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Al principio fue la tribu

La identidad tribal entre el Santos y su afición tiene que ver con una identificación íntima, ritual, entre gente sin mucho pasado y todo el porvenir.

La identidad tribal entre el Santos y su afición tiene que ver con una identificación íntima, ritual, entre gente sin mucho pasado y todo el porvenir.

Franisco Amparán

Al principio fue la tribu. Era el grupo esencial de pertenencia inmediata, especialmente porque en sociedades nómadas y endogámicas la noción de familia se vuelve borrosa: vaya uno a saber de quién son los chiquillos. Pero la tribu era el núcleo protector, nutricio, con el que uno se podía identificar, del que podía depender para defenderse de un mundo hostil plagado de amenazas naturales, plagas inmisericordes y mamuts que hablaban como Ray Romano. Era el conjunto en que uno podía confiar, de cara a una realidad externa que se presentaba agresiva y misteriosa.

Para representar y defender a la tribu se escogió un tótem, un animal primigenio al que era tabú matar y al que se rendía pleitesía. Se le hacían homenajes, se danzaba en su honor, se pintaban cuerpos y rostros para honrarlo. Danzas, maquillaje y rituales fortalecían el vínculo entre quienes se sentían cubiertos por el manto protector del tótem. Era no sólo seña de identidad. Era una forma de comunión colectiva en la que el individuo era mucho más que sí mismo. Era parte de un todo más grande y más fuerte.

Con los intríngulis de la civilización la tribu devino en grupos cada vez más grandes, diversos y heterogéneos. La identidad colectiva se diluyó en distintas comunidades grandotas y chiquitas: la nación, la escuela, el barrio y la ciudad. Pero la necesidad de sentirse parte de una amalgama en común, persistió. La urgencia de la tribu siguió allí.

Especialmente en colectividades surgidas de muy distintos lados, orígenes y pasados, como es el caso de La Laguna. Gente llegada de Palestina, Holanda, Gran Bretaña, China, Zacatecas, Chihuahua, se estableció junto al Nazas y mezcló sudores y genes para crear una sociedad muy especial, diferente de las que la rodean, y que sigue buscando una identidad específica. Los desaires y desdenes de Los Centros, eternamente escépticos o envidiosos de los insolados que hicieron florecer el páramo, no hacen sino reforzar la necesidad de reafirmación: aunque Saltillo no nos quiera (¿No temblaron al ver a Moreira con la verdiblanca?, yo sí), nosotros aquí seguimos. Pese a las numerosas derrotas, fruto de nuestros lamentables liderazgos locales, la agachonería de quienes debían hacer frente a los atribularios, y nuestra permanente incapacidad para la rebelión, los laguneros nos sentimos únicos y especiales: una tribu peculiar, en todo el sentido de la palabra.

Nada más faltaba el tótem, al cual danzarle, hacerle rituales, con el cual identificarnos y tener un pretexto para el exceso de maquillaje.

Y ese lo hallamos hace dos décadas en un equipo de futbol; cuyas vicisitudes han sido curiosamente similares a las de la región: de millonario a pobretón a estar al borde de la desaparición a campeón. De ser del montón se convirtió en machín, luego cayó en manos de un malandro que lo desplumó. Hubo que hacer ínclitos esfuerzos (y vender unas 100,000 camisetas de “Un guerrero nunca muere”... aunque nadie le pagó un cinco de regalías al Pity) para recuperar el paso y volverse una vez más protagonista. Sin mucha prosapia ni planeación (aquí nunca se planea nada) el equipo se volvió un espejo de la colectividad que lo acoge.

Claro, a la gente le gusta el relajo. Pero viendo la forma en que se desbordan las pasiones, cómo se funden las clases sociales, la manera en que se vapulea a los autos de los vecinos, resulta evidente que aquí estamos en presencia de un fenómeno único. La gente sí siente y vive el equipo como propio. Con pasión. Con algo más que simple interés deportivo o catártico.

Ese es el secreto. Mejor dicho, no es ningún secreto. La identidad tribal entre el Santos y su afición tiene que ver con una identificación íntima, ritual, entre gente sin mucho pasado y todo el porvenir. Y sirve de referente básico para sentirse parte de algo mayor, mucho mayor que cada uno de nosotros haciendo bola y sonando trompetas discordantes. Es algo necesario.

Al principio fue la tribu. Y al final, también.

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