San Virila fue al pueblo a pedir el pan para sus pobres.
La mañana era de invierno. Un viento sin compasión helaba el cuerpo y atería el alma. La neblina se arrastraba como serpiente silenciosa y no dejaba ver más que la soledad del mundo.
El frailecito vio a un perrillo que temblaba de frío. San Virila alzó la mano. Un rayo de Sol se abrió paso entre las nubes y calentó al animalito.
Por ahí iba pasando el rey y vio el milagro. Le ordenó al santo:
-Haz el mismo milagro para mí. Yo también quiero un rayo de Sol.
-Tú no lo necesitas -le dijo San Virila-. Tienes ropa con qué cubrirte, buen vino qué beber, y en tu palacio arden las chimeneas. Para ti no existe el frío de los pobres y de las otras pequeñas criaturas del Señor. No haré el milagro que me pides. Los milagros son para quien los necesita.
Así dijo San Virila, y siguió su camino. A su paso la niebla se abría y la grisura de la mañana se convertía en luz.
¡Hasta mañana!...