UNA CESÁREA EN EL AGOSTADERO
Trabajaba de veterinario de gobierno en el municipio de Mapimí, Durango, atendía grandes y pequeñas especies, tenía un par de años de haber egresado de la facultad, apoyaba en las actividades de manejo de ganado de los ejidatarios, gente amigable y trabajadora. Realizábamos la faena del ganado en los agostaderos semidesérticos de cientos de hectáreas bañados de mezquites, yucas, huizaches, cactus, cardenches, biznagas, magueyes, una vegetación árida y espinosa con hermosas flores típicas que le daban mágicas pinceladas de color al desierto. El manejo del ganado duraba varios días, empezaba con el acarreo del ganado de razas cebuínas, de gran temperamento pero de excelente adaptación para estos ecosistemas extremosos. Al encontrarse reunidas las cientos de cabezas de ganado en los corrales de manejo, iniciábamos las actividades con la salida del sol, se herraba y aretaba las crías para su identificación, se castraba los novillos, se vacunaba, y vitaminaba, se desparasitaba y contra la garrapata baños de inmersión, se descornaba, recortaban pezuñas, mi trabajo consistía en medicar animales enfermos, diagnosticar gestación, desechar hembras infértiles, programar la temporada de partos, la venta de novillos era lo principal para abonar al crédito del banco, de ahí la importancia de evitar mermas debido a enfermedades, depredadores, problemas nutricionales que causaban pérdidas económicas a las familias que dependían de esta actividad. Disfrutaba mi trabajo al aire libre y me deleitaba a la hora de comida cuando cada vaquero sacaba su "itacate" envuelto en servilletas de tela de algodón y lo compartía con el resto de los compañeros, calentaban en las brasas los exquisitos guisos de variedades de sopas, guisos, papas, frijoles, preparados con diferentes chiles, además de picosas salsas rojas y verdes, acompañados de gruesas tortillas hechas a mano que sus esposas les preparaban en la madrugada y gentilmente compartían con un servidor, para el calor una gran taza de peltre con café negro, les compartía mis emparedados de jamón y queso que preparaba mi madre, pues aún me encontraba soltero. También los visitaban dos veterinarios que vestían impecablemente a la usanza del oeste, empleados del banco y de la aseguradora, no se involucraban en las faenas del ganado, su trabajo era administrativo. Recuerdo que en una ocasión durante la época de partos, coincidí con los colegas en una vista al agostadero, el encargado se llamaba Velentín, un señor de la tercera edad, era nuestro guía y conocía a la perfección el terreno, tenía años trabajando con el ganado, era muy alegre y disfrutaba su trabajo, bajo de estatura, corpulento, moreno curtido por el sol y muy dicharachero. Jamás había visto como localizaban rústicamente el agua subterránea con una rama de gobernadora en forma de horqueta, hasta que Valentín nos hizo la demostración y quedé sorprendido por la forma en que se doblaba la punta de la rama hacia abajo indicando el lugar donde pasaba el manto acuífero bajo el suelo arenoarcilloso, hice el intento y no logré que la rama se moviera, comentaba que no cualquier persona tiene esa cualidad. Después de unas horas de recorrido en el agostadero, me dice Valentín, "dotor", aquella vaca ceniza que está en aquel huizache desde ayer está batallando pa' parir. Al acercarnos, efectivamente se veía en trabajo de parto, pero muy exhausta. Inmediatamente, la sujetamos, me coloqué un guante obstétrico para palparla y saber la causa del problema. Al sacar mi brazo de la enorme vaca, les di un guante a cada uno de mis colegas para que opinaran al respecto, uno de ellos dijo que la obstetricia no era su especialidad, mientras el otro comentó que con mi opinión bastaba, estoy seguro que contaban con experiencia, pues eran mayores que un servidor, tal vez no querían ensuciar las botas o manchar el "Stetson" que cubría sus cabezas. Les expliqué que nos enfrentábamos con un parto distócico, la cría venía en posición caudal y se encontraba viva, pero era demasiado grande y en esa presentación resultaría muy difícil la expulsión, podíamos perder a la madre y la cría sino realizábamos la cesárea, pues tenía más de veinticuatro horas en trabajo de parto, si estaban de acuerdo la haríamos ahora mismo. Traté de que mis palabras salieran con seguridad, pues jamás había hecho una cesárea en una vaca solo, las había realizado en cerdas, perras y gatas, pero no en una especie mayor, únicamente las que había practicado en la facultad en la clase de técnicas quirúrgicas con la supervisión del maestro. Afortunadamente, había hecho otras cirugías en bovinos y eso me daba confianza, pues eran parecidos los procedimientos quirúrgicos y la anestesia. Mis colegas asentían con la cabeza las instrucciones a seguir sobre la cirugía, siempre cargaba con mi viejo maletín que contaba con lo necesario para realizar una cirugía. Inmovilizamos a nuestra paciente junto al pequeño árbol, procedí aplicar la anestesia epidural, posteriormente hice un corte de unos treinta centímetros con el bisturí en la zona previamente desinfectada con yodo, la vaca ni se inmutó hasta parecía cooperar, localicé el cuerno uterino que alojaba a la cría y la quise extraer por la incisión, pero se trataba de un enorme becerro de cincuenta kilogramos de peso, y fue donde solicité acomedirse a mis colegas espectadores, salió una gran cantidad de líquido amniótico mojando sus ropas, mientras ligaba el cordón umbilical ellos sacaban a la cría con cuidado, al estar suturando al final de la cirugía, la madre limpiaba al recién nacido con su áspera lengua. Al retirarnos, observamos a lo lejos la hermosa imagen de cómo se incorporaba la cría para amamantarse a tan solo unos minutos de nacer, mientras la madre rumiaba el alimento observando orgullosamente a su vástago. Todavía con el sol en su apogeo, fuimos a comer al poblado mágico de Mapimí, la típica "comida corrida", mi favorita, que consistía en un plato enorme de un suculento cocido de res con sus respectivos tuétanos, chambarete, generosa verdura con medio elote, acompañado de una sopa de arroz con guisantes y un huevo estrellado encima, frijoles refritos, salsa de molcajete y tortillas hechas a mano, además de una merecida cerveza helada y espumosa. En la sobremesa les agradecí a mis colegas su apoyo, haciendo énfasis que sin su ayuda hubiera sido difícil realizar la cirugía, se sintieron halagados y decían con modestia, era lo menos que podíamos hacer. Me sentí apenado de cómo habían terminado sus impecables camisas vaqueras impregnadas de los líquidos propios de una cirugía improvisada. Al final del día, los tres brindábamos. "Por el éxito de nuestra cesárea".