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Más Allá de las Palabras / E U T A N A S I A

Jacobo Zarzar Gidi

Como todos sabemos, Eutanasia es la teoría según la cual se podría acortar la vida de un enfermo incurable para que no sufra. Se trata de una muerte piadosa para que el enfermo no padezca tanto dolor antes de fallecer.

Los médicos están conscientes de que hay cosas peores que la muerte, como lo es el sufrimiento que padecen algunos enfermos que no tienen remedio, a los cuales ninguna medicina les puede ayudar, pero aunque la muerte se considere inminente, los cuidados debidos a una persona enferma no pueden ser legítimamente interrumpidos. A muchas personas les he preguntado si tienen miedo a la muerte. La gran mayoría me ha contestado que no, aclarándome que únicamente a lo que le tienen temor es al sufrimiento. Es por eso que en todo el mundo han proliferado las clínicas del dolor y son muchos los médicos que atienden con éxito esa especialidad.

La eutanasia se ha practicado desde el principio de la humanidad. Estoy seguro de ello, porque siempre ha existido alguien que se conduele del sufrimiento de un semejante, y prefiere ?hacer algo? para no verlo sufrir. En la guerra, los ejemplos abundan; soldados con el vientre desgarrado por una bala de cañón que padecen horribles dolores, piden al oficial que los remate, y aquél, obedeciendo dictados de humanidad, da el tiro de gracia a quien ya no tiene remedio y quiere dejar de sufrir.

Soldados y policías corruptos aprovechan que el hombre teme más al dolor que a la muerte y arrancan con la tortura confesiones que ni la amenaza de privarlos de la vida había obtenido. En la Primera Guerra Mundial fueron muchos los soldados que al caer en manos del enemigo, prefirieron tragarse una cápsula de veneno que los liberaba del dolor, mostrando así su preferencia por la muerte.

En 1906 la legislatura de Ohio en los Estados Unidos de Norteamérica concedió un permiso por humanidad a Ana Stall a fin de que con la ayuda de un médico diera muerte a la autora de sus días, desahuciada por la ciencia médica y víctima de atroces sufrimientos que ningún calmante atenuaba.

En julio de 1924 el escritor polaco Juan Zinansky, enfermo de cáncer y tuberculosis y padeciendo crueles dolores, pide a su amante Stanisloara Viminska -que ha sido su fiel enfermera, ponga término a su agonía. Después de reiteradas negativas dispara su arma en la cabeza de Zinansky, el cual deja para siempre de sufrir; juzgada en París, es absuelta.

Hay personas que en la actualidad están padeciendo terribles dolores por causa de diferentes enfermedades, seres humanos que se han encerrado en su propia casa y que no quieren ver a nadie porque ya no desean vivir. Para ellos no tiene la menor importancia el poseer grandes cantidades de dinero, porque con esos bienes no han podido comprar su salud. Varias veces han pensado en la muerte, pero como ella se ha tardado tanto en llegar, quisieran que una persona piadosa los privara de la vida. Cuando pierden las esperanzas de que alguien ?los ayude? a salir de este mundo, dejan de tomar sus medicinas y rechazan la comida para acelerar la llegada de la muerte.

A pesar de todo, la muerte por compasión es contraria a la moral que rige en el mundo. San Agustín nos dice con mucha claridad que no tenemos derecho a atentar contra la vida propia, que sólo Dios nos ha dado la existencia y Él es el único que nos la puede arrebatar. Los médicos tienen siempre presente el juramento de Hipócrates, que ha sido a través de la historia como un freno para que se mantengan dentro de los límites de la ética: ?Juro por Apolo y Esculapio, Higias y Panacea, que nunca facilitaré aunque se me pidieran, drogas homicidas, ni a nadie induciré a darlas?.

El catecismo de la Iglesia Católica nos dice que ?una acción o una omisión que provoque la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto de su Creador. El error de juicio en el que se puede haber caído de buena fe, no cambia la naturaleza de este acto homicida, que se ha de rechazar y excluir siempre?. Dar muerte a un moribundo, aunque éste lo pida, no es compasión. El amor en nuestro trato hacia ellos es lo único que da dignidad a todos en este camino, especialmente a la persona que muere.

El año pasado conocí a una mujer que se encuentra prácticamente invadida de cáncer. Sus dolores son terribles y ya los médicos del Seguro Social la han desahuciado varias veces. Ella intentó privarse de la vida en dos ocasiones porque ya no soporta un día más de su existencia. Prefiere la muerte a tener que seguir padeciendo los terribles sufrimientos que diariamente la están matando. Yo le aconsejé que ofreciera a Dios su cruz por las ánimas del purgatorio que ya nada pueden hacer ellas mismas para merecer alguna gracia. Se me quedó viendo con sorpresa y con tristeza, pero nada me contestó, al mismo tiempo que se tocaba con una mueca de dolor su hombro derecho por donde le han introducido varias veces la quimioterapia y diferentes drogas como la morfina (medicamento narcótico y estupefaciente derivado del opio) que ningún efecto le han hecho para calmar el intenso dolor que siente.

El padre Alberto Hurtado, que vivió en Santiago de Chile a principios del siglo pasado y que muy pronto será elevado a los altares, cuando le diagnosticaron cáncer en el estómago, a pesar de los intensos dolores que sentía, dio gracias al ?Patroncito? por ser tan generoso al haberle permitido unas cuantas semanas más para prepararse, en lugar de habérsele presentado una muerte instantánea. Días antes de morir, le pidió a su superior permiso para que a partir de ese momento se abrieran de par en par las puertas de la habitación donde se encontraba recluido con terribles dolores para poder despedirse de todos y cada uno de sus amigos. Incluso llegó hasta él un obispo que lo había tratado injustamente y que le había puesto muchas trabas en su ministerio sacerdotal. Arrodillado y con lágrimas en los ojos, el prelado le pidió perdón.

Hace cuarenta y cinco días acudí a una conferencia sobre la eutanasia que impartieron dos amigos míos en el salón de actos de la Cruz Roja. Eran las diez de la noche cuando Silvestre y Héctor terminaron su interesante exposición. Al bajar las escaleras del edificio de la benemérita institución para dirigirme a casa, escuché gritos, lamentos y llanto de numerosas personas que estaban agrupadas en el sitio donde llegan las ambulancias. La escena era terrible. Hombres, mujeres y niños -gente noble y buena del campo, se abrazaban entre sí dejando ver un gran dolor, como jamás lo hubiera imaginado. Me acerqué a uno de ellos y le pregunté ¿por qué lloraban de esa manera? Me contestó que un familiar se acababa de suicidar ahorcándose. Me quedé frío al escuchar esa respuesta, y sin poderlo evitar, lloré con ellos. Su dolor era mi dolor. Esa noche me fue imposible conciliar el sueño. Por un lado estaba la conmovedora e impresionante conferencia de mis amigos, y por el otro, la escena dolorosa del suicidio. No pude arrancar de mi cerebro la imagen de aquella madre del difunto que levantaba los brazos al cielo para pedir misericordia, y no pude olvidar los gritos de los niños -sus hijos-, que lloraban su propia tragedia.

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