
Henry Siemiradzki, Chopin tocando el piano en el salón del Príncipe Radziwill, 1887.
De escasa estatura, delgado, cabello rubio, ojos color azul grisáceo, nariz prominente y en general una imagen frágil, Chopin nunca hizo de la fuerza descomunal su tarjeta de presentación. Su vida e interpretaciones fueron casi un murmullo.
Las multitudes gritaban que Chopin nunca gritaba. Su música era demasiado sutil. Su piano nunca fue capaz de llenar cabalmente una sala de conciertos, e incluso muchas de sus composiciones tendían a desvanecerse en grandes espacios.
La personalidad del piano de Chopin apuntaba a lo taciturno, a lo íntimo. Era más bien un intérprete del silencio, que de la música misma. Desgraciadamente, Chopin tuvo que vivir en una época de estruendos sonoros emanados de las manos de Liszt o de Berlioz. Éste no fue el caso de Fryderyk Chopin, siendo él una parte importante del romanticismo, no quería saber nada de él. Es más, le desagradaba este movimiento artístico.
Ése no era su idioma musical. Peor aún, Chopin nunca tuvo la fuerza o determinación para organizar grandes giras que posicionaran su nombre entre los grandes compositores europeos. De hecho, muy poca gente lo escuchó tocar. Los que lo hicieron escribieron que lo hacía con gran delicadeza, dulzura y fineza.
Chopin era el único contrapeso de la tendencia del romanticismo, caracterizada por grandes orquestas, temas, divas, volúmenes y personalidades. Su música era más bien intimista -por no decir cuasi espiritual- y apuntaba hacia el interior del alma. Por ello, no era necesario gritar.
Su padre, Nicolas Chopin, había nacido en Francia, pero la Revolución lo obligó a migrar a Polonia. Fryderyk nacería en una población cercana llamada Zelazowa Wola. Dando clases de francés, Nicolas se esforzaba por ofrecerle un sostén a su familia. El primer contacto con la música de Chopin fue bajo la tutela de su hermana mayor, quien logró hacer que el pequeño Fryderyk diera su primer concierto público en el piano a la edad de siete años. Después de pasar algunos años de estudio en el Conservatorio de Varsovia, sabía que esa ciudad no podía darle las herramientas para convertirse en un músico profesional, sin embargo, esos momentos no eran los más propicios para viajar, pues Polonia buscaba independizarse de Rusia y el ambiente era inseguro en todos aspectos.
A pesar de ello, Chopin migró a Europa occidental llevando entre sus pertenencias una taza de té llena de tierra de su amada Polonia. Días más tarde, la armada rusa hacía añicos a los rebeldes polacos. El corazón de Chopin sufría, pues sabía que su familia quedaba atrás y él se había convertido en un refugiado político. El retorno no era más una opción.
Llega a París en 1831, sin saber que ésta sería su morada y su sello para la posteridad. El París de Chopin era uno políticamente estabilizado que encajaba perfectamente con las necesidades del compositor. Todos lo respetaban, pues sabían que era un genio aunque no culto. Si París lo decía era cierto, pues representaba la capital intelectual y artística del mundo: Victor Hugo, Balzac, Sand, Vigny, Lamartine, Heine, Gautier y Musset.
París tenía además tres grandes orquestas, así como la más importante casa de ópera. Tímidamente, Chopin logró organizar un concierto de presentación ante la sociedad parisina. El auditorio estaba apenas a una tercera parte de su capacidad, sin embargo, los críticos afirmaban sorprendidos que la música que emanaba del piano del polaco apenas lograba acariciarlos dulcemente, haciendo descomunales esfuerzos. A pesar de su gran éxito, Chopin no repitió tal experiencia por más de treinta veces, pues nunca armonizó con las multitudes. Era tal su agorafobia que hay quienes afirma que las escasas veces que subió al escenario, lo hacía enfermo con fiebre o alguna otra complicación.
Sin ingresos por conciertos, tuvo que vivir de sus clases de piano, no obstante, ello implicaba otra molestia: los estudiantes llegaban a su estudio y depositaban sus treinta francos en la mesa, mientras él observaba la naturaleza a través de la ventana. Su condición de caballero jamás le permitiría ensuciarse las manos con el dinero y la vulgaridad que implicaba el manejo de éste.
¿Podría un corazón tan noble encontrar una morada? En un viaje conoce a Maria Wodzinska, hija de amistades varsovianas. Le propone matrimonio, pero su suegra les ruega esperar a su padre que se encontraba en Polonia para recibir sus bendiciones de él. La espera nunca terminó, y después de ser rechazado por María, Chopin reúne toda su correspondencia y la ata dulcemente con un delicado listón y una nota al frente donde podía leerse “Mi pena”. ¿Y los gritos, los lamentos, los improperios, los alaridos? Eso nunca. Ése no era el modo de Chopin.
En 1837, su amigo Liszt le presenta a Amandine Aurore Lucile Dupin, baronesa de Dudevant, mejor conocida como George Sand. Él tenía 26 años y ella 32. Sand ya gozaba de fama como escritora y era reconocida por vivir su independencia al máximo. Sin embargo, lo que llamaba la atención era su pronunciado desdén por la moral y el decoro de la época. Siendo de baja estatura y hasta regordeta, solía salir de frac y fumar grandes puros en público.
Incluso, al conocerla, él mismo dudaba de su condición de mujer. Pero meses más tarde, el disgusto se tornó en deseo. El problema era que a pesar de su aspecto masculino, Sand era una mujer sumamente asediada por intelectuales y magnates. Al enamorarse del frágil Chopin, la pareja tiene que migrar a Mallorca, buscando por así decirlo, un paraíso en la tierra.
Lo que encontraron fue un infierno de lugareños conservadores que repudiaron la presencia de una pareja sin el compromiso matrimonial y con hábitos nada comunes a la época. Pero lo peor no estaba en el clima de la población, sino en el lluvioso otoño, que hizo que el genio escupiera sangre en medio de una fuerte tuberculosis.
El compositor pasó algunos meses en Marsella para recuperarse y poder regresar a París. Sand lo cuidaba casi como una segunda madre, pero sólo de día, pues de noche salía con sus amantes. Parece que esto no lo molestaba, pues lo que en verdad lo llenaba era la creatividad y brillantez de su pluma. Esa relación, más platónica que mundana, terminaría pronto.
Ya muy enfermo, la británica Jane Stirling, lo presenta ante la más sofisticada sociedad londinense. Su salud y la decepción por tan pobre gusto británico, hicieron que esa gira fuera un fracaso. Chopin murió la mañana del 17 de octubre de 1848, en París. Su cuerpo yace en esta ciudad, pero su corazón descansa en un pilar de la Iglesia de la Santa Cruz en Varsovia.
Con Chopin el piano se convirtió en un instrumento total: era un instrumento que cantaba y poseía color, poesía y matices infinitos. Era un instrumento heroico y al mismo tiempo íntimo. Mendelssohn afirmaría que: “Hay algo completamente original en su ejecución a piano, y es al mismo tiempo tan magistral que puede afirmarse que se trata de un perfecto virtuoso..., produce efectos nuevos, como Paganini con el violín, y obtiene resultados que nadie habría hecho posibles antes”.
El que Chopin haya sido delicado, fino y enfermizo, no quiere decir que su música careciese de fuerza. Muestra de ello se encuentra en su Polonesa Militar, que derrocha la energía e ímpetu que cualquier nación podría desear. Sean las palabras de Schumann el epitafio de este artículo: “La música de Chopin era como un cañón..., sí, pero un cañón cubierto de flores”.
Correo-e: [email protected]