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Artículo| La (muy) breve historia de Bush en México

Javier Garza Ramos

Previo a la visita de George Bush, reporteros y analistas han coincidido en que la relación México-Estados Unidos está en su punto más bajo.

Corrección: La relación entre los presidentes de México y Estados Unidos está en su punto más bajo. La relación entre los dos países no puede darse el lujo de caer en un punto bajo.

El grado de importancia que Bush le da a México se puede medir a lo largo de seis años. Pero también a lo largo de seis años existe una continuidad de políticas bilaterales que nunca se ven en la superficie, pero que forman la columna vertebral de la relación diplomática más compleja del planeta. La reseña de los encuentros entre Bush y Vicente Fox, interesante de repasar, no da, sin embargo, cuenta fiel de la relación bilateral.

En febrero de 2001 viajó a Guanajuato. Era su primera visita internacional como presidente de Estados Unidos, tres semanas después de tomar posesión. Para México era toda una distinción, una señal inequívoca de las prioridades de política exterior de un ex gobernador de un estado fronterizo. Pero ese mismo día Bush tomó la primera decisión trascendente de su Gobierno: ordenó un bombardeo aéreo en Irak por una violación a zonas restringidas. La primera acción bélica de su Gobierno hundió la cobertura de la visita.

En septiembre de 2001, Vicente Fox viajó a Washington para la primera visita de Estado ofrecida por Bush. El entonces Canciller Jorge Castañeda presumió que había esquemado un plan de legalización de migrantes con la asesora de seguridad nacional Condoleezza Rice mientras conversaban en una cena. Cinco días después, tres mil personas murieron en los ataques del 11 de septiembre. México pasó a segundo plano, Fox tardó en enviar las condolencias del Gobierno mexicano y Bush quedó ofendido.

En abril de 2002, Bush viajó a Monterrey para la cumbre de la ONU sobre financiamiento al desarrollo. Comprometió, pero nunca cumplió, aumentar la ayuda internacional que ofrece Estados Unidos a países subdesarrollados. Apenas platicó con Vicente Fox. Calaba ya en el ánimo la lenta respuesta del mexicano a los atentados del 11 de septiembre. Aún así, Fox le hizo el favor de arreglar la rápida salida de Fidel Castro para evitar su encuentro con Bush, componenda que el cubano revelaría semanas después y haría quedar a Fox como un lacayo de Estados Unidos.

Meses después, Estados Unidos comenzó su campaña para irse a la guerra en Irak y México quedó en la posición de ser un aliado estratégico con un voto que no podía dar en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Desde entonces, los encuentros Fox-Bush se dieron casi todos en foros multilaterales o con la presencia del primer ministro de Canadá, para enfatizar el carácter regional de la relación.

Bush y Fox se vieron en octubre de 2002, en la cumbre del mecanismo Asia-Pacífico en Los Cabos. En marzo de 2003, Fox prefirió internarse en el hospital para una operación de la espalda y no tener que llamarle a Bush para decirle en persona que México no podía votar por la guerra. En julio siguiente, ya en plena guerra de Irak, se vieron en Francia, fue invitado el mexicano a la cumbre del G-8. Platicaron a solas menos de 15 minutos.

En enero de 2004 fue en una cumbre de las Américas en Monterrey, luego en el rancho de Bush y luego, a fines de ese año, en otra reunión de APEC en Chile. En 2005 se vieron otra vez en el rancho de Bush, pero hubo un tercer invitado, el primer ministro de Canadá, Paul Martin. La agenda migratoria, que era prioridad para Fox, quedó relegada a la cooperación en seguridad y a problemas de tarifas comerciales que tenían Canadá y Estados Unidos, tema que dominó la breve conferencia de prensa ofrecida por los tres. Bush parecía impaciente por regresar a su rancho a comer puré de camote (en verdad, estaba en el menú).

Aunque Bush acababa de iniciar su segundo mandato, parecía poco dispuesto a gastar capital político en el tema migratorio, asunto en el que Fox dedicó la mayor parte de su energía en la relación con Estados Unidos. El deterioro de la guerra en Irak, tribulaciones políticas internas y el dominio en el Congreso de los sectores más conservadores del Partido Republicano hicieron que Bush desistiera completamente de lo que en 2001 había prometido. Seguridad hemisférica era su enfoque, pero aunque el Gobierno mexicano cumplió a Estados Unidos todo lo que pedía: resguardo fronterizo, intercepción de migrantes, trabajo de Inteligencia (todo, excepto incluir al Ejército en el perímetro militar estadounidense), Bush respondió con promesas.

Cuando se vieron en la cumbre de las Américas en Argentina a fines de 2005, Fox le acarreó el agua a Bush en la promoción fallida del acuerdo continental de libre comercio y sirvió de pararrayos a la furia antiyanqui del venezolano Hugo Chávez. Pero la relación del presidente estadounidense con México estaba deshecha. En la reunión de APEC en Chile ese mismo año ya no tenían nada que hablar. Para la visita de Bush a Cancún el año pasado, otra vez con el primer ministro canadiense, Fox ya iba de salida y sin capacidad de articular una agenda.

¿A qué viene, entonces, Bush a Mérida? A nada. Viene después de que avaló la construcción de un muro fronterizo, lo cual abonó su impopularidad en México. Viene tras seis años de prometer una reforma migratoria que nunca quiso empujar por no enfrentarse a legisladores de su propio partido. Viene tras seis años de pedir a México mayor seguridad y cooperación frente al terrorismo, pero blandiendo el garrote sin tener una zanahoria. Nada se espera, pues, de la visita.

Bush viene a medir al presidente Felipe Calderón, a sondear su grado de interés en la relación. Pero el énfasis desmedido en la relación personal entre mandatarios oscurece la verdadera naturaleza de la convivencia bilateral.

Cierto, una relación entre países depende en buena parte del estado de ánimo de sus dirigentes, pero en el caso de México y Estados Unidos ésta es demasiado compleja como para dejarse a los caprichos de la química personal.

No hay dos países en el mundo con una relación tan cargada como México y Estados Unidos. No hay dos países en el mundo tan desiguales entre sí y pegados por una frontera de tres mil kilómetros. Migración y seguridad son los temas de moda, pero la relación va mucho más allá. Terrorismo internacional, narcotráfico, energía (México es el tercer proveedor de petróleo de EU y le compra gasolina), defensa (aérea, terrestre y naval), medio ambiente, agua, comercio en todas sus ramas (agrícola, industrial, servicios, transporte, tecnología), aduanas, frontera, mecanismos de diplomacia hemisférica, asuntos laborales, asuntos jurídicos, intercambio educativo, cultura.

Basta con sólo echar un vistazo a los directorios de personal de las embajadas en ambos países. Y hablando de embajadas, Estados Unidos mantiene en la Ciudad de México una de sus embajadas más grandes (superada sólo por la de Irak), mientras que México, con una red de más de 50 consulados, tiene en el vecino una de las misiones diplomáticas más grandes de cualquier país del mundo.

Toda esta complejidad se trata a nivel de secretarías, embajadas, departamentos especializados, en cientos de reuniones en Washington o la Ciudad de México que cada año pasan desapercibidas. Ya nadie recuerda, por ejemplo, que el mecanismo de cooperación regional entre Canadá, México y Estados Unidos se afinó en una reciente reunión de cancilleres en Ottawa.

El descontento de Bush con México no es sólo porque el país negó el apoyo a la aventura de Irak. Hay un motivo más profundo que habita entre las élites estadounidenses: la impresión de que México no cumplió su parte cuando Estados Unidos y Canadá lo incluyeron en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y le dieron una enorme ventaja competitiva con acceso casi ilimitado al mercado más grande del mundo.

Eso fue hace 12 años y en ese lapso la ventaja se ha perdido frente a otros países y a las realidades del comercio global. Pero México desperdició el tiempo que necesitaba para realizar sus ajustes internos y hacer sus marcos fiscales, laborales, energéticos más flexibles a una nueva realidad. México se quedó con esquemas obsoletos que no atraen la inversión.

El mismo disgusto se presenta en el tema migratorio: México no puede exigir una legalización de indocumentados en Estados Unidos cuando no toma las medidas en casa para dejar de expulsar gente.

Pero la verdad que flota bajo las apariencias de la relación personal es que los dirigentes pasan. Fox ya se fue, Bush se irá en menos de dos años, Calderón en menos de seis. Y los dos países seguirán compartiendo una frontera y tendrán siempre la necesidad de entenderse. Hasta ahora lo hacen bastante bien, aún a pesar de sus dirigentes.

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