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Piciete, tabaco marihuana

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Piciete, tabaco marihuana

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Saúl Rosales

Piciete es una de esas palabras que se me estamparon en la memoria durante mi infancia en La Laguna, y desde entonces me sonaron con tañido de extrañeza. Hasta donde la retentiva colabora, piciete es un vocablo que no escuché más que en la familia. Quizá, como a muchos otros, lo haya reencontrado en Yáñez. No me acuerdo.

Una de las líneas progenitoras de quien pergeña esto, vino a la Comarca Lagunera desde el campo, quizá desde la sierra zacatecana, y de allá trajo muchas formas de habla rural mexicana frecuentes en la literatura clásica española, pero también acarreó vocablos de la herencia náhuatl acuñados en el español de México, como piciete.

Pero sólo a dos personas de esa línea familiar le escuché el nahuatlismo piciete, a una tía de blancura y gordura especiales y a mi madre, mujer de blancura y verbo excepcionales. Mi tía fumaba; mi madre no. Mi tía podía decir “ve a la tienda a traerme mi piciete”; mi madre: “aquí huele a piciete”.

Y sí, piciete era y es, esa arma de suicidio lento, pausado; arma de tabaco. Desde el choque de los mexicanos con los europeos, se identificó al picietl con el tabaco. Varias alusiones antiguas y modernas coinciden en que el piciete es una especie del tabaco. Sin embargo, un par de pasajes de libros muy cercanos a la cultura de los vencidos da qué pensar.

Uno de esos acercamientos se encuentra en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, soldado de Cortés que cuando participó en la Conquista de México, andaba cerca de los veinticuatro años de edad. Al relatar cómo servían los súbditos mexicas a Moctezuma durante la comida, escribe:

“[...] también le ponían en la mesa tres cañutos muy pintados y dorados, y dentro tenían liquidámbar revuelto con una hierba que se dice tabaco, y cuando acababa de comer, después que le habían bailado y cantado y alzado la mesa, tomaba el humo de uno de aquellos cañutos [...] y con ello se adormía”.

En esas líneas no aparece la palabra piciete, pero ahorita volveremos a ellas. Antes veamos lo que en su Historia general de las cosas de Nueva España escribe Bernardino de Sahagún, fraile que llegó a México apenas ocho años después de la caída de Tenochtitlan. Primero dice que para curarse las mordeduras de culebras, los nativos se fregaban la herida con picietl molido. ¿Será igual que frotarse marihuana contra las reumas?

Más adelante, al describir a la “monstruosa” culebra llamada aueiactli, Sahagún anota que si alguien la ve y le huye, “va tras él como volando; y los que conocen ya esta culebra, o serpiente, llevan muchos papeles hechos como pelotas y llenos de picietl molido y tíranle con ellos o llevan unos jarrillos llenos de esta misma hierba, y tíranle con ellos, y como se quiebra el jarrillo y se derrama el picietl, con el polvo del picietl se emborracha y adormece”.

En conclusión, no es probable que la adormidera de Moctezuma ni la de la serpiente aueiactli, como tampoco el picietl que se frotaban los indígenas en las mordeduras de culebra hayan sido marihuana o cáñamo índico, esa otra apetecible y muy famosa aportación con que México contribuyó a la felicidad del mundo.

Sin embargo, la cuestión da qué pensar. En su Breve diccionario etimológico de la lengua española, Guido Gómez de Silva anota que la voz «tabaco», del árabe tabaq, nombraba “varias hierbas medicinales, algunas de las cuales causaban euforia, otras mareo”.

Añade el lingüista que “algún español probablemente dio a la planta americana el nombre de hierbas europeas, cuyo uso tenía efectos semejantes”. Como la hierba mexicana “emborracha y adormece”, causaba euforia o mareo, causaba xitl (locura, necedad e insensatez), provocó que el español le diera el nombre que conocía, tabaco, pero no sería tabaco sino ese herbaje que a unos saca de su realidad y a otros hace millonarios.

De todos modos el nahuatlismo piciete, en La Laguna ha desaparecido porque algunas palabras son desdeñadas, envejecen y mueren y, si acaso, acaban viviendo sólo en la nostalgia, en la curiosidad y en los viejos textos de donde quizá alguna vez, como ahora, desde la muerte sólo den un salto mortal.

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