El cuento que abre el telón de esta columnejilla es pelangoche. Las personas discretas, morigeradas, circunspectas, no deberían leerlo... Un señor y su esposa practicaban con regularidad el acto connubial. Lo hacían, sin embargo, en forma rutinaria, sin que ninguna modalidad, variante o cambio diera interés a su amoroso trato. La sexualidad, ya se sabe, ha de ser fuente de gozo, y la pareja debe disfrutar su relación admitiendo todas las posibilidades de dar placer y recibirlo, a condición de que todo lo que hagan sea consensuado -es decir aceptado con plena libertad por ambos-, y que no entrañe daño o riesgo para nadie. El señor de mi historia sabía que en el sexo hay todo un océano de posibilidades, y cierta noche le propuso a su mujer hacer el amor “como los perritos”. Ella se escandalizó al escuchar tal sugerencia, y la rechazó de plano. Pocos días después el marido insistió en lo mismo, pues la tradicional y ortodoxa posición llamada “del misionero” lo tenía up to the mother, por no decir hasta la mádere. La señora volvió a negarse con ardimiento a la solicitación. El hombre, sin embargo, era tenaz, y tras dejar pasar un tiempo volvió a hacer el pedido. Ella otra vez opuso resistencia. “Pero, mujer -aduce él-. ¿Por qué te niegas con vehemencia tal a hacer el amor apoyada sobre las rodillas y las palmas de las manos?”. Pregunta ella: “¿Así es hacer el amor como los perritos?”. “Así es, en efecto” -confirma él. “Ah, vaya -dice la señora-. Entonces sí. Yo pensé que querías hacerlo en la calle”... Voy ahora a orientar a la República. Finco mi orientación en un sapientísimo aforismo: “Imperitia confidentiam; eruditio timorem creat”. Esa frase latina se lee en las Epístolas de San Jerónimo, y se traduce así: “La ignorancia es fuente de valor; el conocimiento hace reflexionar”. Mi ignorancia es enciclopédica, lo cual me permite arrojarme con arrojo a opinar sobre todas las cosas conocidas y sobre algunas más que ni siquiera se conocen todavía, como afirmaba Pico de la Mirandola. Con esa audacia que da la oscuridad de mente me atrevo a corregir el lema de la Revolución de 1910: “Sufragio efectivo. No reelección”. Lejos de mí la temeraria idea de enmendarle la plana al Apóstol de la Democracia. Siento por don Francisco I. Madero un sentimiento cercano a la veneración. “No se manchó las manos ni con oro ni con sangre”, dijo de él López Mateos en una de sus mejores piezas oratorias. Sólo que aquel eslogan revolucionario correspondía a su tiempo, el feliz e infeliz tiempo del porfiriato, cuando el voto popular era mentira y la reelección era el modo de legitimar un gobierno autoritario. Ahora, por fortuna, el sufragio es efectivo (y ojalá lo siga siendo después de la culposa defenestración del IFE). Bien se puede cambiar entonces aquel lema y decir: “¿Sufragio efectivo? Sí reelección”. Durante todo el priato me opuse a la reelección. ¿Cómo podía haber reelección, si no había elección? Ahora los procesos electorales son creíbles. Por extraña y absurda paradoja aun los que no creen en ellos creen en ellos. Pongamos un ejemplo: los diputados y senadores perredistas impugnan la elección que llevó a la Presidencia a Calderón; pero no impugnan la elección que los llevó a ellos a la Cámara. ¡Y la elección es la misma, háganme ustedes el refabrón cavor! Así las cosas, efectivo ya el sufragio, ahora sí puede haber reelección. La de los llamados representantes populares -que hoy por hoy no son populares ni son representantes- permitirá que los legisladores queden sujetos al escrutinio de quienes los eligieron, mismos que podrán confirmarles el mandato o revocárselos en una elección nueva. Si la reelección se aprueba daremos un nuevo paso en el camino de la democracia, que a gritos y sombrerazos, cayendo y levantando, hemos empezado ya a recorrer... FIN.
