(Cuarta parte)
“Les voy a narrar ahora la historia de Victoria, una presa que teníamos en las Islas Marías. Llegamos a tener 121 mujeres. ¡Ah, ésas sí son malas!; yo creo que hasta el diablo les tiene miedo. ¡Pienso que el mismito demonio, cuando las va a tentar, primero se encomienda a Dios para no salir golpeado! Todo esto sucedió de recién llegado a las Islas Marías, a principios de 1949, (lo recuerdo muy bien, porque el tres de diciembre de 1948 fue cuando se destruyó la casi totalidad de la Isla por una sacudida que provocó un temblor. Se estremeció cuatro veces durante un solo día, porque allí tiembla con mucha frecuencia, estamos cerca del volcán).
Victoria era una mujer chaparrita, muy mona por cierto, y cuando se daba cuenta que alguien se le quedaba mirando, decía: “¿Qué me miras?”. “No hombre, ni siquiera te miro”. ¿Cómo no? Y toma, la pedrada. Era zurda, y muy buen pitcher. En ese entonces, la enviaron a un lugar llamado Aserradero donde en ese tiempo estaban las personas que debían de siete homicidios para arriba. No había separación de hombres y mujeres, estaban todos juntos. Y de allá mandaron decir: “Sáquenla de aquí, porque o nos mata o la matamos, ya nos tiene a tres descalabrados”.
Bueno, debido a que en las Islas Marías no tengo estipendios de misa, (todas las que yo celebro, a veces tres o cuatro los domingos, las ofrezco por los que me envían limosnas, por mis bienhechores, por mis presos, por los que están en peligro o en agonía, por los buenos sacerdotes, por los malos sacerdotes); tengo libertad de ofrecer la eucaristía por la intención que yo quiera, no tengo lista de intenciones porque en mi parroquia no las hay, ese día ofrecí la misa por Victoria, y le dije a Nuestro Señor: “Señor, llévatela, porque ya no la aguantamos aquí, a ver si Tú la aguantas por allá”.
Salí de la misa, me puse a un lado de las paredes del nuevo hospital que en ese momento estaba en construcción de tres pisos que eran muy altos. Estaba en la sombrita, acabando de rezar mi rosario, cuando de pronto voy viendo que se aproxima Victoria, saliendo de entre el bosque. Le dije: “Eh Victoria, ¿qué traes?”. “Un uñero, vengo a curármelo”. “Oye, te viniste sin permiso de allá del campamento, ¿verdad?”. Sí, ¿y qué? Nada, nada, pásale, pásale. “Mira -le dije, están haciendo las curaciones arriba de la azotea porque únicamente allá hay agua, en los demás pisos están componiendo los tubos y todavía no se encuentran listos para dar servicio, súbete”. “No te vayas a pelear ¿eh?”. No padrecito, si a mí no me gusta el pleito, pero sí me buscan, hallan ¿eh?, si buscan hallan”. Y se subió. Al ratito de haberse subido, comencé a oír, (yo estaba abajo): “Hijo de tal por cual, hijo de tu madre...”. Entonces dije:
“Ya se está peleando esta vieja loca, lo primero que le digo y lo primero que hace”. Y estaba yo mirando así para arriba y que la voy viendo venir por el aire. Miren, dio una vuelta completa todo su cuerpo, y finalmente se estrelló en el cemento. Allí quedó.
Impactado por lo que había presenciado, le dije a Nuestro Señor: “Oye Señor, así no quedamos, yo te dije que te la llevaras, pero en gracia de Dios”. Varias personas la envolvieron con una alfombra y a toda prisa la subieron al hospital donde iba a ser la sala de urgencias. Únicamente se encontraban unas cuantas mesas. Allí la pusieron. Llegó el doctor, la miró con detenimiento y después dijo que se hallaba en estado de coma. Respiraba, pero con mucha dificultad. “No tiene remedio -aclaró el galeno, pienso que tiene todos los huesos quebrados, allí se la dejo”. “Está bueno -le contesté”. Otra vez me dirigí a la Virgen de Guadalupe, porque miren, nunca se me echa para atrás mi Reina: “Madrecita linda, mira, pocas veces te pido con la urgencia de esta ocasión, mira mis lágrimas, te ofrezco todos mis sufrimientos, enfermedades, limitaciones, angustias y momentos de soledad...”.
Todavía no terminaba de hacer mi oración, cuando repentinamente la voy viendo que abre los ojos. “Oye Victoria, no vengo a decirte que te confieses, eh, vengo a decirte que dentro de unos cuantos minutos -no horas, minutos, estarás frente al Tribunal de Dios”. “Y, qué jijos de tal por cual le importa -me contestó”. Ay, si viera qué fea, le relampagueaban los ojos. “¿Qué jijos le importa, lárguese mucho a la fregada”. “No, mira Victoria, no seas así”. No hallaba qué decirle, y fue entonces cuando me acordé que en cierta ocasión ella me platicó que fue educada con unas monjitas de un orfanatorio. Dije: “Oye Victoria, piensa en tu niñez, ¿te acuerdas cuando estuviste interna en un orfanatorio para niñas pobres?, de seguro comulgabas, ¿verdad?”. “Claro, si no me bajaban la nota, monjas jijas de tales por cuales”, y comenzó a hacer recuerdos. Pero, me acordé que una vez me dijo que había sido congregante de la Virgen María, (miren, eso me dio mucha seguridad), porque a una congregante fiel, la Virgen María jamás la desampara. “Mira Victoria, también me dijiste en aquella ocasión, que habías sido congregante de la Virgen María, ¿verdad?”. “Sí, ¿y qué?”. “No, de seguro que cuando recibiste la medalla hiciste una buena confesión y también comulgaste”. “Pues, puede ser que sí”. Y comenzó a cambiar. “Y cantaban en la congregación, ¿verdad? ¿Es cierto que cantaban el Bendita Sea tu Pureza?”.
Lo primero que se me ocurría le preguntaba, y mire cómo en aras del recuerdo, ella se trasladó a su niñez y me contestó: “Y a tres voces Padre... si viera qué bonito”. “Ah, ¿y cómo termina ese canto, Victoria?” -le pregunté. Y comenzó a recordar moviendo los labios: “No me dejes Madre mía”. ¿Cómo? “No me dejes Madre mía”. “Repítelo Victoria, repítelo más fuerte, ésta es la hora en que la Virgen María te va a pagar esa Comunión que hiciste cuando recibiste tu medalla, cuando te consagraste a Ella”. Y comienza de nuevo a cantar: “No me dejes Madre mía, no me dejes Madre Mía”. De pronto, me arrebata el Crucifijo y dice: “Padre, todavía estoy viva, confiéseme Padre, confiéseme”.
“No me dejes Madre Mía, no me dejes” -gritaba. Ella lloraba y yo lloraba también. Ella lloraba y yo lloraba. Bueno, Victoria, ofrécele tu vida a Dios Nuestro Señor, que ya va a terminar”. “Sí padre”. “No me dejes Madre mía, no me dejes Madre Mía”. Mientras tanto yo le daba la absolución. Cuando terminé de dársela, vi que disminuía la intensidad de su voz. Movió los labios pronunciando en silencio las mismas palabras... y allí quedó. Pero, ¡viera usted qué misericordia tan grande la de Dios Nuestro Señor cuando un pecador se arrepiente! Mire, cuando narro esto, se me hace un nudo en la garganta y vienen a mí una gran cantidad de vivencias, que verdaderamente serían imposibles de relatar.
CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO.