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Más Allá de las Palabras / El albergue de Belén

Jacobo Zarzar Gidi

En la ciudad de Toluca se encuentra un albergue llamado Belén, de la congregación religiosa de las Misioneras de la Caridad fundada por la Beata Teresa de Calcuta. Las madres misioneras que en ese lugar prestan sus servicios a los más pobres de los pobres, se levantan todos los días a las 4:30 a.m. y a las cinco a.m. empiezan a bañar a todos los enfermos. El desayuno se sirve de 6:00 a 6:30, y consiste en atole, pan dulce y fruta. La comida es a las 11:00 y casi a todos les dan sus alimentos en la boca. Para cumplir con esa noble y difícil tarea intervienen las religiosas y los colaboradores. La merienda se encuentra lista a las 4:00 p.m. y los enfermos se duermen a las seis de la tarde. Las hermanas se retiran a descansar a las 10:00 de la noche. Las religiosas asisten diariamente a misa a las 7:00 de la mañana y los enfermos únicamente los domingos.

En cada albergue hay seis religiosas, y su misión es servir a los demás por medio de la fe, la humildad y la oración. De esa manera han mejorado la vida de innumerables almas y proporcionado dignidad a los moribundos. Su presencia propaga la compasión humana a las personas que más la necesitan. Ellas saben que el amor en acción es lo que nos da la gracia y que mientras más ayuden a sus semejantes, más quieren realmente a Dios. Ellas atienden a discapacitados mentales, niños Down, invidentes, jóvenes con brazos, manos y piernas deformes, ancianos en silla de ruedas y enfermos terminales. A todos los aman por igual porque verdaderamente saben y sienten que son sus hermanos, y más que eso, ven en su persona a Jesucristo que sufre al permanecer atado a un cuerpo deteriorado y enfermo. Sirven a Jesús en la pobreza, lo cuidan, lo alimentan, lo visten, lo visitan, lo acompañan, lo reconfortan en la enfermedad, en la orfandad y en la agonía. Todo lo que hacen, sus plegarias, su trabajo y su dolor, son para Jesús. No son asistentes sociales, ni maestras, ni enfermeras o doctores, son simplemente hermanas religiosas...

Las religiosas de Toluca -así como también las que sirven en los albergues que se encuentran distribuidos en la República Mexicana- son de diferentes nacionalidades, pero todas hablan el idioma español para hacerse entender. Cuando a una religiosa la cambian de albergue, únicamente se lleva un pequeño maletín con lo más necesario de su ropa. Ellas nada necesitan y por lo tanto nada poseen.

Son muchas las historias que se viven diariamente en este albergue. Un niño llamado Raulito es invidente (en sus cuencas no tiene ojos), padece artritis reumatoide y tiene las extremidades deformes. Cada vez que salía del albergue de Toluca, tenía la costumbre de hacerse acompañar de Christian al cual consideraba su hermano. Cuando iban al circo, Christian le decía todo lo que veía: los caballos, los payasos, los elefantes y los actos de malabarismo. Al llegar al albergue, Raulito relataba con entusiasmo y alegría, a todos los ancianos y enfermos, lo que no pudo ver. Si van juntos al rancho que se encuentra a las faldas del Nevado de Toluca, Raulito vuelve a relatar todo lo que Christian describió con lujo de detalles y que no pudo mirar: los árboles, las flores, la nieve, el volcán, las nubes y las aves.

Las religiosas aceptan con gusto a los seres humanos que sufren a pesar de estar acostumbrados a ser rechazados y marginados. Les hacen ver que Dios los ama aunque sean alcohólicos, aunque estén discapacitados, ciegos, trastornados mentales o deformes de su cuerpo. Escuchan a los solitarios y les brindan una sonrisa, porque ya no tienen familia y viven solos encerrados en sí mismos. Les hacen ver el valor que tiene su alma, que es única e irrepetible y que fue formada con las sagradas manos de Dios. Ellas recurren al buen humor cuando las cosas se tornan difíciles y se lo dejan todo a la Divina Providencia que es el cuidado amoroso que tiene Dios para con sus criaturas.

En las ciudades donde existe un albergue de estas religiosas, al principio, la gente que las ve llegar, no se quiere comprometer ayudándolas en algo fijo, pero posteriormente al observar la entrega de estas hijas de Dios, surgen cientos de voluntarios que están dispuestos a servir lo mejor que puedan. Los voluntarios y voluntarias trabajan en la cocina, limpian los pisos, bañan a los ancianos y enfermos, les dan de comer, los sacan a paseo, van al supermercado de compras y llevan a la gente al médico. Su trabajo no es sencillo, pero su alegría sí es real. Terminan prácticamente agotados, pero con una gran sonrisa en el rostro.

Las religiosas esperan con ansias la hora de la plegaria, la esperan con ilusión, porque les gusta orar para recuperar fuerzas que necesitarán al día siguiente. Cualquier cosa que reciban: ropa, comida o dinero, lo donan nuevamente. No se quedan con una sola cosa. Todo lo que entra al albergue, vuelve a salir de inmediato, porque tienen voto de pobreza. Ellas saben que Dios ama a las personas que dan con alegría y que un corazón alegre es el resultado de un corazón que arde intensamente de amor. Son un ejemplo para todos aquéllos que buscan la felicidad y no la encuentran: si tenemos amor por los demás, la verdadera felicidad nos será dada. Es el regalo de Dios. Muchas veces el Señor se aproxima a nosotros esperando encontrar frutos de santidad y buenas obras, pero no encuentra más que prácticas exteriores que no tienen vida, que son hojarasca sin valor. Procuremos dar frutos ahora, en la edad que tenemos y en las circunstancias en que nos encontremos. No esperemos situaciones más favorables para declararnos amigos de Dios, porque posiblemente jamás se presenten. Como dijo el Beato José María Escrivá de Balaguer, existe el peligro de realizar obras sin vida interior que las anime, pero existe también el riesgo de tener una vida interior -si es que puede existir- sin obras. Recordemos que en una ocasión cuando Jesús tenía hambre, se acercó a una higuera y no encontró fruto en ella, solamente hojas que de nada le servían. Al verla así, la maldijo diciendo: "Nunca jamás coma nadie fruto de ti". A la mañana siguiente, cuando se dirigían a Jerusalén, todos vieron que la higuera se había secado de raíz. De esa manera el Señor nos recuerda que no podemos permanecer estáticos, sin movernos. Debemos trabajar con energía -a pesar de nuestras limitaciones-. Servir con alegría, con vitalidad, con valor, con audacia, sin timideces... y todo ello respaldado con la oración. Dios no niega su ayuda al que hace lo que puede.

Me gustaría mucho que algún día estas religiosas Misioneras de la Caridad abrieran un albergue en la Comarca Lagunera. Me agradaría verlas caminar a toda prisa por nuestras calles con su inconfundible "sari" blanco de franjas azules, en busca de moribundos, hambrientos, invidentes, despreciados y deformes, para que los ayuden a cargar con su cruz. Si no fuera mucho pedir, también quisiera que se instalaran en mi ciudad los padres Misioneros de la Caridad, que son un verdadero ejemplo de humildad y de trabajo, que forman congregaciones separadas de las hermanas, pero que comparten el mismo espíritu y el mismo voto de servicio libre e incondicional hacia los más pobres entre los pobres. Oremos para que esto se haga realidad...

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