
Había manifestado el deseo de ser sepultado en la capital de Nuevo León. (CORTESÍA)
A las 07:45 horas del 27 de diciembre de 1959, una noticia estremeció a la escena literaria de México. En el domicilio de Benjamín Hill 122, en pleno corazón de la colonia Condesa de la capital del país, el gran escritor, poeta y ensayista Alfonso Reyes dejó el plano físico para incorporarse a un firmamento intelectual más allá de los libros.
Nacido en Monterrey en 1889, el escritor nominado en cuatro ocasiones al Premio Nobel de Literatura tenía 70 años de edad al momento de su deceso. Lo acompañaban su esposa Manuela Cota de Reyes, su hijo Alfonso Reyes Cota y su nieto. En ese entonces ocupaba la presidencia de la Academia Mexicana de la Lengua. Antes había sufrido varios avisos de su afección cardiaca en poco tiempo, el último le costó la vida. Según se registra en su acta de defunción, el maestro murió por un infarto al miocardio.
Al mediodía de ese 27 de diciembre, su cuerpo fue trasladado a la sede de El Colegio Nacional, institución de la que fue miembro fundador. Al centro de la sala se colocó el féretro gris oscuro, decorado con herrajes de plata y rodeado por arreglos florales, entre ellos los enviados por el entonces presidente de México Adolfo López Mateos.
Don Alfonso Reyes había manifestado el deseo de ser sepultado en la capital de Nuevo León, su tierra natal rodeada por montañas de la que habla en uno de sus más célebres poemas: ‘Romance de Monterrey’. Sin embargo, sus restos fueron depositados un día después en la Rotonda de las Personas Ilustres, al interior del Panteón Civil de Dolores, en Ciudad de México, donde continúan hasta el día de hoy.
CUANDO CREYÓ MORIR
Una de las reflexiones más profundas de Alfonso Reyes sobre el inevitable destino de la muerte, se encuentra en su texto titulado ‘Cuando creí morir’. El académico José Luis Martínez, quien dirigió el Fondo de Cultura Económica (FCE) de 1977 a 1982, indica que el texto está formado por tres secciones: ‘Los cuatro avisos (Andantino)’, ‘Cuando creí morir (Mastoso)’ y ‘Una enseñanza (Rubato), símil a los movimientos de una sonata. La primera y tercera parte fueron escritas en 1947, la segunda en 1953.
La primera consiste en una reflexión moral redactada tras sus dos primeros infartos. Reyes se propuso decantar los principios que hasta entonces habían regido su vida: “el cinismo como verdad y realidad, y el estoicismo, como dignidad; y añade ‘sin olvidar la cortesía como brújula de andar entre los hombres’”.
La tercera parte constituye en otra reflexión, pero ahora sobre el dilema del hombre de estudio que acepta un cargo político, quien suele tropezar contra las “fuerzas oscuras”. No es posible vender al diablo tan sólo la mitad de su alma. Habla también de las “eminencias grises”. En resumen, el ejercicio y el triunfo en lo político implica la aceptación del mal y la crueldad.
Mientras que la segunda parte supone el relato sustancial del texto. Se trata de una crónica sobre su enfermedad. En ella enumera los cuatro avisos de infarto o trombosis coronaria que sufrió antes de morir: el 4 de marzo de 1944, en febrero y junio de 1947 y el 3 de agosto de 1951.
Gustoso por la precisión, Reyes acude al relato sustancioso de los síntomas y consecuencias de cada uno de estos anuncios. En el último, donde debió ser internado en el Instituto Nacional de Cardiología, indica que se vio sorprendido al trabajar en la ‘Fabula de Polifemo y Galatea’, de Luis de Góngora. Durante el duermevela, se veía invadido por imágenes gongorinas, entonces todo era “pluma, miel, cristal, oro, nieve, mármol, armonías en blanco y rojo”.
Cabe resaltar que Reyes vivió ocho años más después de su último ataque. José Luis Martínez añade que el erudito mexicano del siglo XX “nunca fue un enfermo ni atemorizado ni aprensivo, y sus últimos años fueron de los más fructíferos de su carrera intelectual”.