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El comentario de hoy

por francisco Amparán

Los costos de andar de tingo-lilingo

Los escándalos sexuales han sido la tumba política de muchas figuras públicas prominentes. Incluso, en algunos casos, han sido la tumba a secas de quienes detentaban cargos prominentes.

Tal fue el caso del Archiduque Rodolfo de Habsburgo, heredero del trono de Austria-Hungría. Teniendo tan prominente posición, y casado y con dos hijas, tuvo la peregrina idea de enamorarse de una dama de compañía de la Corte, una hermosa joven de 18 años llamada María Vetzera.

Sus amoríos se hicieron cada vez más abiertos, de manera tal que aquella relación puso a temblar al trono de los Habsburgo. Rodolfo se bronqueó por ello con su padre, el Emperador Francisco José. Para aliviar el mal sabor de boca, Rodolfo se refugió con su amante en un pabellón de caza en la localidad de Mayerling. De ahí no salió vivo ninguno de los dos. Los amantes fueron hallados muertos. La versión oficial fue que habían cumplido un pacto suicida, affaires muy en boga en el siglo XIX. Muchos sospechamos que fueron asesinados, por el peligro en que ponían a la corona austro-húngara con sus arrumacos y quicoretos.

¿Y qué me dicen del Rey Eduardo VIII, Rey de Inglaterra durante poco más de un año? Cuando los rumores de su relación con una espantosa divorciada norteamericana llamada Wallis Simpson se hicieron cada vez más insistentes, al ocupante del Palacio de Buckingham se le dieron dos opciones: renunciar a esa escoba con faldas, o al Trono de San Jorge. Inaugurando el pésimo gusto en mujeres que ha acompañado a los varones de la Casa de Windsor desde entonces, el buen Eduardo abdicó y se casó con su feísima querrurris.

Más cerca en el tiempo y el espacio, antes de que Clinton fuera lo que resultó ser, la más fulgurante promesa del Partido Demócrata era Gary Hart. Un tipo elocuente, carismático, guapo, inteligente, parecía destinado a ser Presidente. Pero se rumoreaba que era algo casquivano. Interrogado al respecto, Hart cometió el supino error de retar a la prensa a que le descubrieran algo.

Y se lo descubrieron. Y tenía una magnífica cabellera rubia y unas medidas corporales sencillamente fabulosas. Y no era su esposa. Las fotos de la muchachona en bikini, sentada en el regazo de Hart, vacacionando a bordo de un yate muy apropiadamente llamado Monkey Business, acabaron con una carrera que tenía muchos visos de culminar en la Casa Blanca.

Y ahora otra promesa del partido del burro, quien se había labrado una reputación como incorruptible y enemigo de los crímenes encubiertos, Eliot Spitzer, tuvo que renunciar a la gubernatura de Nueva York porque lo cacharon in fraganti en relaciones con una prostituta.

Ahora bien, ¿es ese pecado (o crimen, aunque no ha sido indiciado) lo suficientemente ofensivo para el pueblo del estado de Nueva York como para hacer imperativa su renuncia? ¿Se está atravesando una línea muy imprecisa en este caso? ¿La impropia vida personal de un político eficaz lo incapacitan para serlo? Son algunas preguntas que atenderemos en una entrega próxima.

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