El cine no ha perdido su esencia, aunque para muchos este arte ya está muerto. Creo firmemente que desde el primer día hasta ahora el cine no se trata más que una reacción química. Me explicó, desde sus inicios este modo de comunicar emociones y realidades a través de la imagen tuvo que nacer de una reacción de químicos, de una excitación de átomos y componente frente a eso que llamamos luz, eso que nos devela la realidad, eso que es necesario para entender en dónde estamos parados y hacia dónde hay que dirigir nuestro caminar.
Por ello cada día, todas esas historias que ha tenido cabida en este formato siguen teniendo a la luz como el motor para pintar sobre la pantalla todo aquello que nos convierte en una especie diferente, inteligente y a la vez salvaje, con el mérito de saber usar este acto humano para guardar aquello que en un tiempo era un sentimiento o un miedo, aquello que nos sorprendió o nos dejó embelesados, aquello que jugó con nuestros sentimientos, pero también nos hizo participes de la tragedia ajena.
Eso que se llama cine ha formado parte crucial en mi vida, que ahora al llegar a mis primeros 50 años, siento que estoy en deuda con miles de personas que no alcanzare a ver frente a frente, pero que sé que su labor ha quedado guardada en un fotograma revelado.
Cómo olvidar mi primera experiencia de entrar al Teatro Isauro Martínez, cuando todavía su piso era de madera, para ver a Blanca Nieves de Walt Disney, disfrutar de esa enorme pantalla donde las imágenes se sucedían a la par de la emoción, de los colores y los sonidos. De ahí que ir a una sala se convertiría en una experiencia agradable y amorosa. Porque no he olvidado el interior del Cine Princesa que se encontraba frente a la Plaza de Armas de nuestro Torreón, de su vetusto escenario que robaba mi atención y mi ser cada vez que apagaban la luz. Aún en mi mundo onírico esa construcción está permanentemente en mí.
No puedo dejar de pensar cómo eran esas salas majestuosas, con personalidad propia, que evocaban el paso de las musas en su momento o bien el paso de las estrellas que nos mostraban los estudios de Hollywood, La Raza y otros más (chiste para la gente de 45 y más). El Nazas, El Torreón, incluso el Variedades y el Laguna formaron parte del entretenimiento y la vida de cientos de laguneros, que encontraron en el cine un escape a la vida cotidiana para intercambiar mi capacidad de asombro por un boleto en la taquilla.
Luego la modernidad llegó con los cines que ya tenía alfombra y no madera. El Comarca 2000, la Sala 2001, los Géminis y luego los Gemelos. Aunque sé que existió la Sala Buñuel, ahí nunca entré de niño porque era el cine de proyecciones de medianoche y de cine de otras latitudes desconocidas para mí en ese momento. Posterior llegaron los complejos de cines de más salas, que eran partes de franquicias, de las cuales no me quejo porque tienen una variedad para ver una película con comodidad, pero si es triste ver que la región Lagunera la oferta de calidad es poca y solo de una semana.
Pero más allá de los espacios, mi formación por el amor al cine también ha contado con la presencia de personas, cosa extraña en un lugar como el nuestro en donde la cultura y el arte es como sembrar en un cerro, entre las piedras y aún así florecer. Cómo no agradecerle a Max Rivera Padre, el maese Héctor Becerra, mis amigos Luis Solares y Carlos Sáenz me han dado la oportunidad de conocer el trasfondo de la construcción de una película comercial, de arte, de autor, de serie b o indie. Coincidir en la pasión que se convierte no solo mostrar una obra especial de los miles que existen, sino de motivar al espectador a involucrarse no solo en el recibir, sino el pensar en cine, ver los matices que ofrecen cada director y a su vez sacar de nuestro espíritu la voz que nos colocará en el entorno.
Al igual no puedo dejar a un lado a los jesuitas Felipe Espinosa, Sergio Guzmán y muy particularmente Luis García Orso, quienes me han dado la oportunidad de ver el cine con otros ojos, no quedarme con el me gusta o no, sino verlos desde la trascendencia, desde el amor y hasta desde la fe. He recorrido el país para ver y disfrutar el cine, y en esta aventura he encontrado gente muy valiosa como Sarah Hoch, mi querido y siempre recordado Ernesto Herrera, quienes me invitaron a participar como jurado en el Festival de Cine Internacional en Guanajuato, abriendo el mundo del cine nacional e internacional de una manera que nunca pensé que vería.
Ahora soy padre de familia y disfruto cada película que veo junto a mis hijos, porque compruebo sus ilusiones y sus sueños cada vez que se emocionan, ríen, lloran y hasta gritan ante una película. Mi mujer Perla ha sido también importante en mi visión del cine, porque su forma de desmenuzar una película rebasa mi propio análisis, dejándome encantado cada vez que me dice lo que vio y me lo comparte.
Este escrito es un agradecimiento a todos, a quienes han hecho el cine que he visto, a quienes me han dado un consejo o un elemento para conocer más de este arte, a ustedes que han leído y seguido esta columna, y para todos aquellos que en su momento llegaran con una historia que nos llevará a experimentar que, a pesar de la oscuridad más intensa, un rayo de luz puede transformarnos a todos. Por eso bien vale la pena disfrutar del cine.