
Nacimiento. Óleo de la pintora portuguesa Josefa de Óbidos (1630-1684).
Procedente de la península Itálica nos llega por conducto de los frailes que acompañaban a los conquistadores españoles, la tradición religiosa-popular de la representación del Nacimiento de Jesús, El Redentor. Es San Francisco de Asís, en el año de 1223, quien en una cueva cercana a la Ermita de Greccio, en Italia, se propone celebrar la Nochebuena y conmemorar el nacimiento de Jesucristo con un pesebre...
Así queda instituido hasta nuestros días: El Belén.
En esa ocasión, el Santo Varón no utilizó figuritas, réplicas de seres humanos o animales de la vida campirana, ni personajes como se acostumbra todavía entre nuestras familias y en los templos, sino que se valió de animales, y para cumplir con el rito mayor de la tradición cristiana celebró una misa nocturna -de Gallo-, en la que un pesebre hizo las veces de altar -sin el Niño-, eso sí, con la mula y el buey, de carne y hueso; sustentándose en todo momento en la tradición, en los evangelios apócrifos y en las lecturas de Isaías: "conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo".
Agrega San Buenaventura en sus Leyendas de San Francisco, que durante la celebración de la Misa, el Hermano Francisco cantó el Evangelio y su prédica se centró en el nacimiento de Cristo, resaltando en ella las condiciones tan humildes, semejantes a las de la cueva de Greccio: una gélida noche, al amparo de una cueva donde comían los animales y que con su aliento ofrecían calor al Niño Jesús.
La ceremonia litúrgica alcanzó tal grado de emotividad entre la concurrencia, que un buen hombre de aquel feudo, Juan de Greccio, aseguró: "Que vio un hermoso niño que el Padre Francisco cogió en sus brazos, lo arrulló y lo hizo dormir ".
Esta bella tradición que ilumina los hogares cristianos del mundo, ha venido sembrando desde entonces en la humanidad y, en la niñez en particular, profundos sentimientos de solidaridad y de amor al prójimo, que son capaces de cambiar la historia: Conseguir un "cese al fuego" en las guerras, que se diriman viejos conflictos entre pueblos y naciones, y que se sienten a la mesa a compartir el pan y la sal, miembros de familias distanciados por añejos problemas. ¡Esa es la magia de La Navidad!
Como todo niño que tuvo el privilegio de vivir en el seno de una familia unida -la nuestra muy amplia, compartida con tíos y primos-, guardo en lo más sublime del arcón de los recuerdos, la llegada del 15 de diciembre, fecha en que al salir de vacaciones de la escuela primaria, por la tarde, se desempacaban los "juguetes", y todos, adultos y niño -yo era el único-, nos avocábamos a "poner" el Nacimiento.
El ingenio, la creatividad y una voluntad mágica campeaban en la sala familiar, espacio de las acciones. Aunque algunos de los insumos se compraban en el mercado, particularmente, los que no se producían en los alrededores, la mayoría se confeccionaba en casa, valiéndose los artífices de lo que estuviera a la mano. Recuerdo que escasamente se compraban: El heno -en la ciudad de Durango, donde vivíamos por aquel entonces, no se da la gobernadora-, la pintura vegetal para disolver en agua y hacer maravillas en el papel canela (crear el cielo azul -de fondo-, o la piedra caliza de color gris, o algún espacio verde u ocre para simular el terreno del campo), y los personajes de barro, que causaban baja por no ser susceptibles de restauración.
Al día siguiente, oscura la mañana, partíamos los jóvenes y niños de las familias del barrio, en romería, hasta un pueblo llamado Garabitos, detrás del Cerro de los Remedios -hacia el poniente- y nos dedicábamos a recolectar magueyes, nopales y todo tipo de plantas en miniatura, para ambientar el Nacimiento. Hasta piedras traíamos del cerro, no las llevábamos, como reza la expresión irónica, que eran útiles para dar más realismo a la escenografía.
La carpintería de frente al hogar, aportaba graciosamente el serrín, mismo que se pintaba de verde, ya estaba el pasto; el cuadro con el espejo, se desmontaba del marco y ya teníamos el lago de los patos. El tío Miguel, hermano cuate de mi madre Socorrito, con dotes de carpintero se agenciaba unos leños del corral -en aquel entonces la estufa era una especie de horno de fierro vaciado- y en un santiamén nos armaba el portal; se desempolvaban aquellos velices, rectangulares y de material duro, y con ellos se armaba la obra negra, esto es, los distintos niveles, necesarios para instalar en el pináculo el pesebre del Niño que pronto vendría.
Dispuestos todos los elementos, mis primas, adolescentes, Bertha y Emma, ambas de apellidos Burciaga Avendaño, la mamá de ellas Lupita y Elvirita, éstas dos últimas, hermanas de mi Madre, y el que escribe, de pilón, poníamos manos a la obra, bajo la dirección de las progenitoras y poco a poco iba cobrando vida aquel paisaje bucólico, ¡claro! mexicano, con sus pastorcillos al cuidado de sus rebaños, las casitas de campo alegradas con vacas, marranitos, gallinas, cóconos, y polluelos. Nada que ver con el paisaje árido de la Palestina donde se sitúa Belén de Judea.
Una vez forrada de papel canela coloreado toda la estructura del escenario, y dispuesto debidamente el portal con su pesebre, flanqueado -éste- por la Virgen María y San José, acompañados de la mula y el buey, todos ellos asentados sobre una cama de paja; colocada la Estrella en las alturas y debajo de ella, sobre el techo del portal, el Ángel, el gallo y el guajolote, elementos, éstos cuatro, con encomienda de anunciación; ubicados, los Reyes Magos a prudente distancia; el Diablo y el Ermitaño confinados en sus respectivas cuevas, y distribuidos adecuadamente, pastorcitos, ganado y vegetación, se procedía a entretejer la serie de foquitos de colores -con forma de flama- por todos los rincones del pueblecito campirano, que al contacto con la energía eléctrica producía el milagro de la luminosidad, del colorido y de la alegría, en espera del adviento del Redentor.
De la posada de la noche del día 16, ni se hable. Todo el vecindario en procesión: Niños, jóvenes y adultos, con los Santos Peregrinos a cuestas, recorríamos casa por casa pidiendo amparo: "…Entren Santos Peregrinos, peregrinos…", y al final nos congregábamos en una de ellas donde se rezaba el Rosario, se quebraba la piñata, se recibían los aguinaldos o bolos (de aquellos tiempos: Hinchados de cacahuates, tejocotes, piñones, variados y exquisitos dulces, sin envoltura: Colaciones, barrilitos, cacahuates, chicles balón y mentadas; galletas de animalitos y su respectiva naranja, en suma frutos de la estación, propios para blindarnos contra las epidemias invernales), nada que ver con los que regalan nuestros políticos "poquiteros", una escuálida bolsa de palomitas de maíz con tres o cuatro dulces corrientes y una naranja pasada de madura.
Pero olvidemos nuestras miserias y preparémonos para construirnos en compañía de nuestras familias y amistades una muy Feliz Navidad, esos son los deseos "de su cronista y amigo", frase con la que rubricaba sus columnas en este Nuestro "Siglo", don Guillermo V. Zamudio, mi inolvidable y querido amigo, quien precisamente nació un 24 de diciembre de 1913 ¡pronto va a cumplirse otro, su Siglo! Nos encontramos el siguiente domingo, D. M. Agur.