aeropuerto, en los hoteles, en las plazas y en los estadios.
Si su trabajo es estar parados 12 horas debajo de una sombrilla sobre Jianguamen, una de las avenidas importantes, las pasan. No se quejan del calor, ni de la humedad. Al contrario, sonríen cada vez que se les pregunta algo. Total, ya es un premio traer una acreditación, con ésa, por lo menos conocen las instalaciones olímpicas, privilegio que millones de chinos no tendrán, por lo menos durante los Juegos, pues se han encargado de cerrar todo acceso a quienes no tengan acreditación, por seguridad.
Son hasta envidiados por sus amigos, y cómo no, si además de trabajar duro para estar allí tuvieron suerte. A buena parte de los que hablan español, los mandaron a Cuba dos meses a practicar, obvio sólo dicen algunas palabras, pues debe ser tan difícil como si a un mexicano lo mandan dos meses a Beijing.
Los elegidos ya hablaban inglés, no se los enseñaron para estos Juegos, pues por eso se hizo una selección. Pero a competir están acostumbrados, eso ha sido toda su vida. Tuvieron que enfrentarse a los mejores estudiantes para entrar a la Universidad y tendrán que pelear un trabajo entre los chinos más preparados.
Los jóvenes en general, viajan poco, o más bien casi nada, muchos no han salido jamás de China y son demasiado curiosos, así que ser voluntario en un sitio donde miran gente tan diferente a ellos es una aventura en sí misma. Te preguntan de dónde eres, intentan repetir el nombre de México. Dicen “Moshico, Moshico” y se ríen mientras lo intentan.
Si cualquiera enciende una cámara de video, más o menos que se vea profesional, todos se acercan y hacen “ruedita”. En verdad están encantados, se desviven por atender a los extranjeros. A veces ni les preguntas, pero si tu postura delata que estás perdido, se acercan a preguntar si necesitas algo o a dónde deseas ir.
Son obedientes, es difícil que se salgan de lo establecido. Hacen caso de las órdenes y respetan las reglas. También son muy estudiosos y algunos mexicanos que estudian con ellos, como Gabriel, dice que son bastante “mataditos”.
Rafael estudia en una universidad de Ninbho, un pueblo chino de 5 millones de personas, para él, los jóvenes chinos son completamente distintos a los mexicanos, pues no les gusta el reventón. Para empezar duermen a las 11 de la noche en punto, pues les quitan la luz y no debe haber nada prendido después de esa hora. Además, no suelen beber y los fines de semana no buscan irse de reventón.
Es por ello que Gabriel, quien sí se quedó dentro de los cien mil voluntarios, dice que trabajar junto a los chinos es toda una experiencia, pues de disciplina saben mucho: “Son tan diferentes que nunca saldrán de fiesta después de la chamba, pero igual son buenas personas y muy preguntones (risas); les llama la atención todo lo que sea ajeno a su cultura”, asegura.
