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Haití| Por unos cuantos dólares

Alejandro Páez Varela

ESPECIAL / EL SIGLO DE TORREÓN

PUERTO PRÍNCIPE, HAITÍ.- Jean Bertrand Aristide, Titi, ha recurrido a la misma práctica que sus antecesores, dictadores y déspotas: armar a los civiles para su propia protección. El problema es que no los tiene bajo control. La violencia en la capital está relacionada con los Chimé, paramilitares que responden a la Presidencia, como en el pasado los Tonton Macountes sirvieron a Francois Papa Doc Duvalier y luego a su hijo, Jean-Claude Baby Doc.

Ayer jueves, al cumplirse las 72 horas otorgadas por la oposición para que Aristide deje el poder, el ambiente empeoró. Guy Phillipe, líder de los insurgentes, afirma que ya están en la capital. Nadie los ha visto, pero la sola suposición provoca que los Chimé se pongan más violentos. Encienden llantas, levantan las armas, gritan: “Aristide, cinco años”. Hay reportes de saqueos esporádicos. Por la noche se escucha el detonar de rifles. Los cerca de tres mil agentes policíacos no defenderán la población: están bastante ocupados vigilando la llegada de las fuerzas opositoras.

El movimiento político que llevó a Aristide al poder, Lavalas, es marioneta de las armas en estos días. Pistolas y machetes tomaron la palabra. A mediodía, antes de una anunciada marcha de estudiantes contra Aristide (que no se llevó a cabo), la cara que todos temen se mostró en las calles: algunos marines de Estados Unidos recorrieron zonas residenciales de clase alta, mientras que los policías nacionales se colocaron en puntos estratégicos. El asalto final es inminente, se dice.

Pero no será tan fácil como los inconformes suponen. Cada esquina del centro de la ciudad, donde está el edificio de la Presidencia Nacional, se convirtió en un fortín de hombres y armas. Los Chimé rechazaron desde temprano la presencia de reporteros y de cualquier extraño. Pusieron barricadas de árboles y piedras, autos quemados y murillos de concreto. Los jefes vigilan cada movimiento sentados en sillas de plástico colocadas en lugares altos y sobre las escalinatas victorianas de edificios que albergan bancos y comercios.

Los Chimé vienen principalmente de Cité Solei (Ciudad del Sol), un barrio de 250 mil miserables. Según periodistas de Estados Unidos, les fueron repartidas dos mil armas. Se reclutan entre las pandillas, la mayoría dedicada al tráfico de drogas. Los Chimé son eso: pandilleros. Se juegan la vida por unos cuantos dólares. La mayoría no entiende de exquisiteces, de diplomacia o política.

–¿Qué harán si llegan los opositores y quieren tomar el Palacio Nacional?–, se le pregunta a un Chimé que, como todos, va vestido de negro.

–Estamos listos. Que vengan. ¿Quieres saber qué les pasará?–, contesta, amenazando al traductor y al reportero, con los ojos rojos y los puños cerrados.

Al verlo envalentonado, otros gritan en creolé: “¡Aristide, cinco años!”.

El hambre y la politización de bandos los mueve. Pero también la legítima aspiración de una mejor vida, alimentada por Aristide, que les ha construido dos parques, una calle y el hospital St. Catherine Leboure. El Presidente sabe que si alguien lo defenderá, serán ellos. Ni la policía, su policía.

Pero en estos tiempos de guerra los Chimé son peores que los mismos insurgentes. Se teme que estos miles de necesitados interpreten el desorden a su favor. Lo que en la capital se dice es que nada les impide ir en masa a los cerros que rodean Puerto Príncipe, donde están las casas de los ricos, la clase media y los hoteles. Se temen los saqueos a gran escala. Algunos periodistas han dejado el país –junto a casi la totalidad de los extranjeros–, obligados por sus medios, que temen por su seguridad.

Las pocas noticias que llegan del exterior hablan de reuniones urgentes en la Organización de las Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos. Pero es difícil saber qué resultará de eso. Hay que estar aquí para entender la gravedad de la situación. La energía eléctrica falla; fallan todos los servicios. La esperanza de paz gotea y se evapora. La barbarie se quita la máscara, de por sí ligera, casi transparente.

Nada qué perder

Demolido, mermado, agotado, Haití no tiene márgenes para moverse. Este 2004 cumplió 200 años de ser la primera nación negra independiente del mundo, pero hay poco qué celebrar. La inestabilidad política, las intervenciones de las grandes naciones (que han visto a la isla La Española como una colonia), la necesidad y los Gobiernos crueles y dictatoriales han acabado con la riqueza natural. El país vive una emergencia ecológica. Los bosques ya no existen. Las ciudades y los pueblos, sin infraestructura y sin orientación económica, son focos de insalubridad y promiscuidad. Las diferencias de clase son tan dramáticas, que una calle puede dividir los barrios más miserables de las mansiones residenciales. Como castillos y burgos en la Edad Media.

Sorprende, entonces, el ánimo de esta gente para matarse. (El conflicto empieza y las cifras oficiales hablan, hasta ayer jueves, de 85 muertos.) Ciertamente los haitianos no tienen nada qué perder cuando salen a las calles armados de palos, pistolas, rifles y piedras. Pero tampoco tienen nada qué ganar: aún cuando los insurgentes tomaran Puerto Príncipe y expulsaran a Jean Bertrand Aristide, no hay garantía de que llegue un buen Gobierno. Se antoja que pase totalmente lo contrario. La historia de este país dice que las fuerzas políticas y militares se disputan el poder, no la opción de servir a esta gente.

En las últimas horas salieron de la ciudad aviones oficiales con los ciudadanos de otras naciones. Temerosos, alemanes, italianos, canadienses, mexicanos o ingleses han sido desalojados de los hoteles por sus embajadas, que ahora operan con personal mínimo. Los vuelos a la capital empiezan a ser cada vez más irregulares. Las aerolíneas envían sus jumbos cuando están seguros de que no habrá violencia. En Miami, decenas esperan una oportunidad para venir a la isla, mientras acá, miles buscan la manera de escapar, a pesar de que el Gobierno de Estados Unidos anunció que regresará a todo aquel que intente llegar a la Florida. A estas alturas, dos embarcaciones han sido detenidas por la Guardia Costera estadounidense en alta mar, con cerca de 500 haitianos.

La ciudad amaneció ayer en calma. Pero pronto se descompuso la situación. Nadie sabe realmente qué viene. Algunos dicen que Puerto Príncipe tiene suficiente combustible para prender una mecha, incluso sin presencia de los insurgentes.

¿Renunciará Aristide? A reporteros de CNN dijo este jueves que no. Entonces, si se cree en los insurgentes que controlan ya la mitad del país, el ataque a la capital es inminente.

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