
Cultivar la interioridad
La vida interior es una de las dimensiones de la existencia humana que menos atendemos. Sin embargo es en ella donde nos redescubrimos, nos encontramos a nosotros mismos y recuperamos la identidad propia, nuestro centro y el sentido de vivir.
Lo interior es lo contrario de lo exterior. Si nos atenemos a lo obvio, la vida posee una dimensión exterior: el cuerpo, que la cultura moderna ha sobredimensionado. Se gasta mucho en cirugías estéticas, gimnasios, cosméticos, dietas; incluso su exageración llega hasta la bulimia y la anorexia, enfermedades emergentes.
Existe también la interioridad que no vemos directamente. Al encontrarnos con alguien lo primero que apreciamos es su exterioridad, gestos, posturas, tono de voz; pero para conocerle realmente necesitamos encontrarnos con pensamientos, sentimientos, con lo que hay en su corazón.
Más aún, las reflexiones sobre el hombre lo han definido no sólo como un ser ‘ahí, arrojado a la existencia’, sino como la unidad sustancial entre cuerpo y alma o ‘espíritu encarnado’. Las aproximaciones hacia la realidad humana enfocan dos dimensiones diferentes pero complementarias: la exterioridad con sus características de extensión, peso, volumen. Y la interioridad o mundo del espíritu, del alma y la conciencia.
De manera específica, ‘interior’ significa la experiencia que todos vivimos dentro de la profundidad humana. Nos encontramos con la interioridad cuando ‘silenciamos’ nuestro espacio, guardamos silencio y tomamos conciencia de lo que pasa dentro de nosotros mismos y al hacerlo surge un serio pensar en el ‘sí mismo’, en el mundo y en la propia trascendencia.
Entonces nos planteamos cuestiones graves como: ¿qué sentido tiene mi vida? Todo ese mundo de cosas, instrumentos electrónicos, trabajos, sufrimientos, luchas y también goces, alegrías y satisfacciones, ¿qué finalidad última me significan? ¿Hay algo más allá de la vida? ¿Por qué estoy en este planeta? ¿Qué razones tengo para existir?
Cultivar la interioridad nos coloca directamente en la búsqueda del sentido de la existencia, de los afanes, los afectos, los encuentros, el pasado y el futuro... y puede que no sea cómodo, pero sí es necesario y urgente.
Hemos buscado respuestas y nos hemos aproximado a estas interrogantes trascendentes a través de la Filosofía y la religión, que nos marcan cierto rumbo y guía. Sin embargo es ilusorio pensar que con las prácticas y ritos religiosos o con la adhesión a algún pensamiento filosófico que nos ofrezca una visión del hombre y del mundo, tendremos garantizada la vida interior.
Más allá del ritual litúrgico y del pensamiento ordenado y profundo, lo que verdaderamente busca el ser humano es lograr una experiencia de sentido, una renovación interna. La vivencia de la interioridad transforma a las personas de manera genuina hacia la paz y la serenidad que ‘vienen de dentro’.
Cuando vivimos la interioridad no nos dejamos impactar o alterar (alter viene de ‘otro’) por lo que está fuera de nosotros, sino que funcionamos desde dentro hacia fuera, lo que nos permite tener una presencia activa y consciente, una especie de ‘espacio interno’ que se desarrolla desde el silencio.
Vida interior supone escucharnos a nosotros mismos y descubrir aquello que viene del ‘yo’ profundo. El efecto inmediato de hacer silencio, meditar e incluso contemplar los matices de nuestra interioridad, es tranquilidad y paz, que nos permiten estar y vivir lo cotidiano con serenidad. Profundizar en la existencia interior no es aislamiento ni soledad, no es cerrar los ojos al mundo, sino por el contrario es una mayor amplitud de conciencia, de ‘darnos cuenta’ cada vez más de todo. Cultivar la interioridad es, pues, un asunto de vital importancia.
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