
Los brujos de la manipulación genética
¿Recuerda la película Fantasía de los estudios Disney? Fue una cinta que logró que muchas personas apreciaran obras maestras de la música clásica a través de inteligentes dibujos animados. Contó con la participación de la Orquesta Sinfónica de Filadelfia dirigida nada menos que por Leopold Stokowsky. Una de las piezas mejor representadas fue la de El aprendiz de brujo de Paul Dukas basada en un relato de Goethe. En esa historia aparece el criado de un poderoso hechicero, que buscando un descanso de sus agobiantes tareas, se atreve a emplear -sin poseer los conocimientos indispensables- la varita mágica de su señor. Al principio todo parece marchar de maravilla, pues varios objetos inanimados obedecen al imprudente criado sustituyéndolo en sus faenas, pero pronto éste pierde el control ocasionando daños que casi provocan una tragedia. Las cosas se remedian justo a tiempo: Fantasía fue una película para niños y debía tener un final feliz. En la vida real, sin embargo, las imprudencias graves rara vez concluyen así. Las conductas irresponsables normalmente tienen severas consecuencias.
En la época actual la tecnología pareciera dotar a la humanidad de fuerzas sobrenaturales y por desgracia hay empresas que de manera insensata insisten en lucrar con esas fuerzas. Entre sus negocios más redituables destaca el de la ingeniería genética. Insertar genes de un organismo en otro de una especie distinta les permite obtener ganancias billonarias a empresas como las de la gigantesca corporación Monsanto. A los modernos aprendices de brujo les resulta irrelevante que la manipulación genética destruya el equilibrio de la Naturaleza y atente contra la vida.
Tal cosa no debería extrañarnos porque empresas de ese tipo se caracterizan por sus antecedentes nefastos. La producción del agente naranja usado durante la guerra de Vietnam constituye un buen ejemplo. El agente naranja fue un compuesto químico usado para destruir gran parte de la vegetación de Vietnam. Acabar con el follaje permitiría a los norteamericanos ubicar con mayor facilidad a los combativos vietnamitas. Mermar además la cosecha de alimentos supuestamente aceleraría la rendición de aquella sufrida población asiática. Por eso, de 1961 a 1971, mil 400 millones de hectáreas fueron rociadas con ese compuesto. Contenía tetraclorodibezodioxina una sustancia que entre otros males causa cáncer, daños hepáticos, cardiacos y pulmonares. Por si fuera poco, los descendientes de las casi cinco millones de personas expuestas al agente naranja han presentado las peores malformaciones congénitas. A los aprendices de brujo no les importó. Desde entonces parecen creer en la cínica máxima de Maquiavelo de que el fin justifica los medios.
Poderoso caballero es don Dinero como bien escribió el poeta Quevedo y, sin duda, la transnacional Monsanto lo posee en abundancia. Con ese dinero adquirió patentes para explotar -aunque usted no lo crea- 11 mil organismos vivos. Tiene el monopolio del maíz transgénico. Ese maíz alterado para resistir plagas se propaga con pasmosa facilidad. La polinización y el viento provocan que invada cultivos vecinos. Legalmente Monsanto tiene la facultad de exigir cuantiosas indemnizaciones por el uso no autorizado de sus semillas aunque el brote en otros terrenos haya sido accidental. Nueve mil agricultores demandados pueden dar testimonio de tal abuso. Si grave es ese abuso resulta peor la destrucción ambiental. Los transgénicos arrasan con la biodiversidad.
Hay quienes festejan el anuncio de que pronto se cultivará maíz transgénico en vastas porciones del territorio nacional. Si a los agricultores canadienses y estadounidenses les fue mal con ese maíz, ¿qué les cabe esperar a los mexicanos? Ojalá se den cuenta de que las soluciones mágicas siempre son un engaño y de que defender el equilibrio natural equivale a defendernos a nosotros mismos.