
Los hombres laguneros del tren: voces de un ferrocarril extinto
“Si alguna vez cuentan mi historia, que digan que trabajé entre gigantes. Que digan que viví en la era de los hombres que domaban el acero ardiente, que digan que viví en los tiempos de los ferrocarrileros, cuando el silbido de las máquinas anunciaba el pulso de una región en marcha”.
Esta paráfrasis, inspirada en una expresión que se le atribuye a Odiseo en el contexto de la Guerra de Troya, se gestó en mi mente luego de conocer a Ildefonso García Holguín, un ex ferrocarrilero lagunero que formó parte de una generación que no sólo ayudó a encaminar trenes, sino que, por medio de su oficio, impulsó junto a otros hombres del tren, el desarrollo de toda una región.
Hoy, a sus 73 años, sabe que lo suyo fue una hazaña. Por eso, cuando él no esté más, así como recitó Odiseo allá por el siglo XIII a. C, seguro le gustará que digan que trabajó en los tiempos de Simón Campos, Juan González o Jesús Romero, que, entre otros obreros, con sus manos y esfuerzo bombearon el corazón ferrocarrilero.
Le importará, porque muchos hombres llegaron y se fueron como trigo en el invierno, pero lo que ellos vivieron sobre las bestias de acero fue tan significativo, que, aunque aquellas máquinas se apagaron, su historia forma parte de la memoria férrea de La Laguna.
Este diario interesado en rescatar el lado humano del ferrocarril, buscó voces de hombres que asumieron el oficio, y que hoy, desde el retiro y el olvido, custodian a través de sus recuerdos, un tiempo en el que la región se consolidó como un nodo clave de conexión y desarrollo en el norte de México.
LA LAGUNA SOBRE RIELES
El desarrollo de la región lagunera estuvo estrechamente ligado al ferrocarril. Según la revista Mirada Ferroviaria en su edición de septiembre-diciembre 2007, la construcción de la estación de Torreón en el cruce de las líneas del Ferrocarril Central Mexicano y el Internacional Mexicano, a finales del siglo XIX, marcó el inicio de su crecimiento.
En el material elaborado por el Centro Nacional para la Preservación del Patrimonio Cultural Ferrocarrilero, se puede leer que la llegada del ferrocarril facilitó el transporte de las abundantes cosechas de algodón, convirtiendo a Torreón, Gómez Palacio y Lerdo en centros económicos clave.
Específicamente, el Ferrocarril Central cruzó el rancho del Torreón el 23 de septiembre de 1883, y el Ferrocarril Internacional lo hizo el 10 de marzo de 1888.
La escritora lagunera Yolanda Natera retrató ese momento fundacional en su novela Otro amanecer (ambientada en la Comarca Lagunera a principios del siglo XX), con una imagen que, aunque borrosa, todavía permea en el recuerdo colectivo: “A pocos kilómetros de Lerdo se había construido la estación de ferrocarril, en el antiguo rancho del Torreón, y sus alrededores se fueron poblando con la rapidez de un incendio en la paja. Algunas familias y comercios de Lerdo se cambiaban a la nueva ciudad para estar al lado de la estación y del zarandeo”.
Torreón, escribió la autora, se había convertido, debido al auge del algodón, en un nuevo remolino de oportunidades que atraía a una diversidad de nuevos pobladores nacionales y extranjeros, tan diversos en sus orígenes y costumbres, que se iban entretejiendo entre las tierras salpicadas de cactus.
PRESERVAR LA MEMORIA FERROVIARIA
La época ferrocarrilera y el impulso que las bestias de acero trajeron a la región, es uno de los temas que el historiador lagunero Alejandro Ahumada Rodríguez ha abordado en distintos momentos, él con la serenidad de quien conoce las entrañas de su tierra, puntualizó para este reportaje que: “El ferrocarril no le cambió la vida a Torreón… Torreón nació gracias al ferrocarril. Es Lerdo el que recibe primero la vía en 1883, pero es hasta 1888, cuando se cruza con el Ferrocarril Internacional, que el entonces rancho del Torreón comienza a transformarse”.
Ahumada explicó que fueron dos las líneas que se encontraron en este punto de la comarca: el Ferrocarril Central Mexicano, que venía de Paso del Norte, y el Internacional Mexicano. Esa conjunción definió la identidad y el destino de la región.
“La llegada del tren cambió la lógica del movimiento. Antes, el comercio seguía caminos reales o rutas rústicas entre Saltillo, Chihuahua y otras ciudades. El tren trajo consigo no sólo mercancías, sino también nuevas ideas, herramientas agrícolas de Estados Unidos, y una transformación en la manera de trabajar la tierra. Las tierras del Nazas comenzaron a aprovecharse mejor y el algodón encontró un impulso decisivo”.
En medio del relato técnico, se le preguntó al historiador por los hombres del tren, porque, según la evidencia, mucho se habla del ferrocarril como infraestructura, pero poco de quienes lo hicieron andar.
“Al principio llegaron técnicos y topógrafos norteamericanos. Eran expertos, traían consigo la experiencia del oeste americano. Poco a poco, los mexicanos (sin conocimiento previo) fueron aprendiendo. Eran peones, sí, pero con el tiempo ascendieron. Hay reportes de cuadrillas en las que se pagaban sueldos iguales a los estadounidenses. Ese proceso es importante: no sólo llegaron las vías, también llegó el aprendizaje técnico”.
Hacia 1907, ya se hablaba de mejores condiciones laborales, del surgimiento de una clase trabajadora que empezaba a exigir nuevas oportunidades.
“Era un entorno nuevo, y todos llegaron buscando un futuro. Muchos eran inmigrantes; cada uno traía su historia”.
Cuando se le pregunta por el valor de preservar la memoria de los ferrocarrileros, Ahumada expresó: “es una historia que debe documentarse. El ferrocarril transformó el país y también a la región. Desplazó los caminos reales, conectó pueblos, impulsó industrias. Hoy, ver pasar un tren ya no significa nada para la mayoría. Pero para quienes vivieron esa época, fue su vida entera”.
Agregó que las nuevas generaciones ven al tren como algo lejano. Ya no detiene el tráfico, ya no marca el tiempo.
“Lo que queda es el recuerdo. En lugares como Torreón o Gómez Palacio, donde estaban las estaciones y la Casa Redonda, sobrevive todavía un eco. Pero ese eco se está apagando. Si no se escribe, si no se archiva, si no se cuenta, va a quedar un hueco muy grande en la historia”.
En esa misma línea el historiador concluyó: “hoy seguimos hablando de agua, de agricultura, de industria. Pero no siempre tomamos en cuenta a quienes viven del río, del campo, de lo que sostiene la región. El tren nos dio identidad, así como el Río Nazas nos dio vida. La historia no sólo está en los monumentos, está también en la memoria de los hombres que la vivieron”.
En ese sentido, este diario, en un intento de rescatar la historia del ferrocarril desde la mirada del obrero, entrevistó a Ildefonso García Holguín, Daniel Flores Aragón y a Jesús Urbina Sandoval, tres ex ferrocarrileros laguneros que, aunque saben que sus nombres no resuenan en la historia ferroviaria de la Comarca, asumen con orgullo lo que fueron, y sobre todo lo que representó para ellos dedicar su vida a un oficio que moldeó el futuro de su tierra.
UN FERROVIARIO RECIO
La hechura de este reportaje me llevó a visitar el Museo del Ferrocarril de Torreón. Mi intención: indagar sobre, más que del tren, de los obreros que lo trabajaron.
No esperaba que en ese recinto, inaugurado el 7 de noviembre de 1998, me aguardaba un testimonio vivo que resultó ser más revelador que cualquier archivo.
Ahí, dónde antes funcionaban los talleres de carpintería y herrería de Ferrocarriles Nacionales de México en lo que hoy es las Antigua Aceitera, me crucé con Idelfonso García Holguín, un hombre del riel que desde niño se enamoró de la atmósfera ferroviaria.
"Yo soy de aquí, del ferrocarril", me expresó el hombre de 73 años, ojos borrados y bigote pronunciado, que luego de jubilarse de Ferrocarriles Nacionales de México buscó la manera de seguir conectado al oficio.
Por eso permanece en el museo. Ahí, hace de todo: limpia las instalaciones, riega las plantas, corta la hierba, pero, sobre todo, comparte sus memorias ferrocarrileras a todo visitante que llega.
Lo que guarda su cabeza no se exhibe en el museo, pero él mismo representa la sustancia humana de lo que años atrás, muchos años atrás, vivieron los trabajadores sobre las vías.
“Desde niño anduve arriba de los trenes. Mi papá era ferrocarrilero, de cuadrilla ambulante. No teníamos casa, vivíamos en un carro campamento. Para mí, eso era la vida: andar rodando con él, vacacionar en los carros, oír el silbato de tren, ver correr el mundo desde la vía”.
Y aunque su padre le decía que no siguiera esa vida, por ser “demasiado dura”, Idelfonso no escuchó. Desde niño se familiarizó con las herramientas: sabía lo que era una barra, un gato, un durmiente.
“Yo desde chavacano sabía cómo funcionaba todo esto. Terminaba la escuela y me venía justo aquí (refiriéndose al museo) a ver como se hacían las cosas. Aprendí porque quería parecerme a mi padre”.
A los 19 años logró entrar formalmente a trabajar. Primero en el Departamento de Vías y Estructuras, más tarde en el de Puentes y Edificios, donde se asentó hasta su retiro. Fueron 26 años los que anduvo sobre las vías, en cuadrillas que recorrían el país, armando campamentos, restaurando puentes, cambiando rieles y durmiendo donde se aparcaba el tren, en medio del polvo y el silencio.
“Éramos veinte y tantas personas en la cuadrilla. Íbamos con todo y familia. Cocinábamos juntos, nos contábamos la vida alrededor de una fogata. Éramos una familia”.
Aunque fuera nómada, Idelfonso extraña aquella vida. Qué tanto no verían sus ojos, si al recordar esos tiempos, ahí, frente a mí, se le vuelven acuosos. Me dice que está contento porque le vine a preguntar.
“Ya ni la hace”, me pronuncia, y como si el destino nos quisiera dar un golpe de efecto, la grabadora registra el silbido de un ferrocarril modernizado, un sonido que por muchos años fuera la banda sonora de su diarismo.
Escribo modernizado porque la historia del ferrocarril en México dio un giro drástico en los años noventa, cuando, tras décadas de deterioro, déficit y abandono estatal, el gobierno federal impulsó un proceso de privatización bajo el argumento de modernizar el sistema y hacerlo rentable.
Como dato contextual: en 1995, durante el sexenio de Ernesto Zedillo, se decretó la desincorporación de Ferrocarriles Nacionales de México, abriendo paso a concesiones privadas que fragmentaron la red en distintos corredores comerciales, como Ferromex y Kansas City Southern.
Aquella transformación, orientada al transporte de carga, dejó fuera al pasajero y marcó el fin de una era para miles de trabajadores que, como Idelfonso, vieron desaparecer no sólo su oficio, sino también una forma de vida anclada al ritmo del tren.
“No todos lo entienden, pero el tren fue nuestra vida. Fueron días sin descanso, sí, pero también una alegría profunda. Anduvimos de día y de noche. Hubo accidentes, sí, pero también muchas risas, muchas historias. Y ahora que ya no está, duele. Porque nosotros, los ferrocarrileros, traemos muchas cosas guardadas aquí adentro... y a veces ya no hay a quién contarlas”.
Sus hijos no siguieron el oficio. “Lamentablemente no les gustó”, dice con resignación. “Yo quería que fueran como yo fui con mi padre. Pero ya es tarde. Ahora que están grandes, dicen que les hubiera gustado entrar. Pero ya no se puede”.
Aun así, conserva la esperanza de ver un día, otra vez, un tren de pasajeros corriendo por Torreón, así como quien sueña con volver a ver correr el agua por el Río Nazas.
“Queremos ver pasar el tren como antes, no nada más de carga. Queremos que la ciudad escuche otra vez ese pulso. Porque no era sólo un transporte... era la vida misma”, dice Idelfonso, con la voz aún vibrando de nostalgia. Y mientras afuera el silencio ocupa el lugar del bullicio ferroviario, yo no pierdo la oportunidad de seguirlo, de caminar junto a él por los andenes del recuerdo, en una visita guiada que es también un viaje íntimo por las entrañas de una memoria que se resiste al olvido.
EL TREN COMO HERENCIA
Quedamos de vernos en el Manto de la Virgen. Daniel Flores Aragón llegó puntual, luego, metafóricamente encarriló mi carro hacía su hogar, espacio donde narró a este diario sus andanzas sobre las vías.
“Lo del ferrocarril lo traemos nosotros desde nuestros antepasados: abuelos, bisabuelos, tatarabuelos… hemos sido ferrocarrileros de toda la vida”.
Daniel nació en Parras de la Fuente, pero la vida sobre rieles lo trajo desde pequeño a Torreón. “Me cuenta mi mamá que yo nací en un vagón del ferrocarril”.
Durante la visita guiada por el Museo del Ferrocarril, Idelfonso me habló con detalle de los carros campamento, ese como en el que Daniel llegó al mundo, que no eran más que casas provisionales para los trabajadores y sus familias.
Por fuera, lucían como cualquier otro vagón de carga, pero por dentro, albergaban una vida entera en miniatura: literas de madera, un pequeño fogón, cobijas dobladas al pie de la cama, utensilios colgados en las paredes, y el aroma persistente del café cocido en brasero. Era un hogar sobre rieles.
En ese ambiente creció Daniel, entre estaciones y carros campamento, siguiendo el ir y venir de su padre, también ferrocarrilero. Así fue como, a los 19 años, sin necesidad de estudios, ingresó a Ferrocarriles Nacionales de México, cuando el trabajo aún se heredaba como si fuera un apellido.
“Entré en 1983. Primero fue mi papá, luego mis hermanos y después yo. Ya con la privatización, todos se salieron. Yo fui el único que quedó por el lado de mi papá y mi mamá, porque de los dos lados son familias ferrocarrileras” Daniel vivió el cambio de era. De los últimos años del sistema estatal a la transición con Ferromex. Del trabajo manual extenuante, donde cada durmiente se cambiaba a mano, al arribo de la maquinaria pesada.
“Antes todo era manual… ahora los camiones traen pluma. Nosotros lo hicimos por amor al ferrocarril”, expresó.
Ese amor se tradujo en una vida entera. Pasó por distintos departamentos: empezó en Vía, el más pesado; después condujo “camioncitos” para ingenieros, luego integró una cuadrilla sistemal que recorría todo el país. Finalmente, cerró su ciclo en el área de Vías y Estructuras, ya con 42 años, seis meses y seis días de servicio cumplidos.
“Fue muy solitario. Todo el tiempo andábamos fuera. Dejé mi casa, a mi familia, eventos importantes… hasta enfermedades, por cumplir con el trabajo. Pero nunca me pesó. El ferrocarril fue y es mi pasión”.
En su relato, la historia técnica y la historia humana se entretejen. Mientras habla de maquinaria, sueldos bajos, jornadas largas y falta de equipo de protección en los viejos tiempos, también habla del sentido de comunidad que se vivía: las cuadrillas compartían alimentos, anécdotas y fatiga. Asimismo rememoró la figura del pagador, ese hombre que iba de estación en estación repartiendo el salario de los trabajadores en efectivo, porque antes, mencionó, no había tarjetas ni bancos.
“El tren fue lo que le dio vida a esta región. Por donde pasó el ferrocarril, hubo movimiento. Donde ya no pasa, hay pueblos que desaparecieron. Antes todo se movía en tren: animales, muebles, y familias enteras”.
Hoy, dice, sólo quedan los recuerdos… y unos pocos jubilados que se reúnen cada 7 de noviembre, día del ferrocarrilero, para saludarse en la tradicional peregrinación y recordar lo que fueron.
El edificio que era sindicato, que se ubica entre calle Treviño y Bulevar Revolución, donde antes solían reunirse, manifestó, se volvió “injustamente” propiedad de Ferromex.
“El sindicato se construyó con nuestras cuotas… y ni una sola banca nos dejaron para reunirnos ahí. Ahora todo está cercado”, lamentó.
A pesar de todo, Daniel se considera afortunado. “Mi mayor satisfacción es haberme pensionado íntegro, haber llegado a los 60 con la frente en alto”. Le duele, eso sí, ver el deterioro de las vías, el desinterés de las nuevas generaciones y el olvido que se cierne sobre su oficio.
“Ya nadie le tiene amor al ferrocarril… ya no se lleva en la sangre. Y va a llegar el día en que todo se olvide, si no seguimos contando nuestra historia” Por eso insiste en algo que, más que propuesta, suena a ruego: “Aquí en La Laguna, que no diera yo porque se entrevistara a un ex ferrocarrilero cada cierto tiempo. Que no se pierda ese amor al tren, ese amor con el que nació esta comarca”.
En su voz, que mezcla la nostalgia con una dignidad profunda, se revela el corazón de toda esta historia: que más allá de las máquinas y herramientas, lo que movía al ferrocarril eran hombres como Idelfonso, y como él. Hombres del tren cuya memoria, si no se escucha, si no se escribe, también corre el riesgo de que se descarrile para siempre.
EN PIE DE LUCHA POR EL TRABAJADOR FERROCARRILERO
El último ex ferrocarrilero que entrevisto es a Jesús Urbina Sandoval. Me cita en el Museo del Ferrocarril. Él habita en el corazón de la colonia Antigua Aceitera, zona asistida por más, entre ellos Idelfonso, descendientes del tren.
Jesús entra a paso lento al recinto, nos dirigimos al vagón pullman, el cual, en años antiguos, brindaba un servicio de primera. Ahí, sentados dentro de ese carro exhibición, el ex obrero y yo damos un paseo en el tiempo.
Chery, como fue conocido por muchos en el ambiente ferrocarrilero, ahora tiene 77 años, pero es dueño de una memoria que, como los trenes, no olvida su trayecto: "Yo entré el 8 de septiembre del 68, cuando estaba la inundación en Gómez".
La suya fue una carrera larga: 30 años en Ferrocarriles Nacionales de México y cinco más en Ferromex. Empezó por su padre, quien fue peón de vía, y más tarde lo siguieron sus hijos: uno conductor, y otro como garrotero. Así se tejió antes, entre generaciones, el oficio ferrocarrilero.
“Empecé levantando cadenas en el crucero de Alianza para que no pasaran los carros cuando venía el tren. Fui lamparero, llamador, garrotero, mayordomo, jefe de patio, ayudante de superintendente”, enumera, los puestos que ocupo con orgullo.
“El ferrocarril tenía mucho personal, era un mundo en sí mismo. Cada puesto tenía su valor.” A diferencia de otros compañeros, Chery nunca vivió en las casas campamento, por que su trabajo fue más como enlace directo entre la oficina central y el personal operativo en campo.
Él, así como Daniel, también vivió la transición de Nacionales a Ferromex: “Nos dieron escuela para aprender a usar la computadora. Ya era menos pesado, más moderno, pero ya no era lo mismo”.
Con nostalgia rememora los trenes de pasajeros, como aquel que iba de Torreón a Monterrey (el 179), o los que recorrían rancherías que hoy parecen condenadas al olvido. “Sí me gustaría que regresaran los trenes de pasajeros. Ayudaban mucho a la gente. Ahora muchos pueblos se quedaron sin nada. Antes les dejábamos agua en cisternas. Ahora no sé ahora cómo le hagan”.
Una imagen que se le quedó grabada es la del tren del Día de Muertos. “Poníamos un tren desde el Panteón Jardines hasta Torreón. Llevábamos gente y regresábamos por más”. Era, imagino, como una romería sobre rieles.
Su vida de ferrocarrilero, me compartió, fue una vida bonita, aunque no por ello fácil. "Eran jornadas de hasta 18 horas. Pero el ferrocarril nos dio todo: comida, carrera para los hijos, sustento... Todo." Como muchos exferrocarrileros, Chery no sólo carga con recuerdos, sino con la responsabilidad de defender el legado que les pertenece. Hoy forma parte de la Asociación en Defensa del Trabajador Ferrocarrilero, desde donde ha luchado por recuperar terrenos y espacios que, asegura, les fueron arrebatados por decreto o por abuso de poder.
Pese a todo, el tono de Chery nunca se vuelve amargo del todo. Recuerda con cariño a los maquinistas, a los garroteros, al bullicio del patio y las cuadrillas.
“La tripulación se formaba con el maquinista, su ayudante, el conductor y los garroteros (uno adelante, otro en medio y otro atrás). Por cada quince furgones extras, metían otro garrotero.” Hoy, pronunció, los trenes cargan hasta 120 carros. “Son como tres kilómetros. Pero ya no es igual. Ya no se vive, ya no se siente.” Cuando le preguntó qué significa el ferrocarril para él, su respuesta fue lapidaria. “Significa todo. Fue mi vida entera”.
Y mientras recuerda nombres, estaciones y movimientos de carga, suelta una verdad que atraviesa todo este reportaje: “Ya quedamos pocos. De los que trabajamos en Nacionales… ya casi no hay nadie”. Y lo dice sin dramatismo, como quien acepta que el silbido de la locomotora se va apagando, aunque no así el eco de sus recuerdos.
Él, junto con el Idelfonso y Daniel, representan, entonces, a los hombres del tren: el lado un humano de un oficio que ya no es, pero que sobrevive en la memoria colectiva de quienes crecieron viendo al ferrocarril avanzar sobre las vías.