Hace un par de noches tuve la oportunidad de asistir a una de las dos presentaciones que ofreció el argentino Raúl Di Blassio en esta ciudad de Piedras Negras. La noche templada fue marco para aquel programa que incluyó un paseo por música clásica de la época romántica y contemporánea europea, para luego transportarnos a Iberoamérica y recorrerla desde la Huasteca Mexicana hasta Cabo de Hornos, en un viaje delicioso. El recinto no fue el más apropiado para una presentación de esta altura; la acústica era mala y para los afortunados de primeras filas la tarima resultaba demasiado alta. Sin embargo la vigorosa ejecución del artista frente al piano nos llevó a recordar estos inconvenientes sólo en los silencios entre una y otra de las melodías que brotaban como aves multicolores desde la sobriedad del blanco y negro, para dispersarse por todo el espacio y mover sensibilidades muy particulares dentro de cada uno.
Tuve la fortuna de hallarme en un lugar privilegiado desde donde alcanzaba en un primer plano la vista de las manos del artista, las cuales abrieron el programa con singular maestría. A partir de aquel momento Di Blassio se dedicó a jugar con el piano, verdaderamente se reflejaba en su rostro la dicha de un niño que inventa, crea, e improvisa a su antojo.
Capturada por la música que en un momento cambiaba a semitonos, y en otras pasaba de un tiempo a otro de manera genial, pude sin embargo despejar un rincón de mi mente para tratar de visualizar a ese hombre cuando fue niño. Quise imaginar la forma en que aquellos movimientos increíblemente diestros alguna vez habrán sido torpes y lentos, recorriendo largamente el do-re-mi-fa-sol-fa-mi-re-do en una octava, y luego en la siguiente...
Ello me llevó a entender que la maestría es precisamente el arte de llevar a cabo un trabajo con facilidad y eficiencia, pero sobre todo con placer. A través del rostro podía percibirse el gozo que el artista obtenía con cada nuevo compás; se apreciaba tal entrega, como quien olvida todo para perderse entre las notas como un niño entre sus propias imaginaciones.
Oficialmente ?o por decreto- el país mejora, el peso se fortalece y las puertas de nuestro comercio se abren para inversiones extranjeras. También por decreto los índices de inseguridad se han abatido, y la delincuencia está bajo control. En las cuatro paredes del hogar entendemos que absolutamente todo se ha encarecido, y que es un arte tratar de que el sueldo quincenal alcance.
A partir de este punto tenemos dos caminos: o nos dejamos abatir, o buscamos dentro de nosotros los elementos para mantener el ánimo arriba, pese a las obvias dificultades pecuniarias. El tercer camino ?el de la violencia- no queremos verlo como una posibilidad, con un costo en vidas humanas.
Ello me llevó a considerar que hacer algo, y hacerlo bien al grado de gozar hacerlo, es una buena forma de autogratificación. En un mundo que nos llama a perseguir satisfactores materiales incansablemente, lo anterior me resultó una alternativa bastante sensata para mantenerse a flote. Cada uno de nosotros sabemos hacer algo bien, para unos será su oficio, para otros algún pasatiempo. Quizás haya quien posea un don particular para cantar, o para dibujar, o para la jardinería. Entonces, ¿por qué no utilizar ese quehacer como un espacio reparador, de creatividad y disfrute personal?
?Hacerlo, hacerlo bien, y a la primera?. Es una de las máximas de la Excelencia que viene ahora a mi mente. Más que convertirnos en el mejor ejecutivo en diez lecciones, vaya la sugerencia para comenzar a aplicar este entusiasmo por hacer bien las cosas como una forma de crecimiento, que nos permita hacer acopio de herramientas para salir adelante en las dificultades económicas de cada día.
En las nuevas generaciones se percibe cierto desánimo por hacer las cosas; veo a quienes van comenzando una vida laboral trabajando a veces con fastidio, como a la fuerza. Y yo me pregunto, si una persona vive disgustada consigo misma y con lo que hace, ¿qué percepción puede tener del mundo más allá de su personal entorno?
Esa noche teniendo durante un par de horas las manos de Di Blassio frente a mis pupilas, pude entender claramente que cada cual es el arquitecto de sus propias emociones, y que ante una dificultad unos se dan por vencidos y otros salen adelante, conforme a los elementos que lleven dentro de sí cada uno de ellos, para no abatirse. Es cuestión, como dirían los muchachos, de ?ponerse las pilas?.