
Foto: Yoshiko Kojima
La perfección de la caligrafía, la delicadeza de ceremonias y rituales y la exuberancia del paisaje milenario, quedaron rasgadas como el papel arroz de un shoji. Con historias de realismo crudo que transcurren entre drogas, desengaños y orgías recurrentes, Ryu Murakami, novelista y cineasta, contribuyó a labrar una transgresión que prevalece.
Cuando Yasunari Kawabata recibió, vestido en kimono, el primer Premio Nobel de Literatura otorgado a un japonés, la intensión era obvia: reivindicar la estética ancestral como valor supremo e indefectible del arte nipón. Era 1968 y el sentimiento de autocompasión que floreció durante la posguerra se había instalado en la sociedad japonesa como un elemento casi natural de su aprehensión axiológica del mundo.
Aquel día, en su famoso discurso de aceptación del Nobel, “El hermoso Japón y yo”, Kawabata embrujó citando antiguos poemas del maestro budista Dōgen Zenji y del monje Ryōkan, exaltó la belleza de la nieve, los cerezos en flor y la ceremonia del té. Cuatro años después moriría solitario a orillas del mar. Para entonces, ya también habían perecido otras dos piedras angulares de la novela contemporánea nipona: Jun'ichirō Tanizaki y Yukio Mishima. La línea divisoria entre la llamada literatura alta, que celebraba la belleza tradicional, y la baja, que se dejaba permear por influencias occidentales, estaba a punto de diluirse.
AZUL CASI TRANSPARENTE Y EL HANAMI DE LA PERVERSIÓN
La música de The Doors gira en el tocadiscos. De pronto, el rugido de un avión militar corta la atmósfera y vuelve inaudible el piano de Crystal ship. Entre el humo de Kool y hachís, los amigos salen del trance. Todos son japoneses y muy jóvenes. La luz roja de la habitación los hace sudar, les escuece la piel y los recuerdos. Ryu, el narrador protagonista, se trasviste y abusa del sexo ocasional lo mismo con Lilly, su prostituta de cabecera, que con los soldados de una base estadounidense cercana a su departamento. Reiko, Kei y Moko participan también de las orgías. Okinawa, Yoshiyama y Kazuo no hacen más que consolidar su toxicomanía y el despropósito de su existencia. En sus violentos días abunda el Nibrole, la heroína y los sueños quebrados.
Tal es la atmósfera que Ryu Murakami expone en Azul casi transparente, novela que en 1976 rompió los cánones narrativos hasta entonces ponderados por la conservadora crítica especializada. La obra recibió el prestigioso Premio Akutagawa, galardón que se entrega desde 1935 en homenaje al escritor neorrealista Ryonosuke Akutagawa, ícono literario en el país del sol naciente, que mantenía vivo el encanto por las historias del Japón feudal. Para muchos, el que una novela considerada barata y pornográfica recibiera tal distinción, significó un insulto a la memoria estética y un pavoroso signo de degradación. Una parte del jurado dimitió en protesta antes de conocerse el fallo, un millón y medio de ejemplares fueron vendidos en un semestre y, tres años después, Murakami llevaba al cine la adaptación de su sórdida historia.
Ese mismo año, 1979, una leyenda viva de la literatura mundial saltaba al escenario: Haruki Murakami (dueño mayoritario de la fama del apellido) publicó para la revista Gunzo su opera prima Escucha la canción del viento. Aunque alejado del estilo crudo de Ryu, Haruki ha abanderado la exploración de nuevos y osados caminos narrativos con una obra vibrante, llena de mundos paralelos, transfiguraciones y miradas melancólicas. Si espléndidamente Tanizaki exaltaba la sombra y Kawabata la nieve, los dos murakamis (sin parentesco, ni amistad) esculpían, con historias alienantes y occidentalizadas, un nuevo modelo alejado de la barrera tradicionalista, de la cerca electrificada entre lo alto y lo bajo, lo culto y lo pop.
VIOLENCIA ROSA, DECADENCIA PERSISTENTE
La perversión, el realismo decadente y el sexo crudo, definían las historias del 'pinku eiga' o 'pinky violence', subgénero cinematográfico que cobró auge en los setenta y que el propio Ryu Murakami cultivó dos décadas después al llevar a la pantalla la adaptación de su novela Topazu, conocida en Occidente con un título mucho más explícito: Tokyo decadence.
La novela, publicada en 1988, cuenta la historia de Ai, una estudiante avenida a prostituta en aquel Tokio desenfrenado que, ignorando la fragilidad de su burbuja económica, cultivaba un hedonismo decadente que pagaría caro durante la recesión de los noventa. En aquel ambiente de “riqueza sin dignidad”, como uno de los personajes lo describe, Ai complacía las depravaciones de oficinistas frustrados y hombres de negocios adictos al sadomasoquismo y a las fantasías que implicaban la humillación sexual de la mujer. Atrapada en ese laberinto de perdición y deseando recuperar el amor de Satoh, la tímida joven recurre a una adivinadora, quien le aconseja portar un anillo de topacio, elemento que da el título original a la historia.
La adaptación cinematográfica de Tokyo decadence fue estrenada en 1992, con música del genial Ryuichi Sakamoto y una participación especial de la excéntrica artista visual Yayoi Kuzama. La película fue prohibida en países como Australia y Corea del Sur y exhibida con escenas recortadas en América y Europa.
VIGOR A PUNTA DE TRANSGRESIONES
Si bien el apellido Murakami es idolatrado o desestimado en el mundo por vía del imaginativamente poderoso Haruki, la cruda obra de Ryu tiene una importancia capital en la literatura nipona moderna que, dicho sea de paso, también debe su actual vigor a la influencia de múltiples expresiones narrativas, una de ellas: el manga (la escritora Banana Yoshimoto, figura de una nueva especie de boom, ha referido como una de sus mayores influencias a la 'mangaka' Hagio Moto). La impactante novela Battle Royale, de Kōshun Takami y convertida en filme de culto por Kinji Fukasaku o las emotivamente violentas películas de Takeshi Kitano y Sion Sono, son también herencia y ejemplo de un estilo labrado a punta de transgresiones que, no obstante su dinamismo, conserva un inexorable rasgo de la genética narrativa japonesa: la fascinación por el paisaje, la descripción poética de la naturaleza circundante.
Y, así, en medio de toda esa atmósfera, entre el fragor de ciudades nocturnas con destellos de neón, aparecen incrustados esos personajes tan violentos como taciturnos, abandonados a una existencia transparente y errante, como si ellos mismos fueran hojas de álamo revoloteando, marchitas, tras una ventana sin lluvia.
Twitter: @manuserrato