
El lenguaje silencioso de los objetos
Un mundo llama del otro lado de las cosas.
Gastón Bachelard
¿A dónde se va cada calcetín que abandona a su pareja? Mi prima Cristina que es muy fantasiosa, cree que los duendes, cuya misión es hacernos rabiar, tienen en lo más tupido del bosque una gran cueva donde esconden los calcetines dispares y tantas otras chucherías que desaparecen de nuestra vida sin dejar rastro. Yo que soy más racional, estoy convencida de que cuando algo desaparece es porque con esa sensibilidad exquisita que tienen las Cosas, al percatarse de que no las apreciamos debidamente, nos abandonan. Porque las Cosas son nuestras y hemos pagado por ellas, damos por hecho su fidelidad. Ahí están, decimos, hasta que un día ya no están. Las llaves, menos pretenciosas pero mucho más confiables que el “ábrete sésamo” de Alí Babá, cumplen humildemente su deber de abrir o cerrar puertas a nuestra voluntad, hasta que un día cansadas de la indiferencia con que las arrojamos al rincón más oscuro de la bolsa o las olvidamos en cualquier parte, deciden rebelarse. Nunca un “buenos días” por la mañana, o un “muchas gracias” cuando puntuales abren la puerta cada noche para permitirnos meter a casa nuestro cansancio. Puro manoseo y ninguna caricia hasta que deciden mostrarnos su enorme poder jugando a las escondidillas con nosotros.
Por insensibles que parezcan, las Cosas tienen sentimientos y no quieren ser tratadas como simples objetos sin vida y para colmo desechables La fiel billetera que en algún rincón guarda el billete olvidado, la última moneda que nos sacará de un apuro, es otra de las Cosas que cansada del constante saqueo sin agradecimiento, suele largarse sin avisar. Basta con que alguien le meta mano, para que la billetera, deseosa de un trato más sensible, se vaya calladita y feliz con un nuevo dueño. Las Cosas como las personas, necesitan saber que las necesitamos y que las cuidamos porque si no, simplemente empacan, se largan, y anticipando el desvalimiento en que nos dejan se mueren de risa por el camino.
Y menos mal que todo quede en que desaparezcan, porque también se dan casos en que ante la imposibilidad de huir, las Cosas nos organizan una rebelión masiva, y con la clara intención de que reconozcamos el poder que tienen de mandarnos a la mierda, justo antes de que lleguen las visitas, se desborda el inodoro. Las Doras (licuadora, lavadora, aspiradora) se declaran en huelga; y al intentar nosotros salir en busca de ayuda, descubrimos que el auto no tiene batería.
Hay días aciagos en los que las Cosas nos cobran la indiferencia con que las tratamos. Ante la imposibilidad de gritarnos: “¡Idiota! no tienes por qué azotarme”, la puerta nos atrapa un dedo, o el cuchillo más filoso de la cocina se ensaña con una profunda rebanada en nuestra indefensa mano para exigirnos atención. Las gafas, las plumas, las tijeras se dan su importancia desapareciendo cuando más las necesitamos, y un rollo de papel de baño sólo adquiere el reconocimiento que merece cuando en el momento de necesitarlo descubrimos que se terminó. Los zapatos viejos dan testimonio del camino andado y los nuevos de lo que nos falta por bailar.
No hay duendes ni magia, escuchar las cosas, atenderlas, es lo razonable. Usted perdone las chaladuras triviales que se me ocurren esta mañana en que impedida de salir porque mis llaves, desde algún escondite se burlan de mí; no puedo pensar en otra cosa que en encontrarlas.
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