Cuadros de Rafael Aguirre

La palabra, no el color, no la forma, no la profundidad en la que se hunde o en la que choca la vista, no la extensión copiosa de matices ni el plano apenas poblado con trazos esenciales y que cubre de un golpe la mirada, nada de ello me seduce en el arte. Me seduce la palabra capaz de compendiar todo por su poder para significar, simbolizar, transparentar mediante los velos de la metáfora. Me seducen la palabra escrita y la palabra hablada en los planos del arte, literalmente en los planos del arte (papel, escenario teatral, pantallas etcétera). Por ello me es menos difícil hablar del arte edificado con la palabra que el revelado en los cuadros de pintura, dibujo o grabado. Sin embargo aquí la amistad me hizo abordar la obra de un artista visual. Espero no enfadar.

La obra de Rafael Aguirre (pintura, grabado, dibujo) es como toda creación verdaderamente artística, un esfuerzo titánico, el intento de ser un dios y de ofrecer a los demás una revelación por la luz. Con la magia de su toque o de su deslizar la mano, el artista prefigura un particular mundo que se nos aparece en el cuadro, en la superficie sometida al juego de las gamas cromáticas, la recreación de formas y la composición de espacios. Si en los dioses la revelación es totalizante hasta el infinito de la abstracción del concepto luz, en el artista plástico y gráfico tal revelación se reduce a la condensación, como en alambique de quintaesencias, como en abreviatura de esencias conceptuales, a la sensación visual.

La mano de Rafael Aguirre que ha dado color a la superficie anodina, o que ha creado el cromatismo estricto en el grabado, o que ha tendido el trazo que sublima el espacio despoblado en el dibujo, revela, por el arte concretado en su creación, un universo de luz, de luces nuevas y por tanto novedosas. Así, el cuadro es la sorpresa gratificante para los ojos y para la avidez expectante -o despreocupada-, del receptor. En la pintura, el artista le ofrece las luminosidades del paisaje de vastedad aprehensible; la construcción rústica folclórica y recoleta; el rostro trascendente (“engaño colorido”, dice Sor Juana del retrato); el objeto alejado de la objetividad y domeñado por la subjetividad creadora para introducirlo al mundo de lo abstracto; en la impresión le ofrece las luminosidades de las líneas módicas aportadas por la tinta de la plancha y en el dibujo las del modesto instrumento guiado por el índice y el pulgar.

De esa manera, gracias a los mecanismos comunicantes que vinculan al creador, a la obra y al espectador de la creación visual asistimos a esa revelación por la luz enmarcada en el cuadro que son los paisajes bucólicos o urbanos descubiertos por el color espléndido de Rafael Aguirre en las vastedades xerófitas de la comarca lagunera o en las abundosas regiones de su imaginario de artista; habitamos espacios domésticos edificados y adornados por su pincel, su lápiz o su gubia; palpitamos con la isocronía de los retratos y los tratos surgidos de su mano; nos deslizamos, como ingenuidad en tobogán, a bordo de las líneas monocromas de la impronta o del casi mudo rasgar sobre la superficie de papel.

El mundo de opulencia colorida de las pinturas de Rafael Aguirre o el de los módicos cromatismos de sus dibujos y grabados son ventanas a la serenidad de la luminosidad en reposo pero también son magnetos que atrapan en el estimulante vértigo de la vitalidad. La exuberancia de colores en una pintura y la economía de trazos y tintas en otras de las obras de Aguirre acaban siendo revelaciones por la luz, si le creemos a la física cuando nos dice que la luz es la parte de la radiación electromagnética comprendida entre tantos y tantos dígitos y símbolos de longitud de onda, y que es responsable de nuestra sensación visual.

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