Siglo Nuevo

Mi papá es alcohólico

Crecer a la sombra de la botella

¿Alguna vez se ha preguntado cuáles son las consecuencias que tiene y tendrá en un ser humano nacer y crecer en un ambiente dominado por el alcoholismo?

¿Alguna vez se ha preguntado cuáles son las consecuencias que tiene y tendrá en un ser humano nacer y crecer en un ambiente dominado por el alcoholismo?

María Elena Holguín

El alcoholismo de los padres suele dejar marcas, a veces imborrables, en los hijos; en la medida en que el enfermo ocupa la atención completa de una familia, se descuida la protección y cuidados hacia los más cercanos, quienes deben enfrentar una serie de daños colaterales a la sombra de la negación, la ignorancia y el desconocimiento de los demás.

¿Alguna vez se ha preguntado cuáles son las consecuencias que tiene y tendrá en un ser humano nacer y crecer en un ambiente dominado por el alcoholismo de quien se supone es responsable de su cuidado? Cuando nos referimos a esta enfermedad progresiva, crónica y mortal, regularmente pensamos en el individuo que lo presenta; asumimos las implicaciones que tendrá para él, partiendo de que es un mal incurable -que sólo se controla- y emprendemos una búsqueda de programas de rehabilitación y tratamiento que ayuden a su recuperación. No obstante, pocas veces nos detenemos a pensar en todo lo que implica vivir con el alcohol sin ser un consumidor (por ejemplo, la pareja); y por otro lado, que un niño vea a su papá o mamá, que debería ser su máximo ejemplo a seguir, siempre acompañado de una copa. Por supuesto, el pequeño no sólo deberá enfrentar la bebida, sino una serie de actitudes y comportamientos que el ebrio adopta, influido por los efectos del etílico. La pareja puede vivir lo mismo, pero en esta ocasión nos centraremos en los hijos.

¿Cuántos infantes calcula usted que están expuestos a esta clase de situación? Si bien no hay un dato exacto al respecto, considere que según la Organización Mundial de la Salud en 2004 alrededor de 76 millones de personas en todo el mundo presentaban dependencia al alcohol; investigaciones recientes de la misma institución revelan que la cifra se ha elevado a 140 millones. Tan solo en nuestro país cuatro millones de personas son alcohólicas y cerca de 27 millones de personas entre 12 y 65 años están en riesgo de caer en esta adicción, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Adicciones 2008.

Hasta la década de los setenta, la idea predominante era que si el alcohólico se aliviaba la familia también, de manera que la atención se centraba en él. No obstante, los primeros estudios abocados a los hijos de alcohólicos, a cargo de la Doctora Janet G. Woititz, han contribuido a identificar a los reactores (más que a los actores) de esta problemática, partiendo de que las repercusiones que tiene el alcoholismo sobre los niños son semejantes, independientemente de la cultura, raza, nacionalidad, religión o economía. Es tal la coincidencia que la propia especialista enlistó una serie de generalizaciones o características que podrían acompañar a los hijos de bebedores durante toda su vida, si no reciben la ayuda y el tratamiento que les abra el camino a superar la enfermedad de sus progenitores.

Existen pocos espacios y programas abocados exclusivamente a tratar las consecuencias de la dipsomanía (como también se llama al alcoholismo) en los descendientes directos. Los hijos de alcohólicos, niños y adolescentes, son una población vulnerable a la que urge prestar atención, pues todavía existen muchos factores como la negación, la vergüenza y la ignorancia del alcoholismo como padecimiento, que dificultan su identificación y encauzamiento a una vida mejor.

UN HOGAR CON AROMA A ALCOHOL

Las imágenes, los sonidos y hasta los olores que un bebé percibe de su padre o madre alcoholizado, se interiorizan en él como las de una figura que en lugar de brindarle protección y seguridad, lo amenazan, según afirma la Psicóloga Carolina Ramírez.

Y es que aunque no existen las herramientas para comprobar con exactitud el impacto que puede provocar en el casi recién nacido hijo, el hecho de ver a su madre o padre bebiendo frente a él, sí se tienen algunas referencias, tomando en cuenta que los estímulos que recibe dejarán una huella en la memoria y el inconsciente.

En su libro Hijos adultos de padres alcohólicos, la doctora Janet G. Woititz expone que un niño adquiere el sentido de seguridad, la autoestima y la capacidad de manejar los complejos problemas internos que enfrenta durante el proceso de dar y recibir que se presenta en las relaciones con sus progenitores y otras personas. El desarrollo de la autoconfianza y la autoestima se fomenta a partir de la calidez paternal, los límites claramente definidos y un trato de respeto que los alcohólicos no están en condiciones de ofrecer, lo cual se contrapone a la idea universal de que éstos funcionen como guías de sus hijos.

Al igual que todo lo que se cruza en el desarrollo de los infantes, la presencia de licor en la familia se convierte en un modelo de aprendizaje y normalización de su consumo: “El hecho de que ellos sean invitados a probarlo por sus propios padres, o que vayan a comprarlo y hasta se los sirvan, les va generando la idea de que embriagarse es una parte cotidiana de la vida”, apunta Carolina Ramírez.

Así, la bebida se vuelve un elemento esencial en la diversión, el relajamiento e incluso en situaciones de conflicto o tensión, por lo que el pequeño está más expuesto a ingerirla (la edad para empezar a beber se ha reducido a los 13 años) y no sólo eso, sino que el alcohol suele ser la puerta de entrada a otras drogas. “La adicción al etílico es multifactorial, se combinan la predisposición genética que la favorece, el ambiente familiar y social que facilita su acceso, además del aspecto psicológico que se va formando cuando el niño crece en ese entorno”, expresa Carolina.

Así, los hijos de alcohólicos aprenden que la embriaguez es una vía para resolver conflictos, problemas y tensiones, por lo que adoptan estrategias defensivas de evitación y huida cuando tienen algún conflicto. En esa medida, se muestran inseguros e inestables y al tener que tomar una decisión la evaden y pueden optar por refugiarse en la cerveza o el vino. Otros, por el contrario, caen en el rechazo exacerbado y se sienten aislados en un ambiente en el que el consumo es tan común, que se vuelven intolerantes a cualquier cosa que tenga relación con lo que ya vivieron y les reavive sentimientos negativos.

ÉL SE LO TOMA, YO LO PADEZCO

Los especialistas refieren que los más cercanos al alcohólico (también llamado dipsómano) son quienes más sufren; la pareja, la familia y particularmente los hijos se ven atrapados en las consecuencias del vicio y también ellos se enferman emocionalmente, pues presencian y son víctimas directas de los efectos que el alcohol ocasiona en las conductas de la familia en general (incluyendo al padre o madre adicto. Los constantes cambios en el estado anímico de un alcohólico -de la euforia y aparente alegría a la ira y agresividad- generan incertidumbre e inestabilidad, nerviosismo y una serie de sentimientos encontrados que los marcarán y quizá acompañarán durante toda su vida (de no ser tratado con un profesional).

Las conductas más frecuentes de un padre alcoholizado ante sus descendientes son:

-Irresponsabilidad. La conducta de un padre alcohólico es afectada por las sustancias químicas en su interior, de manera que no puede satisfacer sistemáticamente las necesidades de los niños: las afectivas, educacionales, económicas, de orientación, etcétera. Esto puede provocar un conflicto de ubicación en el hijo.

-Desinterés. Para un alcohólico la prioridad es consumir su droga antes que cualquier otra cosa, así que todo lo demás pasa a un segundo orden de importancia. No tiene interés alguno en que sus vástagos saquen buenas calificaciones, adquieran valores y hábitos que contribuyan a su formación integral y ni siquiera por su salud física y mental.

-Ridiculización. Hay quienes bajo los efectos del alcohol desconocen a sus propios hijos o los convierten en objeto de burlas y chistes frente a sus amigos o compañeros de juerga. Una vez más la consecuencia será baja autoestima en los infantes.

-Enojo. Un dipsómano puede pasar de la alegría al enojo sin un motivo aparente, lo cual puede ser el detonante de discusiones y actitudes que amenazan la seguridad y la estabilidad de los hijos.

-Inmadurez. Los alcohólicos llegan al extremo de convertir a sus niños en cómplices, aliados o hasta en sus ‘paños de lágrimas’, ante lo cual se vuelve común que algunos les compartan situaciones o frases como “tu papá (mamá) ya no me quiere”, “tu mamá (papá) me quiere abandonar”, etcétera. También hay quienes pretenden que sus hijos se vuelven sus compañeros de parranda. Todo esto hace a un lado cualquier indicio de la figura de autoridad paterna y de definición de jerarquías en la familia.

-Violencia física o psicológica. Los pleitos entre el bebedor y su cónyuge se vuelven cotidianos y en ocasiones los hijos adoptan el rol de mediadores para tratar de mantener la paz; en otros casos, se ponen de parte de alguno de los dos y se forman bandos al interior de la familia. Las agresiones verbales como insultos, ofensas, humillaciones provocan en la pareja una sensación de cansancio, tristeza y ansiedad que el hijo asume como culpa suya, pues siente que se está interponiendo en el camino (“si yo no estuviera aquí, mis padres no pelearían”).

En ocasiones, dichas conductas provocan que los pequeños no cuenten con una estructura básica y se la formen a su manera, generalmente asumiendo el rol de protectores, el cual deberían recibir de sus tutores. Es lo que en Psicología se denomina ‘hijos parentales’, aquellos que se ocupan de atender a sus hermanos y hasta a sus mismos progenitores, ocasionándoles una enorme angustia por todos los problemas que tienen que resolver creyéndolo su deber, porque sus padres no son aptos para ello.

Por otro lado, los hijos de alcohólicos también suelen desarrollar codependencia con sus progenitores, porque su vida gira alrededor de la problemática. Igualmente, el hecho de haber tenido que resolver cosas para las que no estaban preparados cuando eran niños, quizá repercuta en su capacidad para establecer lazos de confianza con otros y consigo mismos; también puede hacerlos vulnerables a distintos problemas emocionales, todo lo cual se verá reflejado en las diferentes etapas de su vida. Cabe mencionar que lo anterior no es norma, pues la ayuda de un especialista podrá marcar la diferencia, aunque lo ideal siempre será evitarlo.

ASÍ SOY, ASÍ ME SIENTO

Vivir con un alcohólico puede desatar una serie de actitudes y conductas negativas frente a la vida en la niñez, la adolescencia, la juventud y la etapa adulta. Esto no es una regla general ni se aplica como algo inevitable en todos los casos. Aun así, vale la pena analizar una a una dichas etapas, para conocer los riesgos a los que están expuestos quienes se crían con bebedores.

Niñez

En casa, el niño enfrenta incertidumbre por la disociación de conductas del progenitor enfermo, así como la creencia de que sus sentimientos de irritación y nerviosismo que ésta le produce se deben ocultar.

La escuela se convierte en una evasión momentánea del hogar y de los sentimientos que el pequeño experimenta o, por el contrario, se vuelve un obstáculo, porque está más concentrado y preocupado por lo que pasará cuando regrese al hogar que en poner atención y aprender algo nuevo en clases. Igualmente, no se siente parte de un grupo, siempre se percibe un poco diferente y hasta intruso; se cree incapaz de caerle bien a los demás. Por eso tiene muchas dificultades para hacer amigos, pues la vergüenza que le produce el comportamiento de papá o mamá le impide invitar gente a su casa. Así, llega a la conclusión de que no vale la pena tener amistades y recurre al retraimiento o se aísla.

Adolescencia

Lo que en la infancia era miedo o incertidumbre por la incongruencia en la conducta del padre, en la adolescencia se vuelve rebeldía y coraje. El jovencito suele amenazar con marcharse del hogar si el problema no se acaba, se enfrenta al causante, pero de nueva cuenta oculta sus sentimientos, fingiendo que no se preocupa. No obstante, en algunos casos se acentúa el rol de ‘hijo parental’.

En el aspecto educativo suele ser más susceptible a abandonar los estudios, aunque también puede darse el otro extremo, refugiándose en la escuela al querer pasar el mayor tiempo posible lejos de casa.

Por desgracia, aquí enfrenta el riesgo adicional de caer en las adicciones, por todo el cambio tan significativo que implica en sí esta etapa. Las expectativas de sí mismo y del medio social se transforman; la necesidad de ser parte de algo y de ganar identidad se suman a la presión de los amigos y a toda la carga que ya trae consigo, provocando que se le abran fácilmente las puertas de las drogas. Además la posibilidad de exacerbar los sentimientos de soledad, miedo o ansiedad que acompañan la pubertad son mayores si el padre alcohólico no le proporciona la estructura básica de amor, confianza y seguridad que necesita.

Juventud

Al llegar a esta etapa el joven ha aprendido a mentir porque en casa se alteró constantemente lo que era real y lo que no; por ejemplo ha escuchado a su progenitor no alcohólico encubrir al que sí lo es, y al parecer eso ‘estaba bien’ porque se buscaba una justificación a la conducta del enfermo.

Usualmente, para la juventud ya ha incorporado el manejo de mensajes dobles a sus relaciones de amigos o de pareja, tal como él los recibió durante su niñez y adolescencia, cuando el alcoholizado decía “te quiero” mientras el desinterés y atosigamiento que exhibía le transmitían un “vete de aquí”.

Adultez

La Doctora Woititz ha establecido un listado de características para quienes han transcurrido gran parte de su vida junto a un padre alcohólico. Más allá del resultado de un estudio científico, éstas han surgido de la opinión generalizada que los hijos tienen de sí mismos al llegar a la adultez. Aunque tampoco son criterios absolutos, vale la pena hacer un recuento de ellas. Los hijos adultos de alcohólicos:

1. Tienen que adivinar cuál es la conducta normal. Sin experiencia con lo que es normal, observan e imitan las cosas que así lo parecen, sin tener un fundamento sólido para tomar esa decisión. Es un poco complejo, porque para evitar que otros descubran que no saben lo que están haciendo, tratan de adivinar qué es lo apropiado, no sienten la libertad de preguntar, así que nunca lo sabrán con certeza pues, por encima de todo, no quieren parecer tontos.

2. Les cuesta trabajo llevar un proyecto a término. Postergar las cosas es algo que aprendieron bien de sus padres, quienes hacían toda clase de planes pero buscaban que se les reconociera por el solo hecho de tener esas ideas y hasta por intentar llevarlas a cabo, aunque nunca las concretaran.

3. Mienten cuando sería igual de fácil decir la verdad. Como la mentira es esencial en un sistema familiar afectado por el alcohol, cuando los hijos de bebedores llegan a la adultez enfrentan la sensación de que la verdad ha perdido todo su significado y entonces mienten sistemáticamente, tratando de encubrir una mentira con otra, lo que suele ser la causa de que tengan conflictos en sus relaciones (de pareja, de trabajo, de amigos) e incluso pierdan el contacto con quienes les rodean para no ser descubiertos.

4. Se juzgan sin piedad. Las críticas recibidas en la infancia se quedaron como sentimientos negativos hacia sí mismos. Por ello, al llegar a la adultez si algo sale mal asumen que es su culpa, pero si el resultado es bueno, fue por algo externo.

5. Les cuesta trabajo divertirse.

6. Se toman muy en serio a sí mismos. Esta característica y la anterior están muy relacionadas. Si en la niñez sus progenitores no jugaban ni reían el asunto era muy serio y amenazador. Divertirse no era divertido.

7. Les cuesta trabajo mantener relaciones íntimas. Es difícil porque carecen de un marco de referencia y jamás han visto una relación íntima sana, así como por la irregularidad del vínculo con su papá o mamá dipsómano. El miedo al abandono entorpece construir una relación.

8. Reaccionan de modo exagerado a los cambios sobre los cuales no tienen dominio. Debido a que cuando era pequeño no tenía autoridad sobre nada, aprendió a confiar en sí mismo más que en ninguna otra persona, de manera que si hay algún cambio fuera de su alcance siente que pierde el control de su vida y se vuelve reactivo.

9. Constantemente tratan de obtener aprobación y afirmación. Esto es porque durante la niñez recibieron mensajes confusos de parte de las personas más ‘significativas’, que son sus padres, de manera que en la etapa adulta interpretan negativamente las afirmaciones que no recibían cuando eran niños.

10. Generalmente se sienten diferentes de otras personas. Se perciben distintos y de hecho lo son hasta cierto punto; piensan que son los únicos en sentirse inadecuados en cualquier grupo. La sensación de ser diferentes los ha acompañado desde la infancia.

11. Son súper responsables o súper irresponsables. Se encargan de todo o renuncian a todo. Por carecer del sentido de formar parte de algo, de saber cooperar con otras personas, hacen todo bien o no hacen nada. Esto les resta conciencia de sus propias limitaciones.

12. Son extremadamente leales, incluso ante pruebas de que tal lealtad no es merecida. Perseveran hasta mucho después de que las razones indican que deberían separarse. La llamada ‘lealtad’ es más que nada el resultado de miedos e inseguridades que en sus relaciones de amistad o de pareja traducen como “hacer esta relación fue tan complicado y difícil que debe ser permanente”; y aunque reciban malos tratos los racionalizan, disculpan ese comportamiento o incluso se culpan a sí mismos.

13. Son impulsivos. Esta impulsividad los conduce a la confusión, a la aversión a sí mismos y a la pérdida del dominio sobre su entorno. En consecuencia, destinan muchísimo tiempo a arreglar los estropicios. La idea que desencadena la conducta impulsiva no tiene un marco de tiempo, es el ‘aquí y ahora’ y proviene de que durante la niñez si no obtenían lo que pedían en ese instante todo terminaba ahí, porque las promesas nunca se cumplían. Esto también hace que les cueste mucho trabajo planificar el futuro y la sensación de “esta es mi última oportunidad” los acompaña todo el tiempo.

ÉSTE ES MI EJEMPLO

Cuando Reyna era niña creía que su papá era ‘lo máximo’, y aunque lo veía tomar no le afectaba; “con quien sí me enojaba era con mi madre, siempre decía que él era un borracho”, cuenta.

No obstante, en la adolescencia esa idolatría se convirtió en miedo, pues llegaba a la casa transformado, agresivo, desconociendo a Reyna por completo y con insultos la mandaba a comprar cerveza. Con el tiempo “lo empecé a encarar, lo retaba a golpes porque mi mamá y mis hermanos le tenían miedo, se hacían los dormidos o se metían debajo de la cama... yo también le temía, pero lo enfrentaba”, recuerda.

En la medida en que Reyna asumió el rol de ‘hija parental’ se le vino encima la carga de una responsabilidad que no le tocaba, al grado de que su propia madre le pedía que lo echara de la casa; llegó al punto en que en una ocasión intentó tramitar el divorcio de sus progenitores, pero su mamá no estuvo de acuerdo. “Por él sentía amor y odio a la vez; con ella tenía coraje porque decía que daba todo por nosotros pero era muy permisiva, tanto que en ocasiones no había qué comer en la casa porque él se gastaba todo en alcohol y en las bandas musicales que llevaba para acompañar su bebida”, relata.

A Reyna le preocupaba que su padre tuviera un accidente mientras manejaba ebrio, por lo que escondía las llaves del auto, prefería ir a comprarle la botella para que se quedara quieto en la casa y no enfrentara ese riesgo. Como se da en casi todos estos casos, a Reyna se le dificultó hacer amigos porque le avergonzaba que notaran todas las carencias que había en su hogar, y que vieran a su papá embrutecido; tampoco iba a las fiestas porque con frecuencia tenía que cuidar a sus tres hermanos pequeños, ya que su madre se salía por temor a ser agredida.

Vacaciones sin disfrutar, sueños sin cumplir, días de campo que se interrumpieron a causa de que “el señor ya estaba borracho”, acumularon su resentimiento y la convirtieron en una persona solitaria, enojada con la vida, con miedo a todo. “Algunas veces deseaba estar loca, porque creía que era la única forma de no ver, saber ni sentir lo que pasaba; no me lo explicaba porque siempre fui buena niña, sacaba buenas calificaciones y no hacía cosas malas”, comparte.

Asimismo, Reyna relata que en ocasiones anhelaba que su padre la golpeara, pues creía que el dolor físico le haría sentir menos el emocional, que la tenía al borde de la desesperación. A los 17 años trató de quitarse la vida con pastillas de naproxeno y paracetamol que sólo la dejaron dormida todo un día y una noche. “Nadie se dio cuenta. Hoy no lo intentaría de nuevo, amo y aprecio la vida a pesar de lo que me pasó, pero ese fue un momento en que no tenía ayuda”, analiza.

Afortunadamente, una tía la llevó al programa de Al-Anon y desde la primera sesión se identificó con los otros asistentes. El mero hecho de compartir su experiencia y seguir los pasos del programa ayudó para que hace seis años su papá aceptara dejar de tomar, aunque el esquema se repitió en uno de sus hermanos, quien se volvió adicto al alcohol.

Hoy, a sus 33 años, Reyna afirma que poco a poco ha ido dejando atrás las mentiras, la inseguridad y la soledad que marcaron su niñez y juventud, y que además ha recuperado el amor de su familia: “Tengo una relación muy bonita con mis padres, hay apoyo entre los dos y los respeto, pero reconozco que fue muy difícil lograrlo”. Igualmente, la joven refiere estar consciente de que su felicidad no depende de sus progenitores: “sé que no voy sola por la vida; pero así como me contagié de lo negativo, ahora estoy rodeada de espíritus alegres que como yo buscan y transmiten la libertad que antes no tenían”, concluye.

ELIGE: EL VASO O MI FUTURO

En el panorama más desalentador, los especialistas señalan que los hijos de alcohólicos tienen tres posibles destinos: repetir (volverse adictos), casarse con uno (a) o tener una conducta inadecuada toda su vida.

De cualquier forma el daño es evidente y deja marcas permanentes, pues en la mayoría de los casos los patrones se reproducen y los hijos terminan haciendo lo que sus papás y con toda seguridad, tendrán descendencia que también padecerá los efectos del alcohol en la familia.

Los menos, como Reyna, se convierten en historias de superación y ejemplo, surgidas de la fortaleza de carácter y la determinación que les permitieron romper el ciclo, pero también gracias a que en algún momento buscaron y recibieron el apoyo de especialistas

Muchos olvidan que no es suficiente con traer a los niños al mundo. Como padres es nuestra responsabilidad dejarles huellas positivas; nos guste o no, somos sus modelos a seguir, por lo que antes de que sean ellos quienes sufran las consecuencias, hay que trabajar en trazarles una ruta de bienestar. Ante la adicción al alcohol, esto se puede lograr partiendo de admitir que el alcoholismo es una enfermedad incurable que daña a quien la padece, pero sobre todo a quienes están cerca de él o ella, y en consecuencia poner manos a la obra. Reconocer que existe un problema serio puede ser el primer paso para el proceso de recuperación que ayude a detener, a tiempo, las heridas que marcarán a los seres más queridos.

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