Siglo Nuevo

Soriano, el niño de mil años

ARTE

La niña muerta (el velorio), 1946.

La niña muerta (el velorio), 1946.

Miguel Canseco

Juan Soriano mantuvo una frescura creativa inédita en sus siete décadas de producción artística. Volver los ojos a su pintura nos lleva, al mismo tiempo, a descubrir con nuevos ojos la llama viva de sus pinceladas y a revisar la historia del arte mexicano del siglo XX.

El psicólogo suizo Jean Piaget identificaba en los menores de siete años una tendencia al animismo, que atribuye pensamientos y sensaciones propias a los objetos, animales y plantas. Piaget señalaba que en el universo infantil no existe una disociación clara entre el mundo interior y el universo físico. Esa perspectiva se diluye con la edad y en gran medida desaparece. No fue así para Juan Soriano (1920-2006). Octavio Paz lo llamó “niño eterno”. Elena Poniatowska lo definió como el “niño de mil años”.

Una extraordinaria biografía permitió que esa mirada permanentemente alerta de la infancia sobreviviera durante toda la carrera de Soriano. Sus cuadros nunca perdieron luminosidad, sus figuras siempre lucieron joviales, los volúmenes que concibió como escultor fueron tan suaves como monumentales. La relación de Soriano con el arte fue sumamente natural.

Como él mismo relató, pintaba con gusto, como quien disfruta bailar o cantar, sin pretender ser un artista con A mayúscula. Por eso, al comienzo de su carrera fue muy reticente a mostrar lo que hacía. Pero reconocer que el arte era la actividad central de su existencia ayudó a que se integrara a ése mundo.

LAS SEMILLAS DE CAMBIO

El recurrente regreso al aspecto nocturno y fúnebre, primero con impresionantes cuadros de niños fallecidos y ataviados como angelitos y después con calaveras multicolores, habla del estado de ánimo crepuscular de la etapa inicial de Soriano. En la otra orilla, en piezas de su madurez como La muerte enjaulada (1983), los colores estallan y se dispersan por toda la superficie pictórica. El cuadro parece lanzar llamaradas de luz y vida. Refleja su formación.

Un encuentro clave en la vida de todo artista es aquél que se produce con sus maestros, que pueden crear barreras en su mente, ideas que lo aprisionan por siempre o en su defecto abrir puertas insospechadas que lo lleven a un viaje único y extraordinario hacia una expresión individual. Con apenas 12 años Soriano tuvo la suerte de tener como mentor al mítico Chucho Reyes, una de las personalidades más originales de México. Anticuario de profesión, halló su estímulo creador en el arte popular de nuestro país, en las figuras de hojalata pintada, en los dulces y productos que en ese entonces eran desdeñados como curiosidades. Reyes hizo sus más celebres obras en sencillo papel de china con rápidas pinceladas al temple. Picasso mismo, sorprendido por tal espontaneidad, lo elogió con una frase singular: “Es un viejo muy joven”. Chucho pudo transmitir a Soriano su gusto por la variedad cromática, por las formas que se elevan ligeras y sobre todo la vocación de maravillarse ante lo cotidiano. Así, el niño prodigio supo temprano que el color es atmósfera, que el aire que respiran las figuras de un cuadro está hecho de pigmentos, que los elementos de una pintura pueden crecer mucho más allá de su marco. Entendió y asimiló la lección de arte más importante: la libertad era el único estilo posible para un pintor nacido en el siglo XX.

De este modo, la influencia de gigantes como Reyes y Roberto Montenegro marcó la pauta de lo que sería su creación futura. Además, hizo de sus amigos sus mejores maestros: Xavier Villaurrutia, Lupe Marín, María Zambrano y por supuesto Octavio Paz, con quien tuvo un fructífero intercambio intelectual desde 1938.

Soriano nació como pintor en un México que si bien reencontraba sus raíces estéticas en su historia y su pueblo, también alimentaba la presencia monolítica de los tres muralistas, Rivera, Orozco y Siqueiros, titanes que marcaban el paso de toda una generación y estipulaban la agenda estética a seguir. Junto con Tamayo, fue uno de los primeros en sobreponerse a esas figuras totémicas y buscar una expresión personal.

A él se acercaron varios jóvenes artistas, seducidos por una cualidad que de forma unánime señalan quienes le conocieron: su inteligencia vivaz, su extraordinaria capacidad analítica. Autores como Manuel Felguérez y Rodolfo Nieto, menores que él, descubrieron en Soriano al maestro que necesitan, al creador que explora al margen de ideologías, al que es capaz de romper con los cercos de un estilo definido. En la década de los cincuenta, después de viajes a Europa y Estados Unidos, el nativo de Guadalajara, Jalisco, emprendió un avance inédito en el arte mexicano: quebró las formas, jugó con la abstracción, sorprendió con pinceladas espontáneas. Realizó cerámicas y escenografías, consolidó su posición dentro del arte mexicano y sobre todo dejó esa luminosa semilla de rebelión que ayudaría al nacimiento de la generación de la ruptura, que con Felguérez, Cuevas, García Ponce, Gironella y Vicente Rojo, entre otros, terminaría por marcar el carpetazo a la era de los muralistas para dar cuerpo a una expresión mexicana moderna y universal.

Con un pie en París y otro en México, el camino creativo de Soriano sólo se detuvo con su muerte a los 85 años.

LOS ROSTROS CAMBIANTES

Hay un tránsito natural en la maduración del estilo de un pintor. En primer lugar debe desarrollar, por así decirlo, su propia caja de herramientas técnicas y expresivas. En el caso de Soriano, siendo un talento precoz, esta parte del oficio que normalmente toma bastante tiempo en resolverse, acaso décadas, fue cubierto antes de sus 20 años.

En lienzos como Ángel de la guarda (1941) podemos apreciar un pleno dominio cromático en una gama de tonos sutiles, del azul al sepia. También un control de la composición, con dos segmentos equilibrados entre el cielo y el edificio, con una nota dinámica otorgada por las ramas del árbol que, desenmarañadas, confieren movimiento a la escena donde el ángel rescata al jovencito desnudo. Hay un poco de la escuela mexicanista de pintura, algo de surrealismo con una nota anecdótica que alude a la cultura popular. Hablamos en suma de una obra perfectamente estructurada en tema, color, dibujo y disposición, cualidades asombrosas si consideramos que su autor en ese momento tenía sólo 21 años. El sentido de libertad y sexualidad implícito en esta metáfora de la caída y el rescate, pudo ser una visión de lo que el futuro le deparaba al artista. A esa etapa pertenecen también creaciones como San Jerónimo (1942) o La playa (1943). Desde ese momento en adelante comenzó su exploración estética donde se mantiene intacto (como un nervio central) su espíritu mexicano, aunque juega con las posibilidades de la forma.

Por otro lado, sus esculturas, con piezas notables como Toro echado (1977) o Paloma (1991, prototipo de la que se encuentra en el MARCO), son volumen y peso en estado puro, donde logra mezclar dos sensaciones aparentemente disímbolas: lo monumental y lo suave.

Un artista que encuentra un estilo puede exhibirlo como el gran trofeo de su vida, sin saber que también puede ser su jaula. Quién como Soriano rompe consigo mismo a cada momento, crea múltiples rostros donde reconocerse. En una bella entrevista con Teresa del Conde, el jalisciense comentó: “Casi es la única tragedia que tiene uno: que no acaba de nacer nunca. Estoy continuamente naciendo y por eso me identifiqué con la aurora”. Juan Soriano, niño de mil años que supo volar y ser rescatado de su propia caída por su ímpetu creativo.

Correo-e: [email protected]

SORIANO EN INTERNET

Página oficial

www.juansoriano.net

Soriano por Enrique Krauze

www.letraslibres.com/revista/entrevista/juan-soriano

Obras

www.epdlp.com/pintor.php?id=3237

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